«El perro, pocas veces ha logrado elevar al hombre a su nivel de sagacidad,
pero el hombre, con frecuencia, ha bajado al perro a su nivel».
(James Thurber)
Muchas interrogantes se quedan atrapadas en el tejido de Un amor, película adaptada por Isabel Coixet a partir de la novela de Sara Mesa. Sin embargo, una pregunta nos remece intensamente ¿quién es el animal? Por lo visto, nuestra condición humana no nos libra de ser más peligrosos y menos amistosos, en comparación con los animales. La dureza del tema, nos enfrenta con un ambiente tan arisco como la geografía y como los habitantes de aquel pueblo perdido, entre las montañas profundas de España. Un mundo áspero, inflexible y agresivo para una mujer soltera e independiente que quiere abrirse camino por sí misma, liberada prejuicios, de jefes y del sistema, en una nueva etapa vital, de aparente libertad. Un pueblo donde parece no suceder nada, pero pasa de todo: encuentros, desencuentros, desconfianza, violencia, hipocresía, prepotencia, injusticia. La protagonista desafía el enorme telón de indiferencia, hostilidad y frialdad de sus pobladores y paga un alto precio con el único valor que le queda: su dignidad. En medio de esta pesadilla, sólo su indefenso perro, con profundas marcas emocionales y corporales, infligidas por sus anteriores amos, será el único que permanece junto a ella hasta el final. Sus vidas paralelas y solitarias, tambalean y se derrumban, como la propia casa que habitan ante las vicisitudes. Una suerte de retorno a una de las más conocidas y repetidas frases: “el perro es el mejor amigo del hombre”.
En la amplísima y lúcida entrevista, titulada Una conversación con Enrique Gallud Jardiel (Ápeiron Ediciones, 2023), el escritor-entrevistador Roberto Vivero, plantea una interesante reflexión sobre la esencia idealizada del hombre, a través de las características de los perros: “inteligencia, bondad, lealtad, obediencia, curiosidad, amor incondicional, capacidad de sacrificio” y en una pregunta parece resumir la proyección de la propia película: ¿Crees que en el perro, el hombre ha materializado el ideal de humanidad y, por tanto, se puede decir que el único ser humano es el perro? A lo que Gallud Jardiel, prolífico escritor, ensayista, profesor, cómico, hombre de teatro, viajero y visionario, responde: “sólo los que amamos a los perros tenemos el deber de repararles los daños que otros le han infligido”, como sucede en la trama del film. Su admiración y apego por los canes le ha permitido escribir, con conocimiento de causa, una Historia cómica de los perros. Un libro casi enciclopédico sobre el amor a estos animales, porque cree que únicamente los perros unen su destino al de los humanos para afrontar juntos las adversidades. En esta Conversación, entre otros temas y anécdotas recuerda cómo su hermano, que había caído al río, fue salvado por su perro cuando era un niño. La devoción por estos animales parece heredada de su abuelo, el conocido escritor y dramaturgo, Enrique Jardiel Poncela, que escribió relatos en El fiel amigo del hombre y aparte de otros libros.
Los perros siempre han tenido una notable presencia en la literatura y en la pintura de todos los tiempos, igual que en el cine, en los cómics y, más adelante, en la televisión. En Las Meninas de Diego Velásquez, el perro aparece integrado entre la infanta Margarita, hija de Felipe IV y sus meninas. En Dolor compartido del pintor francés Alfred de Dreux, una viuda sobrelleva el duelo, rodeada de sus fieles mascotas. En la pintura Salvada del inglés Edwin Lanseer, el perro sostiene a una niña entre sus patas, mientras levanta su cabeza al cielo para implorar por su vida. En Madame Bocion y su perro, del pintor suizo François Bocion, la mujer le abraza y juntos miran el mismo horizonte esperanzador.
En una de las pinturas negras de Francisco de Goya, el Perro semi hundido, asoma su cabeza en la parte inferior del cuadro, como único habitante del desolador entorno. Casi el mismo ambiente adverso, presenta el cuadro Esperanza diferida de Briton Rivière, en el que la mujer y su perro, observan el tormentoso mar, al borde del acantilado y quizás de la vida. Situación similar sucede al final de la película, cuando la protagonista despojada de todo, incluso de su dignidad y, casi al filo del gran abismo de su existencia, con el aire y el baile, paliativos de resistencia, ve reaparecer a su perro fiel, como única tabla de salvación. Cuando la humanidad, cada vez más deshumanizada, nos falla, siempre hallaremos el amor de este sensible animal. Aquí se cumple la conocida sentencia latina: “el hombre es el lobo para el hombre”, cuya imagen se refleja en el espejo de su propia condición, mimetizada y exteriorizada en las formas puntiagudas y rocosas de la vida.
Siempre me sentí identificada con aquella niña sentada junto a su perro, mientras él la mira con atención en La niña descansando en un paisaje con su perro, del pintor alemán, Friedrich August von Kaulbach. Igual que ella, crecí rodeada de estos nobles animales, que se sucedieron unos a otros, como miembros de nuestra familia, a lo largo de cada etapa entre la niñez y la adolescencia: Dixi, extremadamente dócil y afable; Polís, protector y tierno; Vronsky, juguetón y osado; Shena, mansa y delicada. El último fue Apolo, nombre que mi padre le puso, en honor al dios de la mitología griega por ser audaz, brioso y bello. De ellos, casi todos pastores alemanes, aprendimos las más elevadas lecciones de compañerismo, ternura e inconmensurable gratitud. Con su alegría juguetona y desbordante, contuvieron las revoluciones de nuestra adolescencia y, como aliados, encubrieron nuestras travesuras. Cuántas veces transformaron nuestras penas en alegrías y en su compañía silenciosa encontramos el consuelo más vivificante. No sólo compartimos el pan, sino los juegos y los quehaceres de cada día. Velaron nuestros sueños y fueron protagonistas de cada reto al despertar. Como Argos, el perro de Ulises, nos reconocieron a la distancia, nos acompañaron con lealtad como Lassie. Permanecieron a nuestro lado como Totó, el fiel compañero de Dorothy, en el Mago de Oz. Con su mirada nos relataron sus aventuras y desventuras, igual que Berganza y Cipión del Coloquio de los Perros de Miguel de Cervantes.
Estos leales amigos, dotados de una inteligencia especial poseen una extremada sensibilidad y un sentido de protección innatos. Su fino olfato es capaz de captar todos los extremos del ser humano: bondad o crueldad, aceptación o rechazo, agrado o desagrado, amor o desamor, pero no conocen de odios, ni de enemistad. Quizás deberíamos elegir siempre la compañía del perro y como Freud preguntarnos ¿qué objeción pueden tener estos seres? Ellos tienen un comportamiento íntegro y auténtico ante sus amos, aunque éstos sean despiadados. Para el perro no existen diferencias, ni partidos, ni colores, ni apellidos, ni cargos, ni dinero que valga. Sus desarrolladas orejas están preparadas para oír las más disparatadas palabras, pero las almacena y calla. Con su mirada transparente y vidriosa lo escanea todo, inclusive los hechos insólitos e innegables, pero su conmovedora discreción condensa la mayor prueba de sumisión. Sin duda, el perro ha hecho un voto de silencio como visto bueno de aceptación total, de las fortalezas y debilidades, aciertos y errores de sus dueños. Su grandeza radica en las cualidades más legítimas de entrega, compañerismo y lealtad total. Su discurso de fidelidad es más palpable que la condición humana del propio ser humano.
Si el perro hablase, callaría nuestros pecados, como se guardan los secretos de confesión y nos absolvería. Tomaría nuestra mano, nos llevaría por los atajos más silenciosos del camino, bebería nuestro llanto y lamería las heridas. Sus filudos dientes morderían los dolores más intensos hasta pulverizarlos y se tragaría las dificultades. Con su cola limpiaría los pasos equivocados y nos reencaminaría sin juzgarnos. Vigilaría nuestros sueños más profundos y nos ofrecería la almohada reconfortante de su peludo cuerpo. Nos abrazaría eufórico como la más significativa evidencia de amistad y conexión.
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