Juan Ramón Lucas publica una novela sobre los orígenes del feminismo, inspirada parcialmente en su propia madre. El autor reconstruye la historia de España a lo largo de la segunda mitad del siglo XX a través de la mirada de una mujer que, desde su llegada a un mundo, entendió que la única forma de no ser pisoteada pasaba por plantar cara a la vida.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Melina, de Juan Ramón Lucas (Contraluz).
***
La cuna
—Cogéi una cuerda y afogáila.
Amelia Fernández Agüeros vino al mundo cuando no debía y sufrió para vivir un tiempo que no era suyo.
Amelia, a la que todos llamaron siempre Melina, ha sido capaz de cumplir sueños y beber sorbos de felicidad al precio de superar una barrera tras otra mientras entrena una fe en sí misma que aún sigue construyendo.
Tiene la tez oscura, el pelo de un azabache que brilla como el carbón recién lavado y unos ojos negros que ha aprendido a sombrear con fina coquetería.
Se mira al espejo.
Militante de lo perfecto, no termina de gustarse aunque se reconozca hermosa.
Un tocado suave, discreto, con encajes a juego con el vestido blanco, adorna su figura de novia, lista para la liturgia del amor que es para siempre en este tiempo y en este lugar porque lo dicta la ley y lo exige el rigor de la fe católica. No la tiene, aunque la conoció y en algún momento de su vida llegó a atravesarla. Pero no puede sustraerse a sus ceremonias so pena de que la fiesta de la boda no sea ni una cosa ni la otra.
Ni siquiera su padre, el hombre que saludó su nacimiento con una sentencia de muerte, escapa a esa necesidad del rito. Los ritos son las ofrendas que los hombres han hecho siempre a los dioses o a sus propios miedos.
Pepín Fernández, el viejo carpintero, aguarda a la hija que no quiso para llevarla al altar en el que no cree.
Ella lo observa desde su ventana, en la habitación en la que Madre ha terminado de componerla. Está impaciente, como nervioso. Daría Melina su sangre por saber cómo se siente, qué se dice a sí mismo ante lo que está viviendo.
Aparta los dedos del visillo que había retirado para observarle, cuando súbitamente reconoce tras él una figura lejana y familiar. Como le sucedió durante el viaje que cambió su vida. El velo ha caído, ha recuperado su posición, pero a través de su tejido leve Melina confirma una presencia tan inesperada como perturbadora. Muy lentamente, con el pulso disparado y una agitación interior de dimensiones incalculables, vuelve a levantar el visillo.
Es él. Está ahí. Bajo su ventana el día de su boda.
Cierra los ojos mientras se recoloca el ánimo para no derrumbarse. Ojalá la visión haya desaparecido.
Vuelve a abrirlos. Ahí sigue. No alcanza a definir su rostro pero sabe que es él.
Completamente ajeno a la tempestad, Pepín mira el reloj. Fuma impaciente. Es hora de ir saliendo.
Hoy iba a resolverse todo, a empezar un tiempo sereno.
Intuye Melina que ya no va a ser así. Sabe con la certeza con que los marinos se adelantan a las grandes tormentas que esa inesperada visita va a darle la vuelta a su vida.
Completamente.
Porque no habrá tercera vez.
I
Esta no es ni quiere ser una historia de duelos e infortunios. Pero conocer la vida de Melina Fernández, en lo que tuvo de entrega y victoria, compromete a contemplar con cierta perspectiva dónde y cómo empieza. Desde antes incluso del origen.
Sin hurtar los filos ni escapar de las tragedias. Todo cuenta. Todo influyó.
Asturias, año 1934. República española. Mieres del Camín, en la cuenca minera del río Caudal.
En la casa de Pepín Fernández y Chayo Agüeros, en un septiembre lluvioso y triste que esa mañana volvió a iluminarse, acababa de nacer Amelia, que así la iban a llamar, como la que años antes se negó a hacerlo.
Don Sebas y la partera no lo habían tenido fácil. Parecía la criatura venir de nalgas, y se temió el médico lo peor, pero quién sabe si por la Providencia o por la suerte misma, al final se debió de girar la niña, y después de muchas contracciones y dolores que Rosario no recordaba de los otros partos, terminó deslizándose hacia fuera casi como un pez.
—Es niña —informó el doctor.
La partera limpió a la recién nacida y la depositó sin mucho miramiento sobre el pecho de Chayo, que sonrió serena llenándose del tibio calor del cuerpecito que acababa de alumbrar. Niña, también. Y de piel sorprendentemente oscura. Por un instante venció a la memoria reciente e inevitable de las pérdidas. Casi fue feliz.
—Baja a la carpintería —había ordenado entonces el médico a su ayudante— y díselo a Pepín, que ta con su gente preparando la revolución. Vaya día para cambiar el mundo —añadió mientras metía los brazos en el aguamanil.
Cuando la partera entró en la carpintería había un bullicio de voces masculinas amontonadas que su llegada cortó de cuajo, como un disparo.
—Chayo ta muy bien. Y la cría también.
Un silencio repentino espesó el aire de la carpintería.
El grupo de hombres allí reunidos, gente curtida en las revueltas y dispuesta a llegar a todo por su causa, se plegó por un momento a la oportunidad de la feliz noticia.
—Bien —alzó la voz alguno.
—Enhorabuena, Pepín —felicitó otro con franqueza.
Mineros del sindicato minero SOMA de la UGT, socialistas como Pepín, algún ganadero, el hijo de Julián, que era anarquista, y Aníbal, picador y comunista, habitaban a esa hora aquel lugar en el que lo mismo se armaban muebles que revueltas, se montaban y encolaban armarios que se organizaban estrategias de revolución.
Pepín Fernández no respondió. Cerró los ojos, desnudó de cualquier expresión su rostro y emitió la sentencia:
—Cogéi una cuerda y afogáila.
Hasta Nolo Carrizón, su amigo más cercano, enmudeció asombrado.
Insistió Pepín.
—Afogáila.
A lo lejos, un juramento siguió al violento chirrido de un freno de carro. Algo se había roto fuera. Dentro, hasta el tiempo aguantó la respiración.
Se sintió Nolo en la obligación de rasgar el silencio.
—Ye tu hija, Pepín, no jodas.
Rubio y recio, altivo, con el recuerdo perenne de una cicatriz de bala que le dejó un lance mal calculado, Nolo Carrizón fijó sus ojos azul aguaclara en su amigo, que le sostuvo la mirada.
—Por eso.
*
Coged una cuerda y ahogadla.
Justo sobre la carpintería, con apenas un entarimado de simples tablas separando las estancias, Chayo escuchó con claridad a su hombre, el silencio de después y las palabras de Nolo recordándole lo obvio.
La frase le provocó una intensa quemazón que acabó con la balsámica placidez del contacto con la piel de su hija. Apretó a la niña contra sí hasta hacerla llorar.
Sabía que aquello era más ira que voluntad, que no había deseo ni intención, sino la amarga ironía de una decepción. Pero dolió.
E intuyó que esas palabras se iban a quedar entre ellos de una u otra forma. Quizá también en la vida de esa niña recién nacida.
Si hay algo para siempre, sería eso.
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Autor: Juan Ramón Lucas. Título: Melina. Editorial: Contraluz. Venta: Todostuslibros.
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