Lorenzo Aguilar vuelve a su pueblo muy satisfecho. La comida con los responsables de Urbanismo ha salido exactamente como él quería, y ya tiene luz verde para la obra de su vida: la urbanización de lujo que va a poner a Valdepenín en el mapa de España, esa urbanización a los pies de los Montes de Toledo a la que van a querer venir a pasar los fines de semana las grandes fortunas del país; en cuanto se hunda definitivamente Valdecañas, el golf ese de Cáceres, —que por sus cojones se va a terminar hundiendo aunque se tenga que llevar por delante al mismísimo Presidente del Tribunal Supremo, y ya van dos avisos—, van a comprar en Valdepenín. Lleva más de quince años con el proyecto encima de la mesa, pero se le adelantaron con el pantano ese de Valdecañas, y todos invirtieron ahí. Ahora es el momento, su momento. Se ha hecho con todas las parcelas posibles, tuvieran dueño o no, y sólo le falta comenzar a vender el proyecto, la idea del resort a una hora de la capital porque, qué coño, Cáceres está a dos horas y media, Valdecañas ha sido declarado ilegal y lo demuelan o no, está muerto. Lo tiene todo de su lado, desde los informes de Medio Ambiente en los que se afirma por activa y por pasiva que ahí no anida ningún puto pájaro en extinción y los planeamientos urbanísticos a punto de aprobarse, hasta los concejales, arquitectos, ingenieros, abogados y algún magistrado hambriento dispuestos a ayudar.
Le apetece mucho la montería de los Robles. No le suelen invitar, pero ahora que está de novio con Isabel no le pueden dejar de lado y sabe que ahí, además de los grandes y enormes de España y su puta madre, habrá políticos, algunos conocidos y otros por conocer. Las mesas no estarán asignadas, así que en el desayuno prestará atención a ver con quien le conviene sentarse después. Ya le han contado el menú y le gusta, lo malo son los quesos esos de postre, las mariconadas del Robles, que habrá pedido que lo adornen todo con frutos secos, —al menos no es alérgico a todos— y trozos de membrillo. Eso sí que le gusta, el membrillo. A ver si le dice a la cocinera de Isabel que le prepare un poco.
Aparca en la puerta de su casa y se fija en la furgoneta blanca que baja por el camino sin asfaltar hacia la entrada de la finca. Le llama la atención, porque la ha visto mucho durante todo este mes y no sabe quién la conduce. Será algún repartidor que les lleva comida para mañana, pero es que está repartiendo mucho en la finca últimamente, ¿no? A ver si es que va a haber algo sucio en la vida de los marqueses. Que él se lo sabe todo porque de eso se encarga su jefe de seguridad, Abelardo, que hoy no se queda en Valdepenín por una urgencia familiar. No le queda más remedio que enterarse por sí mismo.
No se baja del coche y decide seguir a la furgoneta, que para en la entrada de la finca. Ve cómo se baja el gitano, cómo espera tranquilo en la puerta de la casa y observa desde la ventana la mirada de la marquesa cuando se rompe la silla. Hay algo ahí, algo que tiene que encontrar. ¿Qué cojones pinta un gitano rondando la finca de los marqueses de Robles, y a santo de qué esa mirada tan intensa?
Aguilar toma nota mental de pedir a Abelardo que investigue.
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