El trabajo sucio es invisible y sus heridas permanecen ocultas para la gran mayoría de la población, que prefiere mirar para otro lado mientras la máquina sigue triturando personas. La necesidad de estas tareas justifica su existencia para casi todos nosotros. Más aún cuando quienes la realizan son los parias de la sociedad. La pandemia agitó el avispero al mostrarnos la importancia de esos trabajadores esenciales, con bajos salarios, a los que miramos con desdén. Pero la fiebre se nos pasó pronto y volvimos a despreciarlos. Eyal Press (New York Times, The New Yorker) ha publicado Trabajo sucio, editado en España por Capitán Swing, un libro en el que pone el foco en las dificultades psicológicas y emocionales como el estigma, la vergüenza, el trastorno de estrés postraumático y el daño moral que sufren estos trabajadores.
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Hablamos con Eyal Press de operarias de procesadoras de carne a las que no dejan ni ir al baño, del capitalismo de plantación, de buena gente que mira para otro lado mientras otros hacen el trabajo sucio y de las consecuencias de asesinar a alguien con un dron como si fuera un videojuego.
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—El título del libro es muy descriptivo, pero, por favor, defina para nuestros lectores qué es el «trabajo sucio».
—En Estados Unidos, y en el resto del mundo, entendemos por trabajo sucio tareas como limpiar la basura de las calles. Pero eso no es trabajo sucio. En realidad, este concepto se refiere al trabajo que resulta moralmente problemático. Al que causa problemas psicológicos, emocionales y mentales tanto a la sociedad como a las personas que acaban ocupándose de estas labores a diario. Estos trabajadores acaban implicados en sistemas que los hacen sentirse estigmatizados y sucios. Un aspecto importante del trabajo sucio —que es uno de los temas centrales del libro— es que la sociedad lo aprueba de manera tácita, pero luego no quiere oír hablar de él. Es un trabajo que está escondido. Un ejemplo lo vemos en el sistema carcelario de Estados Unidos. Si visitas Nueva York, San Francisco o Nueva Orleans, no vas a ver penales, porque no se encuentran cerca de las zonas turísticas, sino en lugares alejados y remotos. Los trabajos que se hacen en estas cárceles están al margen de la sociedad.
—Hace ya más de 50 años, Everett Hughes escribió un artículo titulado «Buena gente y trabajo sucio». ¿Cómo es esa relación?
—Me alegro de que menciones a Hughes, porque otro aspecto clave del trabajo sucio es que implica al conjunto de la sociedad. Todos estamos conectados con él, aunque pensemos que no lo estamos, incluso si no lo vemos. Y esta idea viene de Everett Hughes, un sociólogo que conoció a muchos alemanes antes del auge del partido nazi y de la Segunda Guerra Mundial. Esta gente no eran nazis; esos alemanes eran artistas, intelectuales, gente culta que permanecieron en el país durante esa época. A su regreso a Alemania, Hughes fue a visitar a esas personas y quiso saber qué opinaban de este periodo atroz de la historia de Alemania y de los horrores perpetrados. Uno de esos alemanes, un arquitecto, le confesó que se sentía avergonzado y que todo lo que había pasado era terrible, pero también le reconoció que los judíos eran un problema porque se estaban quedando con los trabajos buenos y estaban ahí amontonados en estos guetos. Por un lado, había un sentimiento de vergüenza por lo ocurrido y por otro había la creencia de que había algo que hacer para resolver la cuestión de los judíos. A partir de esa problemática, Hughes desarrolló un artículo llamado «Buena gente y trabajo sucio», en el que cuenta que la gente —como ese arquitecto— no aprobaba lo que hicieron los nazis, pero no hicieron preguntas y se mantuvieron al margen. En ese ensayo nos da a entender que la gente que hacía ese trabajo sucio en los campos de concentración se encargaba de gestionar un problema del que la sociedad no quería oír hablar. Lo más interesante del trabajo de Hughes es que esa dinámica no es exclusiva de los nazis: está en todas las sociedades. Podemos pensar en lo que ocurre con los migrantes en Estados Unidos. Lo que hacemos es trasladar el problema a otras personas, a los guardias de la frontera. Y esa es la reflexión que quería usar en el libro, que todos estamos implicados en el trabajo sucio que producen nuestras sociedades.
—La pandemia nos recordó que nuestra sociedad funciona gracias a trabajadores mal pagados, con salarios bajos, que hacen tareas que nadie quiere realizar, pero que son fundamentales. Vaya paradoja, ¿no?
—Por descontado. Los trabajos de los que yo he escrito para este ensayo no son solo mal pagados y físicamente peligrosos, también son estigmatizados. A esos trabajadores se los mira por encima del hombro: a los de las cárceles, mataderos, incluso a los repartidores de mensajería y a los de los supermercados. Sus salarios son bajos, pero durante la pandemia aprendimos que dependemos de ellos. En Estados Unidos el confinamiento fue una oportunidad para comprender que los trabajos más difíciles y menos gratificantes son vitales para el funcionamiento de nuestra sociedad. El libro empieza con los guardias carcelarios. En Estados Unidos estos trabajadores no son policías. Cuando un policía fallece en EEUU se le hace un funeral público y sale su foto en el periódico. Si muere un guardia de prisiones nadie se entera. Porque a esas personas no se las considera respetables; son los encargados de hacer un trabajo desagradable. El sistema penitenciario de Estados Unidos es el más grande del mundo y se encarga de varias funciones sociales. Entre ellas está encargarse de la gente con problemas mentales, pacientes que deberían estar recibiendo un tratamiento médico por sus enfermedades y que están en prisión. Las cárceles son la mayor institución de salud mental en Estados Unidos. Esos enfermos no reciben un tratamiento humanizado; en ese entorno los abusos y el maltrato son habituales.
—¿Eso que está ocurriendo en las cárceles de Estados Unidos es culpa de la privatización del sistema penitenciario?
—Es una de las causas. La cárcel de la que escribo en detalle es estatal, pero también había empresas privadas, y una de ellas era la encargada de gestionar el ala de salud mental de la prisión. Al describir esos abusos que se cometen me viene a la cabeza lo que sucedió en Abu Ghraib (Irak), porque es así de extremo; estamos hablando de malos tratos. En el libro hablo de una muerte muy atroz que se produjo por las heridas de la tortura con una ducha de agua hirviendo. Los trabajadores del bloque de salud mental sabían lo que había sucedido, pero tenían miedo de decirlo, de alzar la voz, porque su seguridad en la cárcel depende de los mismos guardias que habían cometido ese crimen. Esos dilemas morales están en el núcleo del libro.
—Esos guardias de las cárceles norteamericanas también sufren las consecuencias del trabajo sucio: alcoholismo, drogadicción, depresión, suicidios…
—Hay dos grupos de víctimas. El primero, evidentemente, está formado por la gente que está encarcelada, pero hay un segundo grupo en el cual están esos trabajadores de bajo nivel que son quienes ejercen de guardianes. Ellos son quienes se ensucian las manos. Se producen dos injusticias: la de quienes reciben la violencia y la de los que aplican el castigo, que siempre son los trabajadores más bajos en el escalafón. Cuando hay un problema nunca es castigado el gobernador del estado o el jefe del departamento de cárceles. Cuando la sociedad denuncia que ha ocurrido algo terrible, quienes pagan por ello son los encargados del trabajo sucio. Apuntamos con el dedo a los trabajadores del nivel más bajo y no a los oficiales, sus superiores, que son los auténticos responsables.
—Seguimos. En su libro menciona también a los traficantes de esclavos del siglo XIX. Despreciados y señalados, tanto por los abolicionistas como por los esclavistas que se beneficiaban del tráfico de personas.
—Ese es un ejemplo de manual de lo que yo llamo trabajo sucio. En las películas americanas los personajes que venden esclavos son retratados como sucios, avariciosos y malvados. Pero ¿por qué lo hacían? Porque toda la economía sureña necesitaba a los esclavos. Los dueños de las plantaciones, que pedían a esos esclavos, eran tratados como caballeros sureños y los traficantes como personas miserables. Este formato explica cómo funciona el trabajo sucio: hay un sistema económico que depende de los esclavos y se beneficia de su existencia y que culpa a los trabajadores que están en el último eslabón de esa cadena.
—Leo en su ensayo un dato escalofriante: las 400 personas más ricas de los Estados Unidos tienen más dinero que todos los afroamericanos del país juntos. ¿Los trabajos sucios tienen una connotación racial en pleno siglo XXI?
—Sí. La tienen. Este es un libro que habla de la desigualdad entre clases y de la desigualdad racial. Estados Unidos depende del trabajo sucio, y este no se distribuye al azar. A los hijos e hijas de los catedráticos de Harvard, de los senadores, no se les dice: «Pues ahora te toca ir a trabajar a una cárcel». Este trabajo se delega en los que tienen menos oportunidades, en los que están abajo del todo. De hecho, hay similitudes con la esclavitud. Un antropólogo que escribió sobre las plantas procesadoras de pollo en Estados Unidos, muchas localizadas en el sur, llamó a este tipo de producción «capitalismo de plantación», porque es un sistema que contiene muchos de los aspectos del sistema esclavista. Los propietarios de estas empresas son blancos y gran parte de la fuerza de trabajo es negra o racializada. Los trabajadores trabajan hasta que sus cuerpos dicen basta y se ven degradados y castigados, y luego se deshacen de ellos. Evidentemente, la esclavitud era una maldad a otro nivel, pero creo que los ecos actuales son muy perturbadores.
—Llegamos al capítulo de «la gente de las sombras». Un millón y medio de inmigrantes ilegales que, por poco dinero, hacen los trabajos que nadie quiere en Texas. Según Lawrence Wright: «No son esclavos, pero tampoco son libres».
—Creo que es una expresión muy adecuada, porque están efectivamente en la sombra, tanto en lo que respecta al lugar donde trabajan como a su estatus legal. Muchos de estos trabajadores ni siquiera saben que tienen derechos. La industria avícola en Estados Unidos proporciona la comida que comen muchos estadounidenses en los restaurantes de comida rápida. Gran parte de este trabajo lo hacen personas sin papeles en los mataderos. Es un trabajo duro y difícil, que provoca muchas lesiones porque son tareas repetitivas. Los trabajadores no se quejan porque son ilegales y porque son fácilmente sustituibles. Muchas de las trabajadoras —son mujeres en su mayoría— se ponen compresas y se llevan un pantalón de repuesto, porque no pueden ir al baño a hacer pis. Parece algo del siglo XVIII, pero estamos hablando de una situación que está pasando en el siglo XXI. Es muy esclarecedor que la cárcel y la base militar, lugares de alta seguridad sobre los que escribí para mi ensayo, me permitieron hacer una visita, pero la procesadora de carne, una empresa privada, no me dejó. Este matadero procesa alimentos que los estadounidenses compramos y comemos, pero no dejaron que entrara un periodista a sus instalaciones.
—Muchos de esos inmigrantes ilegales acaban trabajando en el sector cárnico. ¿El éxito del libro de Safran Foer Comer animales ha creado un estereotipo de los trabajadores de los mataderos como psicópatas que maltratan de forma sádica a los animales?
—Soy crítico con algunos activistas de los derechos de los animales que hablan de los trabajadores de los mataderos y los suelen representar como personas crueles: «Mirad lo que les hacen a los animales, los meten en jaulas y los cortan». Sí, es un trabajo horrible, pero hay que pensar en quién hace ese trabajo, los migrantes de los que he hablado antes. Creo que los activistas deberían dirigir sus críticas a los consumidores, a la gente que compra esos animales. Y que se los come sin pensar en el trato que se les ha dado a esos animales ni a los trabajadores de los mataderos. Hay muchos norteamericanos que se preocupan de que el pollo sea bio, de que traten bien a los animales, pero no de las condiciones de los trabajadores.
—En otra parte de su obra habla de los «soldados del joystick«, de los «soldados de sofá». ¿Un asesinato cometido por un dron es menos asesinato ante la opinión pública? ¿Corremos el riesgo de normalizar estos crímenes? En la biografía que J. R. Moehringer le escribió al príncipe Harry, el hijo del rey inglés narra su experiencia como piloto de drones en Afganistán. Lo hace de una forma casi humorística, como si fuera un videojuego…
—Elegí el tema de los drones porque creo que este programa resolvió un problema para Estados Unidos. Después de Guantánamo y la Guerra de Irak, hubo un gran debate sobre la tortura y el tratamiento deshumanizado de los detenidos. Muchos estadounidenses se avergonzaron. La gente decía: «Somos Estados Unidos, no podemos ser un país que torture a la gente». ¿Entonces qué pasó? Esas cárceles se cerraron, pero el número de ataques con drones aumentó, sobre todo durante el mandato de Obama. Esta fue una solución «limpia» para el país. Ya no se detiene a la gente y se la lleva a una cárcel, basta con disparar un misil desde un vehículo sin piloto. Para nosotros esto es un proceso «limpio», pero a la gente que se encarga de llevar a cabo estos ataques se ha demostrado que les causa unos traumas, unos problemas psicológicos y una angustia. Es una forma de guerra muy íntima: observas en una pantalla a la gente a la que vas a disparar y luego ves lo que sucede. Los soldados que están en esa cadena de muertes sufren una herida moral, y este es un concepto esencial de mi obra: tu trabajo te exige hacer cosas que van contra tus valores esenciales.
—Terminamos. Con la irrupción de la IA, ¿habrá más trabajo sucio, menos, desaparecerá o solo habrá ofertas de empleo de ese tipo?
—Es una gran pregunta. En el último capítulo del libro habló sobre la tecnología sucia. Gran parte de nuestras vidas la llevamos a cabo en una pantalla, y hay mucho trabajo sucio detrás de eso: el cobalto que se saca de minas en África donde se utiliza mano de obra infantil. Y eso es algo en lo que pensamos. A medida que avanzamos con la inteligencia artificial veremos trabajos cada vez más desagradables y difíciles delegados en máquinas. Ya lo estamos viendo en la guerra. También con la extracción de combustibles fósiles. Mi predicción es que el trabajo sucio se va a mantener estable e incluso puede aumentar con la Inteligencia Artificial. Podemos fingir que eso no va con nosotros y que las máquinas se encarguen de hacer ese trabajo sucio. Creo que es una situación muy peligrosa.
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