A las buenas, querido lector. Sigo contándote cositas sobre mi propia odisea. Puede que no sea la lectura más entretenida del universo, hasta ahí llego, pero, oye, no veas cómo desahoga esto. Además, recibo cada día tu apoyo vía mail y por las redes sociales, ¿qué mas se puede pedir? Sin más, sigo con la materia, hay tanto que contar que no es bueno perderme en preámbulos.
Salí del hospital algo convulso. No veía nada con mi ojo derecho —y cuando digo nada, me refiero a nada de nada, todo negro—. En esos momentos, sin saber que nunca más recuperaría la visión, me aferraba a esa esperanza de que sería algo momentáneo, que en un par de meses, a lo sumo, volvería a ver en tresdé, como siempre. Cojeaba. Me dolía mucho al apoyar la pierna —no recuerdo si la derecha o la izquierda—, de hecho, tardé más de una semana en conseguir que desapareciera —aunque no del todo— ese dolor. El ingreso y los nuevos acontecimientos hizo que la operación por el tumor tuviera que retrasarse algo, pero llegó el momento.
No sé si te conté que estando ingresado, para seguir llevando a su vez el control sobre el tumor, se me hizo otra ecografía en la cual el radiólogo me comentó que iba a ser muy difícil sobrevivir a eso. Supongo que cuando uno va al médico espera sinceridad, no sé, no todo el mundo quizá, pero yo sí la espero. Lo que también espero es algo de tacto y de eso, en los últimos cinco años, por desgracia me he encontrado el justo. Muy difícil sobrevivir. Genial. Una frase motivadora para seguir luchando. En fin.
Como te contaba, llegó la hora de operar el tumor. Nunca había ido a una consulta de anestesia, por lo que cuando salí, no te voy a mentir. Mi mayor trauma fue que me dijeron que me tenía que afeitar la barba para la operación. No entendí muy bien por qué, solo me quedé con el trauma de ver mi cara sin pelo en la mente. Dirás, ¿te van a operar de un cáncer y lo único que piensas es en eso? Pues fue así, pero tiene una explicación: sin barba soy más feo que mandar a tu abuela a comprar droga.
Seguían mis noches de bajón, eran inevitables. Las lágrimas protagonizaban la mayoría de ellas. Mi mujer intentaba no llorar y mostrarse fuerte para ayudarme, pero muchas veces no lo conseguía y se derrumbaba conmigo. También era inevitable.
Llegó el día de la operación. Me citaron a las siete de la mañana y allá que fui yo con mi cara de culo de mandril. Estaba nervioso, sí, pero intentaba no mostrarlo pues mis padres y mi mujer tenían cara de “no me hables o te reviento a hostias”. A las nueve me bajaron con las vergüenzas al aire, tapado sólo con una sábana. Por el camino vi cómo lloraba mi padre, eso se me quedó clavado. Recuerdo los momentos previos a la operación. Cómo me colocaron sobre la camilla, cómo comencé a sentir sueño con la mascarilla puesta.
A partir de ahí, todo luces y colores.
Desperté a las seis horas. La operación había sido algo larga, yo soñaba que era un escritor famoso y que ganaba para vivir de ello. Sí, soy imbécil. Recuerdo a mi mujer a mi lado, también a mi madre. Me contaron que la operación había sido un éxito. Me habían quitado medio tiroides y dos paratiroides. Me daba igual. No es que hubiera tenido mucho trato con ellos.
Mandaron a analizar las muestras de lo que me habían quitado y también de los tejidos circundantes. Ahora tocaba llevar un control exhaustivo de todo, no se sabía cómo proceder en cuanto a tratamiento posterior, por lo que había que esperar. Pasé dos días en el hospital. Algo molesto, como es normal, pero en general bien. Recuerdo tener buen humor. Joder, de momento había sobrevivido y eso ya era bastante. Llevaba veinticinco grapas en el cuello. Las dos semanas siguientes las pasé entre curaciones y seguir dándole a la tecla. Y es que sí, querido lector, seguía empeñado en convertirme algún día en lo que todavía no soy: en un escritor.
Recuerdo que decidí que la novela estaba lista justo cuando me quitaron las grapas del cuello. Y eso de decidir era mucho hablar, porque seguía sin tener mucha idea de cómo hacerlo lo mejor posible y, bueno, simplemente ya estaba escrita y me moría porque la leyeran. Aproveché la poca experiencia ganada el año anterior autopublicando La verdad os hará libres y me lancé. Hice una portada rápida y bastante fea. Detalles sin importancia, pensé. Lo dicho, soy imbécil. En esos momentos no era consciente de lo importante que es TODO a la hora de publicar. Y más si lo haces por tu propia cuenta y riesgo. No comprendí que tenía que releerla varias veces para corregir errores —por otra parte, no estoy seguro de haber sido capaz de localizarlos y enmendarlos por mi cuenta en esos momentos—, no comprendí que lo que primero ve el lector es la portada. Tampoco que la sinopsis es esencial. No, nada de eso. Yo publiqué y ya. Si bien es cierto que la historia estaba mucho más trabajada que en la primera novela, seguía siendo muy inmadura. Me manejaba por las redes sociales todavía con mucha torpeza, pero bueno, la subí y lo publiqué. Para mi sorpresa, y vuelvo a repetir lo de sorpresa, en cuatro horas no sólo entró entre los cien más vendidos sino que se colocó en el número 17 de ventas. Muchos escritores me vendrán con esa tontería de que las listas no son importantes y que nunca las miran. Yo me río de eso. Siempre las miramos. Joder, entrar tan alto, de repente, tras el fracaso de la primera era una inyección que ningún medicamento fue capaz de proporcionarme. Los siguientes días, la novela se mantuvo y comenzaron a llegar las primeras críticas. Ya no eran tan malas. Se me reconocía una evolución y yo no cabía en mí de satisfacción. Lo mejor, que sabía que no había andado ni un dos por ciento del camino todavía. Era consciente de que todavía me quedaba —y me queda— mucho por mejorar. Pero estaba avanzando. Mi propósito era firme y lo iba a lograr.
Ahora sólo quería seguir aprendiendo. De hecho, me centré en eso, en aprender. Comencé a escribir varios relatos para ir practicando, cosas que ni siquiera han visto la luz. Tenía claro que mi siguiente historia debía estar mucho más trabajada. Algo que de verdad mostrara una evolución, algo con lo que se me pudiera tomar en serio. Fue entonces cuando vino una historia a mi cabeza que lo cambiaría todo. Y lo más curioso, lector, es que tú todavía no la has leído. En mi cabeza comenzó a germinarse Siete días de marzo.
A partir de ese momento la cosa se volvió a complicar algo. Qué sería de mi vida sin esos giros de ciento ochenta grados —aunque no estaría mal decir que eran de trescientos sesenta, ya que volvía siempre al mismo punto: al hospital—. Sí, aunque sea difícil de creer, la cosa se complicó, como siempre.
Y como siempre, te voy a dejar con la miel en los labios —aunque eso es mucho presuponer por mi parte— y te lo cuento en una próxima entrega. Puede que te haya gustado este texto, puede que no, pero me encantaría que me lo hicieras saber en el mi correo (BlasRuizGrau@hotmail.com) o en mi twitter (@BlasRuizGrau) donde te cuento las novedades más importantes y, además, demuestro día a día mi retrasito.
Nos vemos, querido lector.
Disfruta la vida. Que son dos días.
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