Dice Rubén Martín Díaz (Albacete, 1980) de su poemario Lírica industrial que ha tratado de “poner de manifiesto la soledad del hombre frente a la máquina”. Esa forma suya de mirar desde la poesía la disyuntiva entre ambos mundos le ha valido al poeta el premio Alegría del Ayuntamiento de Santander en su 27 edición. El jurado destacó “su capacidad de enfrentar desde la vida que, a través del milagro de la sorpresa, de la fuerza del instante, soporta la existencia frente a un medio hostil, mecánico e inhumano».
Rubén Martín Díaz recibió el Premio Adonáis en 2009 y el Premio El Ojo Crítico de RNE en 2010 por su obra El minuto interior (Rialp, 2010). Posteriormente, ha publicado los libros de poemas El mirador de piedra (Visor, 2012), Arquitectura o sueño (La Isla de Siltolá, 2015), Fracturas (Nausícaä, 2016), Un tigre se aleja (Renacimiento, 2021) y Lírica industrial (Rialp, 2023). Además, es autor del libro de cuentos Azul nocturno (La Isla de Siltolá, 2016). Por su obra poética ha recibido, entre otras distinciones, los premios internacionales Hermanos Argensola, Barcarola y Alegría.
Lírica industrial (Ediciones Rialp, Colección Adonáis) parte de dos citas, en apariencia antagónicas ―una del dibujante Guy Delisle y otra del poeta San Juan de la Cruz―. Desde ahí, los poemas van abriéndose paso buscando la luminosidad de la vida sin olvidar su temporalidad, el amor y la gozosa presencia de los hijos. A continuación compartimos siete poemas de Lírica industrial.
***
POLÍGONO INDUSTRIAL
Amaneció con lluvia en el polígono;
la luz de las farolas descolgándose
en hilos infinitos,
como hojas de palmera
bajo el sol vertical del mes de agosto.
Pero no era verano, sino invierno.
Y sin duda llovía en esas calles.
El alba derramaba contra el mundo
–un mundo con sus prisas, sus atascos–
los oscuros depósitos del cielo
a la manera de las ubres duras,
rebosantes y líquidas
de una vaca vaciándose despacio
en la boca sedienta del ternero.
Me detuve en silencio a contemplar
los dones ignorados;
vi mares derrumbarse sobre mí:
mi cuerpo bajo el agua,
los ojos conmovidos de pureza.
Pensé que en el repique de la lluvia
contra el suelo de asfalto,
también contra el tejado de las fábricas,
lo vivo festejaba su existencia:
el triunfo natural de lo absoluto
sobre el marco impostado de los hombres.
***
QUÍMICA LETAL
Con qué puro placer
posa su leve cuerpo en la alambrada
un simple pajarillo,
mientras prende a lo lejos
–con aguja de sol– la tierra al cielo,
y un reguero de luz
despierta los océanos del este
y los jardines vivos
de la aurora.
Parece, al fin, que nada
pudiera deshacer tanta belleza,
y, sin embargo, al lado del gorrión,
bajo el canto afinado de su gozo,
descansan en palés
no menos de doscientos sacos blancos
de un veneno letal como la horca,
un verdugo –guadaña de la muerte–
llamado Bisfenol.
Trenzan los vientos la mañana nueva
después de la ceniza de la noche,
y ahora el pajarillo de la vida
guarda al fondo de sí
cuatro acordes de luz,
la melodía pura de las nubes,
al tiempo que una sombra lo penetra
y pone la semilla de la muerte
en el cuerpo quebrado
contra el suelo.
***
GORRIONES
En soledad,
aunque no lo precise,
he puesto mi mirada entre las cosas
que todos tienen cerca
y nadie ve.
Extraño es contemplar la realidad
sin prisas,
sin lamentos ni agobios,
seguro de alcanzar lo perdurable,
lo que queda –en esencia–
desnudo al despojarlo de su cáscara.
Y es la pura verdad, que me golpea.
Y es tan cierto que duele.
Alguien dijo que un pájaro
tan pobre como lo es
un sencillo gorrión de la ciudad
no canta,
que no puede cantar,
que es este un don de largo inmerecido
para un ave discreta.
En mis poemas, sin embargo,
los gorriones elevan su conciencia
por encima de todo,
entonan melodías sorprendentes
que propagan sus límites
y despejan el aire revelado
del humo de vehículos y fábricas.
En el ciclo latente de la vida
y en el propio poema,
no todo está perdido ni es real
lo que real parece.
***
ACCIDENTE LABORAL
Prendió en llamas la ropa
puesta en el técnico,
mojada en acetona.
Fuego azul como nunca
se había visto
subiéndole del pecho a la garganta,
abrasando la piel,
mordiendo las entrañas y los gritos
del hombre que,
con prisas y pesares,
no lograba romperse la camisa
ni sacarla de cuajo;
lo impedía una máscara con filtros
y unas gafas que, al menos,
protegían sus ojos.
El hombre al suelo, revolcado,
haciendo por vivir, pataleando,
rogando por favor
y por la vida,
rogando por su vida
que lo apaguen,
que le quiten de encima a ese demonio.
Y el fuego espeso, arrinconado,
rosigando su carne,
ganando cada palmo de terreno,
conquistando la herida,
buscándole la muerte, y no la encuentra,
buscando sobre todo
su dolor.
***
LA LLAMADA
Soñé que en el idioma de las máquinas
el poema se hacía cuerpo,
y que vibraba,
y era pura emoción
la palabra no escrita, la palabra sin letras,
tejida con estímulos,
obrada con humanos sentimientos.
Me acerqué, puse cerca del autómata
mi oído,
y pude percibir
el vértigo de su reclamo,
la pura desnudez
del canto,
como vida brotando de la máquina:
un torrente impreciso pero cierto.
Su artificiosidad
cobró forma de luz,
cegó mis ojos
y pude ver con la intuición;
sentir, al otro lado de la piel,
la palabra que vino a convocarme.
Algo habló para mí
desde un lugar remoto, inaccesible,
en un instante que, a su vez,
podría simular cualquier instante
o, por contra, ninguno.
Y fue honesto y hermoso.
Y no encuentro razón. Y fue verdad.
***
BLANCA DUERME
La escucho respirar pausadamente,
con calma –casi imperceptible el aire
suspirado–, ya lejos
de toda desazón, de todo miedo.
Es tan pequeña que parece el nido
de un pájaro abrumado por la noche.
La intuyo distraída allá en su mundo,
ausente del poema, desligada
del padre que la vio nacer. Y aquí,
al otro lado de ese sueño, siento
clavarse en mí el punzón de la nostalgia
con la fuerza absoluta del amor.
***
EL ÚLTIMO VUELO
Ha levantado el vuelo
y, a su vez,
el día se sustenta en equilibrio.
Amanece de blanco
la belleza.
Es sutil el paisaje en la caricia
del alma. Se respira
emoción en los árboles,
lenta longevidad
de río.
Y ahora hincha el aire
su palabra de luz contra las cosas,
escribe sobre el cuerpo
lo intangible,
da volumen de cielo al roquedal.
Todo es fulguración,
instinto propio.
La vida
se expande en sus hechuras.
El bosque amplía
los espacios limítrofes del hombre
y la naturaleza.
Posa su vuelo el pájaro
sobre la rama,
y el leve movimiento de las hojas
–propagado
del tronco a la raíz–
hace temblar al mundo, lo destroza
en hermosos pedazos.
No es solo el hecho
de un pájaro apoyado en una rama;
es, casi, la certeza
de que un humilde gesto en nuestra vida
puede cambiarlo todo.
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