LOS TRECE ESCALONES, LX: HELENA
[Imagen: Inés Valencia]
Tuvo que ser el verano del 46, porque acababa de cumplir catorce años. El curso había acabado ya, pero, como de costumbre, mi tío Gerardo andaba de viaje de negocios, por lo que, sin otros parientes que pudieran ocuparse de mí, hube de permanecer en el internado durante las vacaciones. Recuerdo que caminaba, rumiando sonetos infames y pateando una lata oxidada, calle Conquistadores arriba. Hacía un calor de los mil demonios. Buscaba sombras, y no cabe duda de que las encontré.
La Casa (siempre la evoco así, con mayúsculas), estaba al final de la barriada. Era magnífica, pese a su estado. Estaba ennegrecida por los años, decrépita en algunas zonas, pero, aun así, resultaba grandiosa. Como una anciana en cuyo rostro ya ajado se sigue adivinando la belleza de días pasados. Tenía un aire extraño, con su tejado puntiagudo, su torreón, su veleta en forma de gato y su verja comida por la maleza. Rodeada de leyendas sobre almas en pena y maldiciones, resultaba tan atrayente como aterradora. Llevaba deshabitada al menos tres décadas. No costará imaginar mi absoluta sorpresa cuando, mientras la contemplaba con expresión alelada, distinguí claramente una figura blanca en uno de los balcones. Sin poder evitarlo, pegué un salto de medio metro, convencido de estar viendo un espectro. Escuché una risilla maliciosa.
—¡Hola! —exclamé, sintiéndome idiota—. ¿Por qué no sales?
Hubo un silencio tan largo que pensé que quizá estaba hablando con un maniquí.
—Entra tú —replicó entonces una voz, cuya gravedad me pilló de improviso—. Está abierto.
Sin esperar respuesta, la figura desapareció en el interior de la casa. Empujé la puerta de la verja, que soltó un chirrido lastimero. Como un auténtico explorador de tierras ignotas, me abrí paso entre rosales muertos y arbustos irreconocibles, atravesando un marchito laberinto de setos y estatuas mutiladas. Tragué saliva. Una legión de ángeles mancos, descabezados o desprovistos de alas me dejaron pasar entre sus filas, mientras el corazón brincaba en mi pecho.
—Aquí. En el jardín de atrás.
Rodeé la casa, despistado. Estaba sentada dentro de una galería de cristal que había visto tiempos mejores. Distinguí algunos sofás y butacas de mimbre. La chica se estiraba lánguida sobre un confidente, y me invitó con un gesto a sentarme frente a ella. Era tremendamente menuda y delgada, con la piel más pálida que había visto jamás, más blanca incluso que el níveo vestido que llevaba. Tenía el pelo negrísimo, y un rostro ovalado y perfecto de muñeca. Los ojos eran de un gris iridiscente. Iba descalza.
—Hola —saludé, con torpeza—. Me llamo Diego.
—Hola, Diego —respondió ella—. Yo soy Helena.
Me miraba sin el menor atisbo de timidez, lo cual resultaba insólito. No podía tener más de doce años, pero parecía tan segura y tranquila como una mujer adulta. Había algo embriagador en su voz, algo que hacía que me hormigueara todo el cuerpo. No parecía que le incomodara quedarse callada, observándome con aquel aire rapaz suyo.
—¿No están tus padres? —indagué—. Os habréis mudado hace poco…
—Hace tres semanas —respondió—. Y no tengo padres. Murieron. Los dos.
—Oh, vaya, lo siento mucho…
—Fue hace tiempo, apenas los recuerdo —declaró Helena, despreocupada—. Vivo con mi abuela y con dos criados. Son bastante aburridos. Mi abuela solía ser muy interesante, pero está enferma, pobrecilla. Es una condesa, ¿sabes? De Hungría.
Asentí, con sincera lástima por mi nueva amiga. Me costaba imaginar nada más solemne y aterrador que una vieja condesa húngara. Me disponía a hacerle un resumen de mi vida (adornada con trágicas anécdotas, inventadas para impresionarla), cuando un gruñido ronco me puso los pelos de punta. Los labios de Helena se curvaron en una mueca que me heló la sangre, pero estaba demasiado aturdido en aquel momento como para prestar atención a tal detalle. Por mi izquierda, avanzaron los perros más enormes y pavorosos que he visto en mi ya larga vida. Caminaban casi al unísono, con sus gigantescas cabezas un tanto gachas, como si hicieran sendas reverencias. Uno de ellos, ligeramente más pequeño, llevaba una rata gorda y peluda aún viva entre sus fauces. Contuve una náusea, mientras los canes desaparecían en el interior de la casa.
—A la hembra le gusta cazar —explicó Helena, con un guiño travieso.
Me costó un par de segundos salir de mi estupor y retomar el hilo. Empecé a charlar por los codos, seguramente a causa de los nervios. Sin embargo, a medida que hablaba, me sentía más y más a gusto, como si la presencia de Helena me colmara de una dicha parecida a la del vino. Ni siquiera fui consciente de que ya había oscurecido, hasta que un hombre de aspecto hosco salió al jardín por la puerta lateral rumbo al cobertizo.
—Eso es, Guillermo —masculló Helena en tono mordaz—. Haz algo. Corta leña, o lo que sea. Gánate el pan.
Justo después, una mujer de mediana edad y rostro demacrado, vestida enteramente de negro, se materializó en la puerta de la galería.
—Ah, Giselle, querida. Trae algo a mi amigo Diego. Ni siquiera ha cenado aún…
Protesté débilmente, pero lo cierto era que mis tripas rugían. Helena me rogó que me quedara, y el brillo de sus ojos me convenció. La criada sirvió limonada y pasteles, que devoré sin dejar de parlotear. Mi anfitriona, que no probó bocado, me miraba con su enigmática sonrisa. Era casi medianoche cuando nos despedimos.
—Dormimos de día —anunció de pronto, como si tal cosa—. Mi abuela se desvela siempre, y nos hemos acostumbrado a su horario. Es mejor que me visites al caer el sol.
—Entonces, ¿quieres que vuelva? —pregunté, esperanzado.
—Por supuesto. Espero que lo hagas.
Volví al internado dando tumbos, como un borracho, con mariposas en las tripas, el pecho ardiendo y los labios helados por su beso: fugaz, frío y definitivo. Me enamoré de ella con una obsesión casi maníaca. Así de sencillo fue atraparme.
La visité, cada tarde, durante todo el verano. Estaba tan cegado, tan obnubilado por aquella criatura que no quise percatarme de ninguna de sus rarezas, de ninguna de las excéntricas rutinas de aquella casa. Me habitué a todo: a las gélidas corrientes, al polvo, al mutismo de los dos criados, a la presencia de aquellos perros del inframundo, a los ocasionales gemidos de la abuela misteriosa, que permanecía recluida en su dormitorio. Jamás me cuestioné nada, porque el influjo de Helena se me había metido hasta los huesos, hechizándome por completo.
Llegó mi último día de vacaciones. La perspectiva del nuevo curso, con horarios más estrictos que me mantendrían alejado de ella, me mortificaba. Por esa razón, aun arriesgándome a desairarla, decidí acudir a La Casa antes de lo habitual, sabiendo que todos dormían aún. La esperé, feliz en mi anhelo y mi impaciencia. Recorrí los salones de alfombras descoloridas, contemplé los anticuados retratos, las flores marchistas en sus jarrones. Lo inspeccioné todo con ojos nuevos y creciente curiosidad. Tuve una sensación extraña, una inquietud sorda que empezó a latir en algún rincón de mi mente, advirtiéndome de que saliera de allí. No quise hacerlo. La Casa, lo entendí entonces, tenía más de mausoleo que de morada. Los relojes, todos, estaban parados. Me estremecí cuando un largo y ronco gemido llegó a mis oídos. La abuela, por supuesto. Reparé de pronto en que jamás la había visto. Movido por una fuerza inexplicable, subí la escalera, guiado por los lamentos. Ubiqué el dormitorio de la anciana al final de un largo pasillo, que recorrí sobre una alfombra rezumante de humedad. La última puerta estaba cerrada, pero los quejidos sonaban con claridad al otro lado. Llamé con los nudillos.
—Señora… —musité—. ¿Se encuentra bien? Señora condesa…
Silencio. Mis dedos se cerraron sobre el pomo, girándolo despacio. En cuanto la puerta se abrió, el hedor me golpeó sin compasión. Me doblé en dos, presa de las arcadas. Era un tufo indescriptible, de carne muerta, de podredumbre. El olor de una tumba. La estancia estaba en penumbra. Avancé, como un autómata, hasta el enorme lecho, que casi parecía un barco a la deriva, con sus velas mohosas flotando fantasmagóricas. Lo que vi entonces aún me atormenta en sueños. Toda la cama estaba cubierta de roedores y pájaros despedazados. La colcha era un cementerio de polvo, moho y despojos. En medio de aquel espanto, un cuerpo formado apenas por piel cenicienta y huesos, una melena gris esparcida sobre las almohadas, unas manos engarfiadas en gesto de súplica. “Está muerta”, pensé, incapaz de hilar mis pensamientos. “Lleva años muerta”. De pronto, los ojos de la anciana, de un carmesí imposible, se abrieron al mismo tiempo que su boca, de la que brotó un nuevo lamento espeluznante.
—¡Heeee… leeee… naaaa… !
Di media vuelta y corrí tan rápido como pude, espoleado por un terror genuino que no he vuelto a sentir jamás. Aquel ser putrefacto me persiguió, con agilidad inadmisible y un siseo de víbora hambrienta. Alcancé la puerta a ciegas y la cerré a mi espalda. Los gritos de la mujer siguieron atronando la mansión. Aturullado por el pánico, salté todo el tramo de escaleras y troté hasta la puerta trasera. Al pasar junto a los dormitorios del servicio, vi algo que terminó de horrorizarme. En una de las habitaciones, los dos criados permanecían desnudos en el suelo, con gruesas cadenas al cuello fijadas a la pared. Sus ojos estaban vacíos de toda vida, llenos de una resignación abrumadora.
Salí de La Casa y crucé el jardín de ángeles mutilados, sin atreverme a mirar ninguno de sus rostros de piedra, convencido de que empezarían a moverse y me atraparían para devorarme. No me detuve hasta que estuve en el internado, a salvo. Sé que enfermé aquella noche y que la fiebre me mantuvo alucinado y tembloroso. Cuando recobré la salud, estuve tentado de creer que lo había imaginado todo. No lo conseguí, y, por descontado, no osé volver a pasar frente a La Casa.
Los años me llevaron lejos, a la capital, a un aburrido puesto en la empresa de mi tío Gerardo, a un matrimonio tan conveniente y plácido como anodino. Mucho después, supe que La Casa fue vendida y derribada. Sigo viéndola en sueños, a veces. También a Helena, mostrándome su verdadero rostro, viejo como el mundo, sus colmillos monstruosos, su depravación. Nunca supe por qué no me quitó la vida. Mi única hija lleva su nombre. Una suerte de terco y enfermizo homenaje. Para que sepa que la sigo amando. Que aún espero que venga a buscarme.
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