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La reina de los acúfenos

La reina de los acúfenos

Para los estadounidenses la vida es un inmenso negocio. No podían dejar de rentabilizar una dolencia que sufre un 20% de la humanidad. Me refiero al tinnitus, ese zumbido continuo en el oído, que no descansa ni día ni noche. Se considera una maldición porque la mayor parte de los médicos no creen en su existencia real. Consideran que es un fenómeno psicológico o traumático, un síntoma que no deja rastro en el organismo. Surgió una tarde de invierno. Sin motivo aparente un coro de moscas se instaló en mi cerebro. Creí que iba a desaparecer pero no lo hizo. Pronto supe que quien lo sufre debe resignarse a soportarlo durante toda su vida. En mi caso, además, lo sufre mi madre. Está, por lo tanto, dentro de lo malo que he heredado de ella, junto con la ansiedad. Lo bueno es, por ejemplo, la calidad dental y del cabello. Habría conseguido un buen precio en el mercado de esclavos.

Pasaron tres años de zumbido continuo, día y noche, hasta que encontré el tratamiento. Antes había tomado fármacos de todo tipo, incluso había acudido a fisioterapeutas, osteópatas y curanderos. Dormía escuchando ruido blanco, combinado con cántico de pajaritos o distintos tipos de lluvia. No medité demasiado si seguía o no el tratamiento. Al menos ofrecía una garantía médica. Lo aplicaban en la clínica de tamaño medio, levantada en los 70 con hormigón y cristal y situada el norte de la ciudad, próxima a donde había vivido durante toda mi infancia. La mayor parte de la clínica estaba dedicada a sociedades médicas, a un trato con apariencia privada que se desliza lentamente hacia la precariedad. En la última planta habían abierto una zona dedicada en exclusiva a la medicina de pago. Contante y sonante. Cualquier servicio en nuestros tiempos debe contar con una zona VIP, con un plus que te permita sentirte un privilegiado. Cuenta con una recepción y una sala de espera propias, amuebladas como si fueran parte de un hotel de cadena, con cuadros abstractos y muebles de diseño barato. El equipo lo dirigía la doctora Salazar, que había dedicado su vida a los acúfenos (nombre científico de la dolencia). Tanto era así que había escrito una tesis doctoral sobre el tema, nada menos que en la universidad de Stanford. En la dorada California. Pese a su juventud, menos de cuarenta años, pocas personas en el mundo conocían mejor los acúfenos que ella. Su mérito no se reducía al conocimiento de la materia, también había convencido a una multinacional del sector médico para que dedicara media planta de una clínica a un síntoma tan esotérico.

"La prueba audiométrica detectó cierta pérdida de audición, debida al paso de las décadas —tengo ya 53 años— y al uso intensivo de auriculares"

Cada sesión costaba 90 €, pero antes había que pasar una prueba de audición, que valía unos 150 €. Nunca antes había pagado por un tratamiento médico. Siempre había pertenecido a una sociedad, pero el zumbido era tan molesto, tan continuo, que decidí permitírmelo. Justo el día programado para la prueba de audición el tinnitus estaba en mínimos, casi había desaparecido. Era un suave ruido de fondo, que se confundía con el tráfico. Intenté, por primera vez en mi vida, hacerlo crecer, pero no lo conseguí. En la clínica los pacientes de sociedades llenaban la sala de espera y aguardaban un promedio de una hora para la misma prueba que yo. Sentí una mezcla de soberbia y vergüenza cuando apenas tuve que esperar un par de minutos porque los pacientes de la auténtica privada teníamos pase Premium. Percibía el odio sobre mi espalda mientras entraba a la consulta, saltándome la cola. Me encerraron en una cabina, me pusieron unos auriculares y seguí intentando que el zumbido volviera. No pude, así que tuve que recrearlo en mi cabeza e imaginar el ruido que, en esos momentos, no existía. Pese a ello, creo que conseguí que el test fuera verosímil. La enfermera preguntaba sobre el volumen, la frecuencia, la agudeza, si era más zzziizzizizizizizi o más zzuzuuzuzzuzuu, si estaba vinculado con la ansiedad o la calma, si había sido cazador o trabajado con taladros, si surgía más durante la mañana o la noche. Era, sin duda, un test completo. Si el síntoma hubiera existido en ese momento hasta habría servido para algo.

La prueba audiométrica detectó cierta pérdida de audición, debida al paso de las décadas —tengo ya 53 años— y al uso intensivo de auriculares. A la semana siguiente tendría lugar la primera sesión. En la consulta privada, en contraste con las plantas dedicadas a las sociedades, no había prácticamente nadie. A veces estábamos solos la doctora Salazar, su enfermera y yo, rodeados de sillones, de lámparas de diseño y de consultas vacías. Eché de menos una buena pila de revistas. Desde que la gente lee el periódico en el móvil nadie coloca revistas en las consultas médicas. Parecía, en suma, un holograma, un fondo de pantalla instalado en mi cabeza. Sentía una soledad extraña, casi onírica, que acrecentaba mi habitual sensación de irrealidad. No era nuevo: creer que el mundo no existe y es todo una alucinación esquizofrénica forma parte de mis fantasías.

La primera sesión la pasaba la propia doctora Salazar, a quien nada relacionado con los acúfenos le podía parecer extraño. Era rubia con mechas, más atractiva que guapa, y mostraba un interés genuino por el paciente, su pasado y, por supuesto, sus problemas psicológicos. No olvidemos que la mayoría de los casos tienen un origen mental. El resto corresponden a traumas auditivos diversos. Primero me explicó que, tras décadas de estudio, había localizado, junto con un grupo de expertos, el origen del trastorno. Estaba en unas pequeñas células del oído, que se desgastan y rompen con el transcurso de los años. Los ultrasonidos sirven para regenerarlas, para que volvieran a la vida como plantas recién regadas. Me avisó que solo tenía una efectividad de un 30% para la curación total y de un 70% para el descenso. Me valía. Para los desesperados cualquier opción es suficiente. El tratamiento en sí consistía en la aplicación de calor y de ondas en la zona. Pretendían la regeneración de las células y un cambio de frecuencia auditiva. Tras el tratamiento el tinnitus no sería detectado por nuestras neuronas, aunque en las profundidades del oído, en los límites de la percepción, siguiera existiendo. O no, porque, ¿si el tinnitus no puede escucharse, existe?, ¿existe el ruido cuando no lo escucha nadie? Es el viejo dilema del árbol caído en el bosque, aplicado a mi oreja. Entonces supe que, como los curanderos que sanan el cáncer mediante ungüentos y cosmogonías, la doctora Salazar se iba a atribuir cualquier mejora casual. Lo que hasta entonces había pertenecido al azar era, de repente, suyo. Tal vez los tratamientos médicos no sean tan importantes como creemos. Tal vez todo mejore de manera más bien espontánea y la mayoría de los triunfos sean consecuencia del azar. O el destino.

"Después de mostrarme su catálogo de pacientes me preguntó por mis aficiones. Mencioné la escritura y le recalqué que no era un hobby, aunque tampoco un trabajo"

En la primera sesión me echó un gel bastante pringoso por el cuello y la zona de la oreja, después empezó a aplicar calor. Debía parar solo cuando me quemaba de verdad, cuando sentía auténtico dolor en la piel que cubre el oído, no cuando me molestaba porque el malestar había que soportarlo. Sin embargo, la Doctora Salazar era tan delicada y te hacía sentir tan importante que el dolor no era tan, tan trascendente. Podría haberlo soportado hasta la úlcera. Me contó que venían a verla pacientes de toda España, solo para un par de horas semanales de tratamiento, y después regresaban a sus hogares en Vigo, Zaragoza o Sevilla. Incluso había recibido a un paciente francés y, por supuesto, a numerosos millonarios sudamericanos, de los afincados en Madrid durante las últimas décadas. Había tratado incluso a pacientes famosos pero, con coquetería, se negó a decir su nombre. La sesión duraba 40 minutos así que había tiempo para el silencio y para conversar sobre distintos temas. Una de sus grandes virtudes era el respeto a esos momentos en que el paciente prefiere callarse. Sabía  evitar esa situación, tan frecuente en la vida de todos, en la que es obligatorio conversar, salvar los silencios. Era, en suma, una profesional del alto standing.

Después de mostrarme su catálogo de pacientes me preguntó por mis aficiones. Mencioné la escritura y le recalqué que no era un hobby, aunque tampoco un trabajo. En los trabajos hay dinero y yo no había ganado un euro con el tema. Le pregunté qué escritores le interesaban y mencionó al mismísimo Houellebecq. Me resultó extraño oír hablar de él en el norte de Madrid, en una clínica privada, en boca de una doctora absolutamente higiénica, que vivía con su marido y sus dos hijos en una urbanización con piscina situada cerca de la clínica, en una de las zonas más caras de la ciudad. Le había gustado sobre todo Ampliación del campo de batalla.

—Muestra cómo el mercado lo ha invadido todo, hasta el amor —dijo, con total convicción.

Me contó también que venía de una familia con cuatro hijos, de Badajoz, y había estudiado medicina con becas. La doctora estaba empezando a gustarme. Su mezcla de dureza y profundidad era poco frecuente. Como tanta gente hecha a sí misma, era ultraliberal. Mientras el calor llegaba casi a quemarme la piel me dijo que apoyaba la gestión sanitaria de Ayuso y afirmaba la responsabilidad de los médicos y su vaguería. Me parecía un ejemplar único: siempre había creído que la literatura independiente  española era un fenómeno de barrio, confinado al centro de la ciudad y su bohemia, pero esta otorrina, doctorada en tinnitus por Princeton y ultraliberal, lo desmentía. Por supuesto que me conociera o me hubiera leído ni siquiera se planteaba.

"La primera sesión no tuvo ningún efecto sobre el tinnitus. O sí, es imposible evaluarlo en algo tan escurridizo"

Mientras regresaba a mi casa en taxi llegué a creer que había preparado su discurso literario para mí, que dar al paciente una conversación que se adaptara cien por cien a sus necesidades y gustos era parte del negocio. Sin embargo, si así fuera, habría leído algo de mi obra y no solo no lo había hecho, ni siquiera se lo había planteado. En cualquier caso, la doctora Salazar era una comercial excelente, tan buena que sus pacientes creían que tenía interés real en ellos. Ocurre con cierta frecuencia en servicios de lujo, desde hoteles a clínicas, desde fisioterapeutas a restaurantes: la atención incluye una empatía tan falsa como resultona. El cliente debe creer que existe un interés auténtico en él, debe sentirse tan único que olvide que el origen de la cercanía es, simplemente, su dinero. Un profesional experto sabe conseguir un simulacro de amistad, que podría pasar por esa confianza real que solo se tiene con los amigos, la familia y algunos desconocidos. Por otro lado, no puedo descartar que parte del interés de la doctora Salazar fuera genuino. El ser humano es extraño y la coincidencia de contrarios no es solo posible sino probable.

La primera sesión no tuvo ningún efecto sobre el tinnitus. O sí, es imposible evaluarlo en algo tan escurridizo. Tal vez el volumen descendió, tal vez solo apareció en uno de los dos oídos. No puedo recordarlo. En cualquier caso el efecto solo ocurría pasadas ocho o nueve sesiones, dijo la doctora. En la siguiente tuve que esperar diez minutos en una de esos sillones blancos. La enfermera me invitó a café, que pagó ella misma y trajo de la máquina, y me pidió tres veces disculpas. La doctora vino agobiada. Había tenido que llevar a sus hijos al colegio. En ese momento aprecié otra de las diferencias de la sanidad de élite. En las sociedades o en la seguridad social nadie pide disculpas. No puedo negar que me decepcionó saber que estaba casada y tenía dos hijos, nada menos. Por supuesto sonreí y le comenté que yo tenía una hija de 10 años. Le dije también que estaba muy implicado en su educación y hacía con ella los deberes cada tarde. Mientras untaba otra vez el gel sobre mi oído, dijo que era muy importante, sobre todo para los niños. No me contó nada sobre su marido, a quien imaginaba en el mundo financiero. Un punto clave en las relaciones adultas es la mezcla de interés y no intromisión. Hay determinadas áreas que no se tocan o solo se hace si la otra parte lo solicita.

En la tercera o cuarta sesión hablamos sobre una escritora andaluza. Le dije que era amiga de mi primera ex y le conté detalles de su vínculo. Por un instante vi auténtico interés, que pude diferenciar del comercial. Cuando el interés es verdadero los ojos brillan de una manera distinta. Tal fue su interés en la historia de Sara Mesa que posó demasiado la máquina sobre mi oído y terminó quemándome. Di un pequeño grito y se disculpó, pero también rió. En esa risa vi una puerta. Era una carcajada auténtica, de confianza real, igual a la que podía tener cuando su marido la empujaba a la piscina. Pasaron dos o tres sesiones más y el tinnitus tal vez mejoraba, incluso de vez en cuando desaparecía en uno de los dos oídos. La doctora Salazar parecía satisfecha. Era, dijo, un avance prematuro. En la cuarta sesión quería hablarle de Manuel Vilas y de cómo le conocí, tanto cuando era posmoderno como después, en el cénit de su éxito, pero la doctora no apareció. Tenía un problema personal grave y nadie sabía cuándo iba a volver. Le sustituyó un señor con barba, que llegó media hora tarde. Dominó la conversación y me dijo que dormía tres horas cada noche. Era psicólogo, psiquiatra, internista, sociólogo y no sé qué más. Untaba el gel y pasaba la máquina por el oído exactamente igual que la doctora Salazar, pero no tenía su melena dorada, ni su dominio del tiempo y el silencio, ni mucho menos del confort. No sabía hacer que el paciente se sintiera cómodo, ni siquiera se lo planteaba. Sentí tensión y la obligación de conversar con él.  No le llegaba ni a los tobillos a  la doctora Salazar. Le faltaba su calma, su domino del tempo, de esa empatía fina que precisa el cliente, sin llegar nunca a la intromisión.

"De dirigir siempre la conversación. Incluso el tinnitus, que seguía siendo el motor principal del tratamiento, se agudizó"

Me fui con más ansiedad que cuando llegué, después de pagar, como siempre, los 80 euros que costaba la sesión. Temía que la doctora Salazar hubiera desaparecido, que no volviera nunca y tuviera que soportar a ese hombre con barba, que no paraba de hablar de sus títulos, de su insomnio, de qué terapias psicológicas eran verdaderas y cuáles supercherías. De dirigir siempre la conversación. Incluso el tinnitus, que seguía siendo el motor principal del tratamiento, se agudizó. Regresó a los dos oídos, convirtiéndose en un pitido más fino, incluso chirriante. Pasaron los días, hubo lío en el despacho, lío en casa, lío con mi hija, una posibilidad literaria, más o menos fallida, pero la doctora Salazar y el miedo a que no regresara, a que el problema personal fuera en realidad una desavenencia laboral o el fichaje por otra clínica, que le había ofrecido más medios o más dinero, continuaban en mi conciencia. Allí seguía el temor a no encontrarla nunca más, a que el tiempo transcurriera y ni siquiera me reconociera o me saludara con una sonrisa helada. En la siguiente sesión volví a encontrarme al pesado del doctor. Trató de ser amable y solo mencionó a la doctora cuando le pregunté. Me dijo que su problema personal no se había resuelto.

—Pero volverá, ¿no?

—Sí, claro. Bueno, no lo hago tan mal, ¿no?

Me vi en la obligación de darle la razón para no ofenderle. No solo había perdido a la doctora. También debía cuidar la autoestima de su suplente. Era demasiado para mí y para cualquiera. La conversación fluía porque me interesaba por su vida, sus carreras y sus terapias, por todo lo que decía. Lo hacía aunque me estuviera provocando una profunda ansiedad. Al final, cuando me estaba despidiendo, con la oreja pringada por el gel, desveló el misterio: el hijo mayor de la doctora había tenido una rotura de fémur jugando al rugby. Me pidió por favor que no lo dijera.

—Es muy cuidadosa con su vida personal —dijo bajando la voz hasta el silencio.

En el taxi de vuelta, mientras me dirigía al despacho, sentí un enorme alivio. Sabía que era una felicidad leve, que huiría pronto, pero la doctora Salazar sería quien daría calor a mi oído la semana siguiente. Así fue. Llegué pleno de ilusión, como quien se reencuentra con un amigo perdido hace años, pero las expectativas no suelen corresponder con la realidad. Desde el principio vi a otra persona, a una mujer helada, que me trató de usted desde que entré por la puerta. Se disculpó con rapidez, sin aludir a las causas de su ausencia, y me preguntó enseguida por mi evolución en el tinnitus. No hablamos de literatura, de hecho no hablamos prácticamente de nada, pero el silencio no era fluido, como antes. Era tenso, duro, como las maniobras sobre el lóbulo de mi oreja. Sentía cómo mi fantasía se hacía pedazos. En el taxi de vuelta pensé en nuestro egocentrismo. Siempre creemos que las tensiones las motivamos nosotros, pero la actitud de la doctora podía venir de mil motivos distintos: de su marido, de su madre, del fémur de su hijo, del trabajo, de las miles de causas que también nos afectan.

"Por supuesto las sesiones siempre finalizaban con el pago. 80 o 100 € de rigor, mediante tarjeta de crédito, a la recepcionista"

En la medicina privada no sabes si te están haciendo la pelota para que pagues o si realmente le interesas. Miento, el paciente siempre lo sabe pero prefiere olvidarlo. Ocurre lo mismo con los psicólogos. Su vínculo, su supuesta afinidad, el también supuesto amor que sienten por sus pacientes está distorsionado por el dinero. La doctora debió tomar conciencia de la necesidad de recuperar la empatía y en la siguiente sesión me dijo que acaba de terminar la última novela de Sara Mesa. También me volvió a preguntar cuál era mi mejor libro. Gracias a Dios no me pidió que se la regalara, como hace la mayoría de la gente. Hablamos un rato, mientras acariciaba y quemaba mi lóbulo derecho, sobre la proximidad entre literatura y verdad, con incursiones en la vida familiar, en el difícil punto de unión entre disciplina y libertad. También comentamos, en la sesión siguiente, mientras untaba gel caliente sobre mi piel y podía ver su melena dorada y oler su perfume fresco, la creciente adicción de los niños a los teléfonos móviles. Por supuesto las sesiones siempre finalizaban con el pago. 80 o 100 € de rigor, mediante tarjeta de crédito, a la recepcionista.

Las sesiones se acercaban al final. Según la doctora Salazar la evolución, aunque el tinnitus no hubiera desaparecido, era excelente. Yo no terminaba de verlo así, la verdad. Me sentía un tanto decepcionado: había disminuido en el oído derecho, pero había crecido en el izquierdo. Las moscas seguían zumbando. Poco después nos encontramos en los pasillos del Arturo Soria Plaza. En concreto, frente al escaparate de una tienda de ropa. Parecía no tener prisa, estaba perdiendo el tiempo, que supuse entre consultas. Me saludó con una sonrisa lejana, y un qué tal apenas murmurado, manteniendo una distancia de unos tres metros. Cuando iba a acercarme se dio la vuelta y siguió mirando el escaparate, alardeando indiferencia. Me sentí ofendido y, lógicamente, el tinnitus se duplicó.

En el análisis final la doctora fue más encantadora que nunca. Llegó incluso a romper la barrera física, tocando mi muñeca mientras me hablaba, derramando confianza. Analizamos mi informe con desaforado optimismo, hablamos sobre la lluvia, leve, que caía sobre la ciudad, me vendió ondas cerebrales para la ansiedad, examinó con atención mis oídos y dijo que añoraba mis charlas, que no era frecuente encontrar a pacientes tan interesantes. También me dijo que había comprado mi última novela, aunque aún no la había leído. Mientras nos despedíamos, después de ofrecerme un nuevo ciclo de sesiones, orientadas al oído derecho, me dijo que le habría encantado tomarse un café conmigo en el centro comercial, pero no quería molestarme. Fingí una sonrisa mientras la ansiedad ascendía por todos los músculos del cuerpo. Pronto estaba ya en el taxi. Mientras me acercaba a mi oficina y el zumbido sonaba más que nunca, cerré los ojos, y supe que volvería a llamar a la doctora, aunque el tinnitus desapareciera para siempre.

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