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Emilio Fernández, un hombre de la frontera

Emilio Fernández, un hombre de la frontera

Recuerdo una entrevista en la televisión pretérita al mexicano Emilio Fernández. Fue a comienzos de los años 80, en una de sus últimas visitas a Madrid. Preguntado en antena por un periodista acerca de sus largas estancias en prisión, el cineasta respondió a su entrevistador lo que hubiera podido contestar cualquier penado: “Se equivocaron conmigo”.

La primera temporada de Fernández a la sombra fue debida a la derrota de los partidarios de Adolfo de la Huerta en su levantamiento de 1923 contra el gobierno de Álvaro Obregón. Adolescente aún —nació en Sabinas (Coahuila) en 1906—, un suceso fatal, nunca aclarado pero que se imagina luctuoso, le había hecho abandonar la casa de sus padres y pasar a engrosar las filas de la Revolución. Cautivo y desarmado el ejército del general De la Huerta, el futuro cineasta consiguió huir y exiliarse en Estados Unidos. Primero en Chicago, luego en Los Ángeles. En esta última, tras desempeñar varios oficios, acabó trabajando en la construcción de decorados para Hollywood, y el cine, apenas lo descubrió, le cautivó. Máxime cuando el propio De la Huerta le exhortó: “México no quiere ni necesita más revoluciones, Emilio. Tú estás en la Meca del cine, y el cine es la herramienta más efectiva que los humanos hemos inventado para expresarnos. Aprende a hacer películas y regresa a nuestra patria con el conocimiento. Haz nuestro cine y así podrás expresar tus ideas de manera que lleguen a miles de personas”.

"Aunque tan ardorosamente mexicano como lo era todo en él, Fernández fue un hombre de la frontera. De esos que no atienden a razones andando en la borrachera"

Muchos años después, ya consagrado como uno de los grandes cineastas de México —fue el primero en ser proyectado y premiado en los festivales internacionales más sobresalientes—, en mayo de 1976 fue detenido en Guatemala, aunque otras fuentes sostienen que él mismo se entregó. El caso es que se le acusaba del asesinato de un campesino que respondía al nombre de Javier Aldecoa. Parece ser, según explicaron los compañeros de Fernández, que él y la víctima se enzarzaron en una riña mientras nuestro realizador y su equipo localizaban exteriores en Coahuila para el rodaje de México norte (1977), penúltimo filme del cineasta. El que iba a morir quiso saber si Fernández era tan duro como aparentaba en las películas, y el Indio —como aparece acreditado Fernández en tantas cintas, reivindicando así sus orígenes con orgullo: era hijo de un coronel revolucionario y una mujer kikapú—, que era un hombre bragado en las balaceras de la Revolución, le pegó un tiro fatal. Recluido en prisión, sus compañeros, los del cine, quienes no se cansaron de recordar el peligro que entrañaba que el paisanaje asociase al actor con los malotes que interpretaba ante los tomavistas, se movilizaron y consiguieron reunir los 150.000 pesos que se fijaron como fianza para la libertad condicional.

De nuevo en la calle, tras pasar seis meses entre rejas, volvió a ser detenido por no presentarse en el juzgado, tal y como estaba dispuesto cuando se le dejó salir, y parece ser que, en esta ocasión, cumplió la pena de cuatro años, seis meses y 12 días que le fue impuesta. De no ser porque también estuvo a punto de pegarle un tiro a Chavela Vargas, luego de haberla invitado a una fiesta en su casa, podría decirse que Emilio Indio Fernández era como Juan Charrasqueado, Gabino Barrera o cualquier otro de los protagonistas de los corridos de la Revolución, que Chavela grabó en 1970 y, no mucho después, con el magisterio que la caracterizaba —y borracha como una cuba— interpretaba en directo en los espacios de José María Íñigo. También en la televisión pretérita española.

"Nuestro cineasta, más que nada, era un hombre de frontera porque, como los personajes de su amigo Sam Peckinpah, vivió a ambos lados de la ley"

Aunque tan ardorosamente mexicano como lo era todo en él, Fernández fue un hombre de la frontera. De esos que no atienden a razones andando en la borrachera. Los que amamos el western crepuscular por encima de cualquier otro género cinematográfico tenemos un concepto muy amplio de esa “frontera”. Así, de entrada, esa línea de demarcación es la trazada por el río Grande —río Bravo en México—, el que había que cruzar cuando la ley acababa por imponerse en el sur de California; al oeste del Pecos, en Texas; en los últimos lugares sin estrellas plateadas de Nuevo México, etc., etc. Y cabalgar hacia el sur, en busca de nuevos problemas.

Como ya se ha dicho, Emilio era natural de Coahuila, estado mexicano separado del de Texas por el río Grande. Pero nuestro cineasta, más que nada, era un hombre de frontera porque, como los personajes de su amigo Sam Peckinpah —el poeta del crepúsculo de las películas del Oeste—, vivió a ambos lados de la ley. Se equivocaran o no con él, hubo veces que luchó contra ella. Y también fue un hombre de la frontera que separó a dos tiempos: el que acababa —la Revolución Mexicana, prolongada durante toda la segunda década del siglo XX— y el que trajo esa nueva época que sucede a todas las revoluciones.

"Por la maravillosa Dolores del Río el maestro sintió auténtica adoración, desde que coincidió con ella en varios rodajes"

Y aún caben más fronteras, puestos a hablar de los días y las cintas del gran Emilio Fernández: la de los géneros, que se pierde cuando una obra maestra de la altura de Pueblerina (1948), una de sus mejores realizaciones, deja de ser un melodrama y cobra trazas de western; y otra última, la que hace que sus grandes clásicos —fue un cineasta mayúsculo— se conserven para el estudio y la admiración de las generaciones venideras, tanto en la célebre Biblioteca del Congreso estadounidense como en la Cineteca Nacional de México. Ése es el caso de La perla (1947), primera adaptación de la novela homónima de John Steinbeck, dirigida por el gran Fernández, al igual que la versión inglesa rodada el año siguiente, también con Pedro Armendáriz y María Elena Marqués de protagonistas.

Iniciada con Allá en el rancho grande (Fernando de Fuentes, 1936), en la que Emilio Fernández dio vida a un bailarín, la edad de los prodigios del cine mexicano se prolongó durante un par de décadas, hasta que en el 56 las emisiones televisivas comenzaron a desplazar a la gran pantalla. Tras dos títulos menores, nuestro realizador se incorporó a aquel periodo del cine de su país con Flor silvestre (1943). Fotografiada por Gabriel Figueroa —otro grande entre los grandes del panorama mundial de la iluminación fílmica y la fotografía fija—, fueron sus protagonistas Dolores del Río, Pedro Armendáriz y el propio Fernández. Por la maravillosa Dolores del Río, el maestro sintió auténtica adoración, desde que coincidió con ella —siendo él un extra en Hollywood— en varios rodajes. “Me miraba, pero sin verme. Eventualmente, me pediría que yo la dirigiera en su primera película en México. Me enamoré de ella, pero ella me ignoraba. Yo la adoraba, de veras”. Aunque su amor por ella siempre fue platónico, fue tan exaltado que la primera señora Fernández, Gladys, acabó divorciándose por esa quimera. Después llegó Columba Domínguez, la protagonista de Pueblerina, su segunda esposa, en quien vio la más genuina encarnación de la belleza de las mujeres de su tierra, convirtiéndola en otra de las estrellas de la edad de los prodigios del cine mexicano.

"El mismísimo John Ford llegó a confiarle el rodaje de algunas de las secuencias localizadas en exteriores mexicanos de El fugitivo"

Si Fernández hubiera sido únicamente ese malote al que dio vida en Hollywood en tantas películas inolvidables —el general Mapache de Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969), el Ybarra de Los aventureros del Lucky Lady (Stanley Donen, 1975), el Diosdado de Bajo el volcán (John Huston, 1984)…— aquel entrevistador de la antena pretérita no hubiera mostrado tanta extrañeza por los años de reclusión de este gran cineasta. No es nada extraordinario que los intérpretes de reparto que incorporan a los villanos de las películas hayan tenido personalmente experiencias próximas a las villanías que recrean.

Pero Emilio Fernández fue el realizador de todo un repertorio de obras maestras. Abre el florilegio María Candelaria (1944), merecedora del Grand Prix en la primera edición del Festival de Cannes celebrado tras la guerra. Su asunto —una periodista quiere saber sobre una indígena, a la que un artista pintó desnuda, abriendo así un flashback que nos cuenta una bella historia—, concebido en una noche de farra y escrito en una servilleta, fue un regalo de Fernández a su idolatrada Dolores por su cumpleaños. En el 46 llegó Enamorada, con María Félix y Pedro Armendáriz, su protagonista más frecuente. Ya con lo que podría definirse como su “compañía estable” —Figueroa de primer operador, Dolores, Columba y Armendáriz de protagonistas— en el 49 Fernández adaptó a Benavente en La malquerida. El mismísimo John Ford llegó a confiarle el rodaje de algunas de las secuencias localizadas en exteriores mexicanos de El fugitivo (1947).

En efecto, nuestro cineasta también se desempeñó como director de la segunda unidad de los rodajes que los realizadores estadounidenses localizaban al otro lado del río Grande. Pero lo que cumple es estudiarle como uno de los grandes del melodrama en la edad de los prodigios de la pantalla de su país. Melodramas, a menudo, ambientados en la Revolución y tan arrebatados que acababan presentando trazas de western.

"Creo que Fernández se recordó a sí mismo, en sus días de revolucionario, ante aquel niño, rodando aquella secuencia"

Descubrí a Emilio Fernández hace casi medio siglo, incorporando a los malotes de las cintas del gran Peckinpah: el Paco de Pat Garrett y Billy el niño (1973), el jefe de Quiero la cabeza de Alfredo García (1974)… Siempre he de recordarle recreando al general Mapache de Grupo salvaje. Más exactamente, en esa secuencia en que los villistas atacan el tren en el que viaja su hueste mientras una chamaquita interpreta una ranchera de cara al enemigo. Arrecia la balacera, se intensifican las descargas de los Mauser… Al final todos acaban huyendo. Todos menos un chamaco, un niño al que el uniforme le queda grande, que asiste sin temor alguno al ataque de los villistas en la primera línea de los de Mapache. Sólo quedan el general y él, cuando el chaval se vuelve, le saluda y le da las novedades del combate. Mapache se cuadra ante el muchacho y contesta a su saludo emocionado: el más valiente de sus soldados tendrá 13 o 14 años y el uniforme le queda grande. Creo que Fernández se recordó a sí mismo, en sus días de revolucionario, ante aquel niño, rodando aquella secuencia. El pequeño valiente y su general se vuelven hacia los suyos y caminan hacia ellos con calma, como si las balas de los villistas no silbasen a su lado.

Ya no hay gente así, ni se hacen películas como las de Emilio Fernández y Sam Peckinpah. ¡Maldita sea! No volveré a cabalgar con ellos, no volveré a brindar con su tequila.

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