Reflexionar sobre el propio oficio de escritor, sobre el arte de escribir, sobre las tareas y las funciones de la escritura y de su hacedor, parece más tarea de poetas que de narradores o novelistas. Los poetas siempre se sienten tentados a justificar su arte —tal vez porque viven del elogio y no cesan de interrogarse sobre su propensión a un arte tan eleático—, por lo que es raro el vate que no se aventure a pergeñar una poética, casi siempre con ímprobos resultados que oscilan entre la ocurrencia y el tópico más exasperante.
Debido a que los escritores suelen utilizar estas poéticas para formular públicamente el compromiso con su arte —desde los aspectos creativos a los ideológicos—, así como ordenar la serie de presupuestos teóricos que fundamentan su escritura. Idearios creativos que contraponen a los supuestos de otros escritores o sistemas de ideas vigentes. Las poéticas, por lo tanto, adquieren cierta naturaleza contractual entre el escritor y el lector, al registrar este—aunque sea borrosamente— las coordenadas de su ámbito escritural: sus intenciones creativas, sus afinidades electivas y sus fantasmas literarios.
Existen poéticas memorables como la de Antonio Machado, desarrollada a través de sus heterónimos Abel Martín y Juan de Mairena, pero entre los escritores quizá sea Jean-Paul Sartre quien por sus fundamentos filosóficos haya profundizado con mayor enjundia en este género literario. Su indagación sobre ¿Qué es la literatura? (1947), sigue siendo fuente inagotable de epigonales poéticas. Ernesto Sábato, de una manera más aforística, también reflexiona sobre la función de la escritura y del escritor en El escritor y sus fantasmas (1967), así como el mismísimo Jorge Luis Borges, cuyos prólogos y algunos de sus más celebrados cuentos y poemas no dejan de ser magistrales poéticas. Entre los narradores que han orillado las indagaciones sobre el oficio del escritor y la función de la escritura cabe destacar, como bien señala Juan Gabriel Vásquez, a Chejov, a Orwell, Milan Kundera, Salman Rusdhie, Faulkner, Hemingway o George Steiner, por citar a una serie de autores que no siempre pueden considerarse como los más representativos de este restrictivo género de pensamiento literario.
La editorial Alfaguara acaba de publicar La traducción del mundo, un libro donde se recogen las cuatro conferencias Weindenfeld que el premiado escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez dictó en la Universidad de Oxford, tras haber sido suspendidas en dos ocasiones a causa de la pandemia. El tema que decidió abordar el autor de El ruido de las cosas al caer (2012) para estas conferencias forma parte —como señala en su prólogo— de las obsesiones de cualquier escritor, ya que «[n]o conozco novelista de valor que no se haya preguntado alguna vez, en público o en privado, de forma implícita o manifiesta, sobre la naturaleza de su oficio, el lugar de ese oficio en el mundo y su posible función».
El título está sacado de un fragmento de El tiempo recobrado de Marcel Proust, cuando el escritor parisino subraya magistralmente que el libro esencial no es necesario inventarlo, sino que existe en cada uno de nosotros, por lo que «[e]l deber y la tarea de un escritor» es la de ser un «traductor» de su mundo, de las experiencias íntimas de su memoria.
Ciertamente, a ojos de Juan Gabriel Vásquez, la ficción —sobre todo en la novela— es una traducción de la realidad, una herramienta precisa que nos permite dilucidar los signos de nuestro tiempo, una fermosa cubertura, que, como cristales de aumento, nos permite desentrañar nuestra intrahistoria.
Los epígrafes del libro ya resultan por sí mismos bastante propedéuticos, como el abordaje de «La mirada de los otros», donde a través de una actualizada lectura de El Lazarillo de Tormes, el conferenciante llega a la conclusión de que «el punto de vista no es solo una estrategia literaria; es también un gesto moral», por lo que el desarrollo de este «no es solo una cuestión técnica; es también un gesto político». Y es que la ficción tiene entre sus cualidades las de abordar al ser humano en su totalidad, hasta convertirlo, elevándolo, «en un hombre universal» —según recoge Juan Gabriel Vásquez— y señala Coleridge comentando el Robinson Crusoe de Defoe.
En la segunda conferencia, recogida bajo el epígrafe «Tiempo y ficción», el ponente nos sitúa ante una de las magias de la literatura, la de la «comunicación secreta de los momentos separados», que considera uno de los sustanciales métodos de conocimiento que nos aporta la ficción y «que ningún historiador podría poner sobre sus páginas (pues ocurren fuera de la lógica de los hechos visibles o comprobables, fuera de los documentos y los testimonios». Para ejemplificar estos «momentos separados» Juan Gabriel Vásquez recurre a El hacedor de Jorge Luis Borges, donde la bala que mató a Kennedy recorre una inversa y larga trayectoria temporal que la lleva a perpetrar el atentado de 1897 contra el presidente de Uruguay, para, inmediatamente después, remontar treinta años y matar a Lincoln antes de destrozar el cráneo del rutilante presidente de los Estados Unidos. Unos momentos separados que dilucidan la magnitud de la misma tragedia a lo largo del tiempo. Quizá sea por ello, por lo que la novela exige experiencia «para entender nuestro pasado», al estar sus páginas destinadas a «[h]acernos descubrir, en nuestra propia experiencia, los pasados ajenos: si una ficción no logra eso no ha logrado nada».
En el epígrafe tercero de La traducción del mundo se aborda «Contar el misterio», epígrafe donde el conferenciante refuerza el hilo argumental de sus aseveraciones a través de lo que dice Ford sobre Conrad, aunque más bien parece que lo hubiera escrito el propio Marcel Proust: «toda novela debería ser la biografía de un hombre o de un asunto, y toda biografía de un hombre o de un asunto debería de ser una novela, siendo ambas, si se realizan de forma eficiente, interpretaciones de tales asuntos como son nuestras vidas humanas». Cabe preguntarse, pues, si «¿no son ficciones todas las autobiografías, todos los relatos de vida, al menos en el sentido de que son construcciones?». El autor de este libro no tiene duda alguna al respecto, y se reafirma en ello a través de la etimología de la palabra ficción, del latín fingere, moldear o formar. Contar el misterio es realizar toda una indagación interior, tanto cuando se escribe como cuando se lee.
El cuarto y último epígrafe se titula militantemente «Para la libertad», donde el conferenciante afirma sin reserva alguna que la «la novela, tal como yo la entiendo, es un acto de rebeldía», por lo que recordando la metáfora de Camus y el trabajo teórico de Vargas Llosa sobre Gabriel García Márquez Historia de un decidió (1971), evoca a «aquellos novelistas que parecen matar a Dios y colocarse en su lugar: los novelistas deicidas». Y es que la «vocación deicida es inseparable» del inconformismo radical del novelista: «nadie trata de inventar un mundo si está satisfecho con el que ya existe».
Las funciones de la ficción son múltiples, como señala Juan Gabriel Vásquez en el desarrollo de sus conferencias, pero sobre todo necesarias para ordenar los significados de una existencia, para dilucidar nuestra realidad y también para transformarla; para, en definitiva, poder realizar una sensible traducción del mundo.
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