En ocasiones, la sonoridad, la belleza y la potencia evocadora de los vocablos no se corresponden con la humildad práctica de los objetos mentados. Herramientas gastadas por los siglos, llegan hasta nosotros, que tenemos pie y medio metidos, querámoslo o no, en los ignotos continentes de la IA, para brindarnos con su timbre y su brillo apagado metáforas, correlatos y símbolos que abrochen el tejido siempre disperso del vivir y el escribir, del estar.
Los casos y las cosas que nos presenta Ernesto Calabuig (Madrid, 1966) en Todo tan fugaz corresponden a este tipo de pesca preñada de paciencia, habilidad, recursos y sabiduría para saber colocarse en el lugar propicio de la corriente, y capturar, con elegancia y contención, pedazos vivos de existencia. No acude para ello a las máscaras de la ficción, a dirigir, como en un libro de relatos al uso, a un conjunto de personajes que deambulan por el presente y recitan el papel que les dio su autor. Calabuig prefiere el monólogo dramático del director de escena que, acabada la función, bajo la luz del foco, desnudo sobre las tablas, comparte con los espectadores una suerte de testamento vital. Una serie de puntos articulares, dolorosos algunos, tristes otros, sin apenas artificio, al natural, tal como se presenta la vida en ocasiones ante la luz de la memoria cuando la juventud flota lejana como una isla en medio del océano y asoman ya en el horizonte, aunque lejanas, las cordilleras inciertas de la vejez. Y el escritor hace balance. Y el profesor de Filosofía que es Ernesto Calabuig no echa mano de los tópicos y manuales al uso porque sabe, como Montaigne, como los clásicos amados por Montaigne, que es en la vida buena, en la vida dotada de sentido desde adentro, donde reside la utilidad insobornable de la filosofía.
La infancia. Las estampas que perduran aún en la retina del escritor, impregnadas de vida, como polaroids de la memoria. Veranos frente al mar, en Cullera, en Gandía, en Palma de Mallorca. Retales que permitan, aun precariamente, aunque sea solo en la escritura, acariciar con tacto las fragilidades del yo. La juventud. Los amigos del colegio que se reúnen para enterrar a uno de ellos. La vieja camaradería de los abrazos, la pervivencia de aquel rasgo y aquel gesto en rostros y cuerpos adentrados en la edad adulta. El presente. La capital inhóspita atravesada en moto la mañana de un día laborable, protegida la conciencia de la intemperie por la intimidad del casco. Las viejas deudas con la figura paterna que uno no deja nunca de saldar. La factura sin pagar que la memoria gira una noche de insomnio y nos obliga, lo queramos o no, a servir una copa a esa sombra pide ser escuchada una vez más. La vida en pareja. El empeño en que el blando desfile de los días no sofoque la llama de la complicidad y el brillo de la alegría. Rescatados momentos en la fugacidad metropolitana, como aquellas páginas en que el autor, perdido con un mapa arrugado por los túneles de la red de metro, conoce a un muchacho italiano que le da unas indicaciones y lo acompaña unas cuantas paradas mientras ambos cantan a capela canciones de Battiato y Fabrizio de André. La amistad cómplice de dos tipos que no volverán a verse. Un rostro humano en la ciudad llena de caras. O el hermoso relato del ascenso y caída de Katrin Krabbe, la velocista germana, ídolo de la RDA en los años ochenta, implicada en un turbio asunto de dopaje y cuyo testimonio, tras perderlo todo, constituye una verdadera lección de vida.
Los textos de Todo tan fugaz parecen decirnos que ese es libro que quería, que necesitaba escribir en estos momentos Ernesto Calabuig. Que pertrechado con el precario utillaje del oficio, de la conciencia, de la memoria y una visión ética sobre el mundo, es posible hundir la mirada en el presente profundo que somos y capturar fragmentos preciosos de vida entre la malla del retel.
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Autor: Ernesto Calabuig. Título: Todo tan fugaz. Editorial: Tres Hermanas. Venta: Todos tus libros.
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