Aquella mañana Robles despertó con la decisión de poner punto final a la relación con Agapita. Habían sido cinco años maravillosos: dos de noviazgo y tres de casados. La belleza de Agapita continuaba indiscutible: su piel, su cuerpo, sus rasgos. Aún joven, se anticipaba una mujer que embellecería con el transcurrir de su vida.
La resignación, o la afabilidad, de Agapita para aceptar la noticia, sorprendió a Robles. Incluso quizás un poco, muy contra su voluntad, lo decepcionó. Robles intuyó en el rostro de la que ya era casi su ex mujer, no la predicción de ese momento concreto de ruptura, sino la calma sabiduría de saber que todo, desde el amor hasta la buenaventura, puede acabarse repentinamente, porque sí, como se extinguieron los dinosaurios o estalló Krakatoa. La cercanía, la atracción, la estabilidad, no necesitan de excusas para desintegrarse, parecía asumir Agapita, en su triste y modesta sonrisa. ¿Qué podía ella contraponer? Ya no la amaba, entendió. De algún modo, esa declaración de Robles la enfrió. Lo que pudo haber sido un escándalo, una reacción intempestiva, llanto, se aplacó por la mera conclusión de que no había nada que hacer.
En el amor, las plegarias son inútiles. No cabe dirigirlas al Todopoderoso, pero mucho menos al interlocutor en fuga. Esos deseos no se pueden pedir.
Las pertenencias del matrimonio eran frugales, en el exacto punto de la clase media; pero los dividieron con racionalidad (el “pero” procede porque a menudo lo escaso se divide con más saña que la opulencia). Vendieron la casa. Acordaron por un tiempo no concurrir a los lugares en común. Pronto Robles debió emprender su gira laboral. Trabajó en Marsella, en Toulouse, Niza, Ámsterdam, Hamburgo, Mónaco. Cada punto de la gira le resultaba exultante. En las afueras de Ráfaga, una pequeña ciudad del Mediterráneo italiano, debía consultar a los responsables de un complejo agrícola, donde se desarrollaban pomelos y naranjas de calidad y sabor hasta entonces desconocidos. Pasaba unas horas en un pequeño restaurant junto al mar, un local deslumbrante en su rusticidad, de piedra, con una pequeña variedad de platos, a cual más atractivo, y un vino tinto edénico. Luego sería trasladado al sitio de referencia, a unos 40 kilómetros. Entonces la vio: era Agapita, sutilmente embellecida por los días y la distancia.
Las manos parecían estar tomadas con el hombre sentado frente a ella. Pero una observación detenida desengañaba al espectador. El hombre era Fabrizio, el famoso actor italiano, por el cual tantas mujeres expresaban a gritos su admiración, amor, devoción. Como interprete, procuraba películas donde expresar su capacidad para los personajes trágicos o de comedia. Pero invariablemente los cines se repletaban de adoratrices. ¿Qué estaba haciendo allí Agapita con Fabrizio?, se preguntó Robles: “¿acaso averiguó mi itinerario laboral y me sigue?”.
¿Era una loca? ¿Una acosadora?
Pero en ese caso, ¿por qué la acompañaba Fabrizio? Repentinamente, sin decidirlo, Robles se encontró de pie, marchándose. Pero debió regresar y dejar el dinero para pagar la suntuosa cuenta, sin aguardar el vuelto. Aparentemente ella no lo había registrado.
Robles llevó a cabo su tarea en los naranjales con impaciencia, pero sin distracción. Logró postergar sus especulaciones hasta después del trabajo. ¿Qué posibilidades existían en el universo de que aquel encuentro hubiera sido casual? Esa ocurrida.
Debió aguardar dos meses pero finalmente, en Buenos Aires, muy para su vergüenza, transido de curiosidad, impostó un encuentro fortuito con Agapita, en un lugar donde Robles no debiera haber asistido. Le preguntó, esforzándose por no increparla, sobre su aparición con Fabrizio en Ráfaga. Agapita respondió perpleja, ¿la estaba siguiendo? Robles confesó haber pensado lo mismo viceversa. Agapita explicó que había conocido a Fabrizio en Chile, poco antes de que se convirtiera en estrella. Había sido un romance apasionado. Fabrizio no había podido olvidarla, pero ella había preferido a Robles.
—¿Y por qué me elegiste a mí? —preguntó Robles con la voz quebrada.
—Ya le estaban llegando los contratos internacionales —rememoró Agapita, con la mirada perdida—. Nunca quise una vida en las luminarias. Me gusta la discreción, la intimidad. Estoy bien con mis cerámicas, conmigo misma, aunque suene presuntuoso. No soy creyente: pero a menudo me digo que me alcanza con lo que Dios me dio. No pido deseos en las fiestas.
Robles la tomó de las manos, como Fabrizio no lo había hecho en el restaurant de Ráfaga. Pero Agapita las retiró rápidamente, le aclaró que todo entre ellos había terminado, como una pieza de cerámica que ya no puede volver a reunirse si se quiebra.
—————————
Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: