Catorce relevantes escritores se han unido en Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa, libro gratuito de Zenda patrocinado por Iberdrola. Sergio del Molino se encarga de recordar la historia del descubrimiento de los yacimientos de Pompeya y Herculano a cargo del ingeniero y militar zaragozano Roque Joaquín de Alcubierre, y de cómo le apartaron de sus hallazgos, en Un verdadero napolitano.
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Apenas comió y no contribuyó más que con tres o cuatro monosílabos a la tertulia de sobremesa, que se alargaba en torno a los manteles cubiertos de pastelillos, turrones y café. La princesa le preguntó si le había comido la lengua el gato, pero ni esos coqueteos le arrancaron más que una sonrisa cansada y una excusa vaga: llevo varias noches sin dormir, excelencia, este calor…
—Tiene que cuidarse, amigo mío. Pasa mucho tiempo al sol, todo el día en las trincheras, respirando polvo. Prométame que va a descansar. Esta tarde se vuelve a Nápoles con nosotros, y mañana viene usted a mi conversazione. Es una orden, no me obligue a llamar al rey para que lo haga oficial.
Roque Joaquín de Alcubierre suspiró y volvió a sonreír. Asintió lo justo para satisfacer a la princesa, a la que nadie nunca había negado nada y no acostumbraba a hacerse de rogar en las invitaciones. No le faltaban motivos: media corte se daba codazos y empujones para dejarse ver en una de sus famosas conversazioni. Bajo ese nombre inocente y civilizado, la princesa celebraba bacanales dignas de Caius Apicius. Se servían montañas de ostras, piscinas de bogavantes que nadaban en mantequilla, bueyes enteros rellenos de faisanes, carretas de foie gras y quién sabe si unicornios asados con el cuerno relleno de ambrosía, sirenas recién capturadas en la misma isla de Trinacia y minotauros guisados al vapor y envueltos en finas empanadillas de hojaldre. Y, por supuesto, vino hasta ahogarse, cubas y cubas, fuentes de las que manaba directamente el tinto de las vides del Vesubio, tan peculiar, pues los granos de las uvas contenían aún la llama del monte, transmitida a través de la tierra volcánica en la que crecían. En las conversazioni de la princesa apenas se conversaba, pero se reía hasta perder el sentido. A su lado, las orgías vaticanas de los Borgia parecían una reunión de beatas a la salida de misa.
El ingeniero sabía bien cuánto había de exageración en todo eso y cuánto disfrutaba la princesa haciendo correr su propia leyenda, pero también sabía que aquellas fiestas, pese a no ser tan excesivas como las soñaban algunos, tampoco eran precisamente conversazioni galantes. Para disfrutarlas hacía falta una disposición, una alegría de vivir (unas ganas de farra, vaya), que estaba muy lejos de su ánimo aquella tarde de primavera. Debía de ser la única persona de todo el reino sin ganas de arrancarse con un aria o de dar palmas al ritmo de una tarantela. Allí, ante el Mediterráneo azulísimo que mojaba Torre Annunziata, bajo el penacho gris eterno del volcán y con el zumo de las últimas naranjas recién exprimido en las jícaras, no había sitio para la tristeza. Nápoles era el lugar más feliz de la tierra. Hasta los pobres de solemnidad, hasta las viudas de la peste, hasta los niños con llagas purulentas, todo el mundo era feliz en Nápoles. Salvo el ingeniero jefe militar de la corte Roque Joaquín de Alcubierre, que maldecía para sí a Dios santo, al rey niño, a los eruditos a la violeta y a todos los sabios de las malditas Alemanias que se habían conchabado para amargarle aquel almuerzo campestre y la vida entera, de paso.
Carlo, que sospechaba la razón de su amargura, le dijo a la princesa que no insistiera:
—Déjelo, excelencia, ayer se enteró de que el alemán ya ha llegado a la corte.
—Ay, mi querido amigo. Lo lamento en el alma. Razón de más para distraerse. ¿Quiere que su enemigo mortal le encuentre enfurruñado? No le conceda esa satisfacción. Baile, cante, ría, chinche todo lo que pueda a ese batracio teutón.
Carlo miró a Alcubierre arrepentido: había querido ayudar, pero sólo espoleó más a la princesa. Lo siento, dijo sin palabras, con ojos de perro. Sentía haber mentado al innombrable porco tedesco. Alcubierre le dijo con el gesto que no importaba, que no había invocado él al maldito Winckelmann, pues hacía mucho que ocupaba todos sus pensamientos y le impedía disfrutar de los placeres italianos, como el de aquel sol de primavera en Torre Annunziata. No desapareció de sus meninges durante la visita a Pompeya. Mientras enseñaba a la princesa y a sus amigos las últimas excavaciones, maldecía su perra suerte y clamaba contra ese rey niñato y provinciano que se dejaba deslumbrar por cualquier imbécil que viniera del norte farfullando germanías. No se apaciguó ni cuando enseñó los objetos obscenos que el arzobispo había ordenado retirar de la mirada pública y que fueron los que más divirtieron a la princesa (¿me lo puedo llevar para que me acompañe en la alcoba?, dijo sosteniendo un príapo magnífico que hizo enrojecer al ingeniero hasta el occipucio: ¿qué se supone que debía contestarle? Bien estaba que a la princesa le divirtiese incomodar la dignidad de sus galones y de sus canas, pero a veces se pasaba de castaño a oscuro). Ni siquiera se relajó a primera hora de la excursión, en las calles de Herculano, cuando les enseñó la máquina de desenrollar libros que había mandado construir para poder leer la biblioteca de la Villa de los Papiros. Le entusiasmaba tanto ese artilugio que, al hablar de él, solía olvidarse de todos los dolores y enfados que llevaba encima, pero esa mañana sólo podía pensar en las injurias del alemán. De hecho, el ruido de la máquina le retorcía los hígados: mientras la accionaba, deseaba meter en sus engranajes a Winckelmann, para que se quejase con razón de los destrozos y descoyuntas.
La historia era tan previsible y se había escrito tantas veces que Alcubierre no daba crédito de ser su víctima. Se sentía triturado por un cliché, derrotado por un enemigo de polichinela. Johann Joachim Winckelmann ansiaba poner sus garras sobre Pompeya y Herculano desde que se instaló en Roma como inspector de antigüedades. ¡Oh, el maestro Winckelmann, qué honor tan grande para un reino tan pequeño! El gran erudito, el preceptor del neoclasicismo, el autor de la Historia del arte de la Antigüedad, no soportaba vivir a tan pocas leguas de Pompeya y no poder atribuirse los descubrimientos. Desde la primera vez que visitó Nápoles, en 1765, no perdió una ocasión para injuriarle. Mandó cartas a su príncipe alemán, que se publicaron en todas partes, diciendo que Alcubierre era poco menos que un topo, un conejo, una alimaña que excavaba con tal ansia y descuido que se estaba llevando por delante todos los tesoros. Hasta le acusó de compadreo con los saqueadores ingleses. Insinuaba que tenía tratos inmundos con el embajador Hamilton, que incluso le preparaba las cajas que este enviaba al Museo Británico. Acabáramos, cuánta infamia. Decía que las campañas reales dirigidas por él eran propias de ladrones de tumbas, y que urgía ponerles freno si la civilización no quería ver perdido para siempre uno de los descubrimientos arqueológicos más fabulosos de la historia.
¿Y quién era el único merecedor del privilegio de seguir excavando en Pompeya? Winckelmann, por supuesto. El gran y único Winckelmann, el sabio de todos los sabios, que rabiaba porque no podía sacar de la ceniza del Vesubio los restos de la ciudad mítica, y se moría del asco en su gabinete de Roma, haldeando entre cardenales y catalogando fontanas y baratijas. Alcubierre entendía su ambición, pero no le perdonaba sus malas artes. Le hervía la sangre que recurriese a la calumnia para apartarlo de la dirección de los trabajos y colocarse él como arqueólogo jefe. En realidad, no le dolía tanto la campaña de infundios, sino que hubiese encontrado oídos receptores en el joven rey Fernando. El padre de este, el gran rey Carlos, quien le llevó a Nápoles, reinaba ya en Madrid, y Alcubierre no podía contar con el favor de su sucesor, cuya caterva de consejeros le susurraban lo mucho que impresionaría a la opinión europea que el mismísimo Winckelmann se ocupase de Pompeya. Había en Nápoles mucha nostalgia de los Habsburgo. Todos esos príncipes que prosperaron bajo la dominación de Austria y que no soportaron el regreso de los españoles a la administración conspiraban contra él.
En el fondo, decían, ¿quién es ese bruto de Alcubierre? Un aragonés que sigue hablando mal italiano, un militarote, un constructor de fortalezas. Está acostumbrado a bombardear, lo suyo es la destrucción, no la conservación. Puestos a dejar Pompeya y Herculano en manos de un extranjero, ¿no sería mejor entregársela a un erudito acreditado, un doctor entre doctores, alguien que supiera valorar lo que sus manos extraen del polvo?
Al principio, Alcubierre consideró indigno defenderse. Aconsejado por sus amigos, guardó silencio y siguió trabajando en las campañas de excavación, que empezaban en primavera y acababan con las primeras lluvias de otoño. Creía que su trabajo hablaba por sí mismo. Todos los sabios que habían visitado los yacimientos y los que habían catalogado y admirado las obras expuestas en el Palazzo dei Studi acreditaban el rigor de sus métodos. Responder a las infamias del alemán habría sido indigno: la única contestación posible era un guantazo y enviarle a sus padrinos. Pero Alcubierre era también un hombre práctico y poco dado a efusiones públicas o escandaleras de honor. Confiaba en que los años de fiel servicio, su probada lealtad y, sobre todo, los resultados de su esfuerzo bastasen para que el rey espantara las habladurías y los moscones que le zumbaban.
No fue así, y Winckelmann estaba a un paso de sustituirle. No iba a luchar. Alcubierre pasaba ya de los sesenta y Winckelmann era casi veinte años más joven. En el fondo, le apetecía el retiro, pero le habría gustado apartarse con honores y sin dejar su silla a un difamador. En vez de marcharse con la gloria de haber descubierto Pompeya, lo apartaban con la acusación de haberla arruinado con sus zarpas.
Herculano y Pompeya eran la obra de su vida. Desde que desenterró las primeras piedras en 1738, recién llegado a Nápoles, hasta la última tesela extraída con delicadeza de la casa de Sila, había dedicado toda su atención a recuperar las dos ciudades. Todo se debía a él. Si fuera el militar aragonés iletrado y destrozón que pintaban los calumniadores, ¿habría detenido las obras de Portici aquella mañana de hace tanto tiempo? ¿Se habría molestado en explicar y convencer al rey de que debía renunciar a su nuevo palacio, porque en los terrenos donde planeaba construirlo había una ciudad romana enterrada? Hay que tener cuajo y unos redaños gruesos para eso. Hay que tenerlos cuadrados, como decían en su tierra, para pedir audiencia ante tu valedor y decirle: majestad, olvídese de su palacio nuevo. Ninguno de esos nobles chismosos se habría atrevido. Ya sabía él lo que habrían hecho en su lugar: desenterrar lo que pudieran, vendérselo a un lord inglés de tapadillo y echar cemento encima. Y cobrar más cara la obra del palacio, por los retrasos. Eso habrían hecho esa manga de corruptores y ladrones. Fue él, el militarote, el educado para obedecer, el lego en latines, quien miró a los ojos a su majestad don Carlos y le pidió dinero y hombres para excavar, y privilegios cortesanos para trabajar con autonomía. Fue él quien le llevó los cronicones antiguos, quien le recordó a los Plinios, quien le engatusó con leyendas de fuegos y suplicios y le dijo: la hemos encontrado, majestad. Hemos encontrado el mundo romano perdido.
Luego vino Pompeya, cuando Herculano ya llevaba unas campañas al aire y había mostrado la intimidad de una Roma que aún no conocía a Cristo. Una Roma escandalosa, obscena, lujuriosa, rendida a la carne. Una Roma que, vista por los cardenales, bien mereció el castigo impuesto por el Vesubio. Pompeya era distinta. Herculano fue sepultada en barro y conservada en lava. Pompeya, en cambio, fue exterminada por un viento de cenizas abrasadoras. El entierro de Herculano fue lento. El de Pompeya, instantáneo. Por eso no encontraron los tejados de las casas, pero había muchas otras cosas interesantes: ahí estaba la escultura que representaba el último día de una ciudad.
Sólo había que desenterrarla con paciencia.
Y a fe que le prodigó paciencia.
Años después, cuando Don Carlos se marchó a Madrid para reinar en todas las Españas, abandonando Nápoles a los caprichos de su hijo, empezó una empresa parecida en la Nueva España, en la ciudad maya de Palenque. Don Carlos patrocinó las excavaciones porque había aprendido en Pompeya lo valioso que era el pasado. Se había convertido en un protector de la arqueología. Pero cuando Alcubierre se hizo cargo de Pompeya no se tenía noticia de un proyecto igual en ningún sitio, y el viejo ingeniero estaba convencido de que sus manos habían sido las adecuadas. Ningún erudito, por muy Winckelmann que se llamase, habría tenido la ambición, los conocimientos cartográficos, geológicos y arquitectónicos necesarios para emprender las excavaciones. Los Winckelmann sabían mucho de técnicas escultóricas y de proporciones áureas, pero ignoraban los rudimentos de la topografía, no sabían proyectar ni leer un mapa y no eran capaces de discriminar el terreno arcilloso del volcánico, ni las capas de ceniza de las de roca. De hecho, era improbable que distinguiesen la grava natural de los restos de unas baldosas policromadas.
Sí, claro que Alcubierre había inventado técnicas, porque no existían. Se había inspirado en su experiencia como constructor de fortalezas, y sin duda había cometido errores. No podía poner la mano en el fuego por no haber dañado un edificio o echado a perder una obra de arte con el pico y la pala, pero había aprendido campaña tras campaña, y hasta los delicados rollos encontrados en la Villa de los Papiros, que podrían haberse deshecho con un golpe de viento, se iban a leer y a transcribir gracias a una máquina de su invención. Winckelmann mentía a sabiendas, porque el mismo Alcubierre le había enseñado su trabajo, le había detallado sus técnicas y le había guiado por las colecciones de objetos sin catalogar que se limpiaban con esmero en los Estudi. Vio su trabajo y, pese a ello, lo calumnió con saña imperdonable e irreparable.
¿Es que nadie iba a reconocerle los méritos? Cuando las generaciones futuras recorriesen las ruinas de Pompeya y se admirasen de ellas, ¿no le iban a dedicar ni un pensamiento a su descubridor, ni una gratitud silenciosa, nada?
—Entonces, ¿qué me dice? ¿Nos honrará con su visita mañana en la conversazione?
La princesa no soltaba a su presa. El viejo ingeniero sonrió complacido y aceptó abiertamente. Qué diablos: el rey podría arrebatarle Pompeya, pero no tenía poder sobre su entusiasmo y sus amores. Podían retirarlo del trabajo, no de su vida en Nápoles. Allí moriría, aquella era su casa, no quería perder de vista los penachos del Vesubio en los días que le quedaran.
—Dígame, don Roque —dijo la princesa—, ¿no tiene la impresión de que conoce a los pompeyanos? Bien es cierto que sus casas no hacen justicia a nuestros palazzi. Ni siquiera las casas ricas con varios patios. Nunca entenderé esa manía de cerrarse tanto a la calle, ni una ventana hacia afuera. Pero las casas modestas bien recuerdan a las de la chusma de Monte Echia, y dejando a un lado el paganismo y esas minucias, parece que vivían como nosotros.
—Bueno, princesa, sí, yo creo que somos sus dignos descendientes. Nos sentiríamos cómodos en Pompeya.
—¿Somos? ¿También usted, mi querido aragonés?
—Cuidado, excelencia —terció Carlo—, yo en su lugar no cuestionaría el napolitanismo de nuestro amigo.
—¿Cuánto tiempo lleva con nosotros?
—Este año haré treinta y tres. Media vida. Cuando vine sólo era un joven capitán.
—Usted era un capitán y nosotros caminábamos sobre lava sin saber lo que había debajo. Debería darle vergüenza —y sonrió dulce, para contrastar con el tono burlesco de reprimenda—: le entregamos un reino precioso, coqueto y muy bien cultivado, y usted nos lo ha llenado de agujeros y de piedras.
—Eso dice el amigo alemán.
—Ajá, ¿eso es un chiste, don Roque? ¿Está usted bromeando sobre su enemigo mortal? Entonces, sí es usted un napolitano da vero. Por tanto, no puede faltar en mi fiesta. Se lo ordeno.
—No la decepcionaré, excelencia.
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Nota: Pese a que Roque Joaquín de Alcubierre (Zaragoza, 1702 – Nápoles, 1780) descubrió los yacimientos de Herculano y Pompeya, además de otros muchos hallazgos en la costa mediterránea de Nápoles, su nombre apenas ha sido vindicado, y su reputación aún se resiente por las críticas que los arqueólogos alemanes e italianos hicieron a su trabajo, que juzgaron tosco y desinformado. Varias investigaciones han demostrado que tales acusaciones fueron infundadas, y que Alcubierre fue un innovador que sentó las bases de las técnicas modernas de excavación arqueológica, insólitas en su tiempo. A su esfuerzo debemos la existencia de Pompeya, pero también la colección que hoy puede verse en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles, considerada una de las mejores del mundo. Al contrario que otros aventureros de su siglo, como el famoso Lord Hamilton, Alcubierre no se enriqueció con el comercio de obras de arte desenterradas ni con el saqueo del yacimiento, y puso todos sus hallazgos a disposición de la corona, para su investigación y exhibición, lo que permitió que pasasen después al Estado italiano, que sigue custodiándolos y enseñándolos, pero, a mi parecer, sin conceder el crédito debido a quien lo hizo posible. Sirva este divertimento literario como recordatorio y homenaje a un pionero que nunca descuidó su misión de servicio público en una época y en unas circunstancias en las que casi nadie tenía esa decencia.
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Autor: VV.AA. Título: Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa. Editorial: Zenda. Disponible en: Kobo y Fnac
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