“Quizá porque todavía era demasiado pronto para creer en la muerte o porque pensaba que la carne no pasaba del éxtasis a la tragedia sin tan siquiera un respiro” (p. 132), dice Boyle de uno de sus personajes —que se muestra incapaz de asumir lo que le ha sucedido— en esta antología de relatos enmarcados en la Segunda Guerra Mundial. Sintetiza, de esa manera, la perplejidad y la desazón de toda una generación que sufrió de golpe la quiebra de su mundo, sus ideales y su juventud en esos años (entre 1931 y 1951) y que aparece retratada en esta magnífica colección.
El paisaje cobra una vida especial. Pinceladas ligeras que acompañan, describen, enmarcan y, a la manera romántica, nos hablan de los sentimientos, los miedos y los deseos de los personajes. Las montañas, los glaciares, los ríos, el trigo, la madera, los árboles, la tierra seca, los caballos, los zorros o las vacas… se entrelazan y enredan para conformar la trama de las historias: desde un pequeño huérfano que puede encontrar en una vaca el cariño de la madre que no tiene: “Apoyó la cara en el cuello del animal y fue su oreja la que percibió esas caricias. Oyó el suave murmullo de la barriga (…) pensaba en lo reconfortante que era sentir ese cálido cuerpo junto al suyo allí en el campo” (p. 66 , “Su idea de una madre”); hasta la visión del paisaje que despierta el orgullo herido de los soldados franceses derrotados por los alemanes en el 41: “Sin embargo, en cuanto se veían los campos y los bosques volvías a creer en Francia” (p. 176, “Cosecha francesa”); el glaciar en “Doncella, doncella” que simboliza la pasión contenida, repleto de una fuerza poderosa: “Contemplaba el agua mientras subía: esa era la sustancia del glaciar que manaba como la vida de una herida” (p. 113); o las altas montañas, aisladas y solitarias, como el joven médico judío en la Austria de 1936: “Venid a mí —dijo para sí— venid a mí. Soy un joven solo en una montaña. Soy un hombre joven y solo y mi raza está sola, perdida aquí entre todos ellos” (p.153, “Los caballos blancos de Viena”).
Una prosa austera y certera, con descripciones muy poéticas y observaciones delicadas que dejan un poso imborrable en el recuerdo del lector para seguir saboreándolas después de cerrar el libro. Sirvan estas de ejemplo: “que aquel verano los alemanes iban vestidos como si fuesen a jugar al tenis, con solo una melodía para cubrirse la cabeza” (p. 161); “llevaba una gorra gris, y las rosas que quedaban en la enredadera de la ventana la rozaron cuando se volvió hacia mí” (p. 179); “Hay un periodo de temor que se inicia al anochecer y que solo las palabras de cariño pueden apaciguar” (p. 255); “Aunque tenía el pelo gris, todavía le quedaba en el bigote una sombra rojiza como una fugaz cola de zorro” (p.87).
Estos relatos son un canto a la vida en medio de la destrucción y de la desolación: “Si vivir es lo mejor de todo lo que hay de bueno, ¿cuál sería el peor de los males?” le pregunta el profesor Virgil a su joven alumno Palavicini, consumido por los celos, la rabia y el dolor, en el hermoso cuento que abre la colección, “Vivir es lo mejor”, y que da título al libro. Toda una declaración de principios: la cultura frente a la barbarie, la vida frente a la muerte, el amor frente al odio (como defendió Unamuno en Salamanca ante un violento Millán Astray).
“Por favor, no me hagáis esto“ (p.98) suplica impotente la joven Mildred a su familia en “Tu cuerpo es un joyero” —un cuento devastador con referencias a la identidad sexual y los duros internamientos en manicomios—, y ese lamento parece extenderse por el libro, porque cabría preguntarse, preguntarnos: ¿cómo es posible que nos hayamos hecho esto?
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Autora: Kay Boyle. Título: Vivir es lo mejor. Traductora: Magdalena Palmer. Editorial: Muñeca Infinita. Venta: Todostuslibros.
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