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Asomarse al otro lado

Asomarse al otro lado

Memoria de un puerto

Para los asturianos el puerto de Pajares venía siendo hasta ahora una frontera, pero también una suerte de barrera protectora. Sus montañas de hechuras mitológicas, la niebla eterna que las envuelve en cualquier época del año, las nieves que se prenden a sus cumbres con los primeros aires del invierno y permanecen en ellas hasta que agoniza la primavera, alimentaron el mito del territorio inexpugnable que no se corresponde del todo con la realidad histórica —en Asturias penetraron los romanos y los musulmanes, desde aquí se establecieron relaciones con la corte de Carlomagno en Aquisgrán y se enviaron embajadores a Inglaterra para recabar apoyos frente a Napoleón; también fue éste el lugar de España que primero acogió las brisas vivificadoras de la Ilustración y desde aquí, en fin, se irradió aquella luz solidaria a la que cantó Chicho Sánchez Ferlosio—, pero en el que nos gusta recrearnos cuando cedemos a la tentación de sucumbir a nuestras veleidades más chovinistas. El puerto de Pajares también era hasta ahora el responsable de que los desplazamientos por tren a la meseta se alargaran durante un tiempo que a los foráneos les resultaba inverosímil y que convertía los trayectos a León, Valladolid, Madrid o más allá en una pequeña odisea que convenía afrontar con el alma apaciguada y las prisas abolidas. La tardanza, al fin y al cabo, tenía recompensa: durante esa hora larga que los vagones empleaban en subir dificultosamente la endiablada rampa, a una velocidad que nunca superaba los treinta o cuarenta kilómetros por hora, los teléfonos móviles se quedaban sin cobertura y el paisaje regalaba unas vistas portentosas que permitían a uno olvidarse de la finalidad de su viaje y atender a los prodigios que brindaba el viaje mismo. En lo alto, a punto de llegar a la cima, los más avezados permanecíamos atentos para distinguir, al otro lado de la ventanilla, la silueta desvaída de la antigua estación, abandonada mucho tiempo atrás, que observaba silenciosa las idas y venidas de unos trenes que ya no la tenían en cuenta. En más de una ocasión me acordé, en el transcurso de tan tortuoso periplo, de Juan Benet y del tiempo que pasó trabajando en esos mismos parajes, cuando rondaba los treinta años de edad e iba apuntalando su carrera como ingeniero al tiempo que daba forma a otra vocación más íntima que comenzó a cristalizar entre estos montes. Había publicado entonces una pequeña obra teatral y un libro de cuentos cuya edición había costeado él de su propio bolsillo, y empleaba las horas de ocio que le permitían sus labores enfrascándose en la lectura de los libros que llevaba consigo y que le hacían compañía en unas noches norteñas que imagino tan oscuras como gélidas. En algún momento, probablemente mientras tomaba una copa al filo del atardecer en la cafetería del parador de Pajares, se puso a tomar unas notas con las que pretendía dar con la razón que llevaba a que a él le parecieran insoportables las tragedias de Racine que, sin embargo, adoraba Proust. Comenzaba a nacer en aquel momento uno de los ensayos más importantes de la literatura española del siglo XX, en tanto que suponía una impugnación a la mayor parte de cuanto se había escrito en el país durante los siglos anteriores, pero también una declaración de principios de alguien que se proponía recuperar unos mimbres que, según su criterio, se habrían ido descomponiendo a partir del Siglo de Oro: «El escritor español del siglo XVI en adelante le vuelve definitivamente la espalda al estilo noble —el grand style que dicen los ingleses— para regocijarse con las delicias, de diversa índole, del costumbrismo.» La inspiración y el estilo se publicó en 1965 y generó en determinados círculos intelectuales la controversia que a partir de entonces acompañaría todos y cada uno de los títulos que iría dando a imprenta su autor, un Benet decidido a renovar las letras españolas por el método de elevarlas sobre esa querencia costumbrista que él repudiaba y que habría tenido en Galdós a uno de sus mayores exponentes. El ensayo, tal y como explicó en su día Francisco García Pérez, uno de los mayores expertos en el corpus benetiano, se propone «indagar la razón por la cual, la contrario que en otros países, se produjo en España este rebajamiento, esta «recaída en el tipismo, la vuelta rastrera a las esencias regionales, la consagración del lenguaje en los altares del costumbrismo, el abandono definitivo de todo apetito de grandeza» como «resultado de una mentalidad que quiso enseñarlo todo, pero que se olvidó de que para hacerse entender era menester también inventar un lenguaje de persuasión», un estilo». Me resulta curioso que la reedición de ese ensayo en el sello Debolsillo coincida con la inauguración de la variante ferroviaria que expulsará definitivamente a los trenes de esa rampa de Pajares que tan próxima se encuentra al parador donde alumbró Benet sus primeras conclusiones. Desde su faceta de ingeniero, él habría disfrutado conociendo ese túnel que perfora los montes y abre un camino nuevo y directo para las mercancías y las personas. Pero, dada su afición impenitente por los viajes largos e intrincados —y preferiblemente invernales—, puede que también hubiese llegado a la conclusión de que había algo importante que se sacrificaba en los altares del progreso. Quizá esa ventana abierta al tiempo muerto que le permitió ponerse a pensar en un velador solitario de un hospedaje medio vacío, coger papel y bolígrafo y bosquejar unas palabras que explicaran cómo era que a él le inspiraba tanto sopor Racine y, en cambio, disfrutaba como un niño con las novelas de Stevenson, y dejar que en esa pregunta se asentaran los cimientos de una obra irrenunciable.

La gestión y la política

"Lo relevante es que un cargo público pueda considerar negativo que el hecho de que una institución de carácter nacional desarrolle intervenciones en todo el país"

El Museo del Prado lleva haciendo préstamos a otros museos e instituciones de toda España desde hace al menos siglo y medio, pero incomprensiblemente el consejero de Cultura de la Comunidad de Madrid, Mariano de Paco su nombre, ignoraba este asunto. Ha hecho pública una declaración institucional donde ataca al actual ministro de Cultura por su supuesto afán de «descapitalizar» el museo llevando algunas de sus obras a otras comunidades autónomas. La cuestión es que, sea por ignorancia o por mala fe, el consejero de Cultura miente, y si la primera posibilidad es preocupante por cuanto no debería ocupar una responsabilidad de ese calibre quien desconoce los postulados más básicos de la gestión museística, lo segundo resulta especialmente grave porque supone enfangar el prestigio de una institución ejemplar con el único propósito de obtener un rédito político. En su desdichada alocución —sin duda él creyó que sería una maniobra sagaz; la realidad es que ha terminado haciendo el ridículo de su vida—, De Paco se refería sin nombrarlo a un programa denominado Prado Extendido  que puso en marcha el propio Museo, con el que nada tenía que ver el ministro —quien tan sólo se limitó a brindarle su apoyo— y que para colmo se presentó en público hace nada menos que un año. Poco importó que el mencionado programa no contemple préstamos, sino la reorganización de los fondos pertenecientes a El Prado que ya se encuentran en depósitos fuera de la institución, porque se ve que el consejero ni siquiera encontró tiempo para informarse de la naturaleza de aquello que criticaba antes de vilipendiarlo. Lo relevante es que un cargo público pueda considerar negativo que el hecho de que una institución de carácter nacional desarrolle intervenciones en todo el país, y no sólo en el lugar donde tiene su sede física, y vea en la acción cultural y la difusión del patrimonio no unas herramientas para la cohesión social y territorial, sino una excusa para saltar a la palestra con arengas trasnochadas y fallidas. Se dice mucho que la gestión cultural debe permanecer al margen de la política y no estoy de acuerdo con el axioma porque toda gestión tiene una visión política que es, al fin y al cabo, la que determina sus líneas maestras. Lo que en ningún caso se debe hacer, cuando uno es consejero de Cultura de una comunidad autónoma, es ponerse ante las cámaras para soltar la primera ocurrencia que se le pasa por la cabeza.

El animal más peligroso

Se dirimen en una cumbre las responsabilidades de los gobiernos en el cambio climático, y Pepe Noval recuerda que, en 1963, el zoológico del Bronx anunció la exhibición del animal más peligroso del mundo —The most dangerous animal in the world, anunciaban los carteles— y miles de personas acudieron hasta allí atraídas por el reclamo. Se encontraron una especie de caja negra presidida por una ventanita con barrotes a la que debían aproximarse para contemplar con las debidas precauciones aquel prodigio diabólico de la naturaleza. Cuando, no sin algún que otro temor, se acercaban hasta ella y se asomaban, lo que veían al otro lado era un espejo.

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Ricarrob
Ricarrob
1 año hace

Sobre el tema del Prado y del ministrín hay ya un artículo del sr. Mayoral hoy mismo en Zenda. También mi contestación al mismo.

A usted, sr, Barrero, solamente decirle que no estoy de acuerdo en que la gestión de la cultura deba estar unida a la política. El resultado de ello es que, con la alternancia política deseable en democracia, la gestión se convierta en un maremagnum de cambios, de caprichos del ministrín de turno y de aplicaciones dogmáticas del presidentín de turno.

La cultura no debe ser manipulable ni dirigible. Solo gestionable. Sin ideologìa, sin dogmatismo, sin partidismo.

Dejar cosas como la cultura o la educación en manos de cualquiera, es como darle a un tonto una tiza. En este caso, no sólo gastará la tiza sino que romperá la pizarra y… las paredes… y los cuadros.