Pisos de alquiler, trabajos más o menos inestables, amores mudos, experiencias cotidianas y universales donde los personajes demuestran de manera poco práctica, tendente a la soledad y la imaginación febril de su propia vida, una forma singular de vivir y de amar. Así son los relatos del libro Los búlgaros, que acaba de publicar el periodista Gonzalo Núñez en la editorial Sr. Scott. Escrito con el peso de los años inconfundibles de grandes lecturas, Gonzalo nos regala este pequeño libro, que es raro y perfecto como un cabujón de río. Él mismo lo define en el prólogo mejor que nadie: “Me parece evidente que al igual que el fármaco inventa a menudo la enfermedad, la modernidad ha creado su propia idea de las relaciones”.
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—¿Cómo surge este libro de relatos?
—Pues surgió de manera espontánea, natural. Los fui escribiendo como el que escribe por entregas a sí mismo, y cuando me di cuenta tenía un corpus de historias que compartían elementos comunes y que eran un múltiple reflejo de una voz literaria que podría considerar como propia. Aunque es curioso, porque de la escritura de estos relatos han pasado algunos años y hoy al leerlos siento una mezcla de bochorno y ternura, como si me costara reconocerme en ellos. Supongo que es similar a cuando uno repasa el álbum de fotos antiguas.
—¿En qué consiste la necesidad de escribir?
—Pues en reciclar la vida a través de las palabras. Hacer periodismo, aunque sea en un medio escrito, no es exactamente escribir, es un oficio en el que, al menos para mí, el foco está en la obra de los demás. En las entrevistas, las crónicas de libros o de cine, las palabras se ponen al servicio de la obra de otros, dan a conocer inquietudes ajenas. Es cierto que antes de Los búlgaros, yo ya había escrito y publicado un par de cosas: una crónica larga sobre la aventura de un espeleólogo sevillano (en 2021), además de colaboraciones en varios libros sobre cine. No había tenido tiempo de plantearme la carrera literaria, pero sí tenía la intuición (o el secreto anhelo) de que la escritura era mi camino. Sin saber muy bien cómo, vivía con la certeza de que acabaría escribiendo ficción.
—¿Cuál podría ser la sinopsis de estas historias que componen Los búlgaros?
—Son historias altamente fantasiosas, pero todas parten de mi vida durante casi diez años en el barrio madrileño de Chamberí: mis casas de alquiler, mis trabajos más o menos inestables, más o menos felices, mi entorno… Necesitaba un punto de partida para armar estas historias que en el fondo son cuentos de amor, así que les cedí mis circunstancias: la soledad capitalina, una fantasía exagerada, la necesidad del otro y al mismo tiempo la incapacidad para relacionarme con los otros. Al comienzo del libro trato de explicarlo: «Pasé una década como tantos otros, ocupado en entenderme con la ciudad y en que la ciudad se enterara de que ahí estaba yo. Cuando me fui, dejé el trabajo a medias». Supongo que con estos relatos trataba de cerrar el círculo; de terminar, aunque fuese en fragmentos, mi propia historia inconclusa.
—¿De dónde sale el título Los búlgaros?
—Inicialmente, cuando empecé a pensar en estos cuentos como relatos los llamé Los amorosos. De hecho, una de las citas que abre el libro tiene mucho que ver con la manera de amar (o de no hacerlo) de los protagonistas y también con mi manera de contarlo. Es de un escritor que me gusta mucho, Jaime Sabines: “Los amorosos salen de sus cuevas temblorosos, hambrientos, a cazar fantasmas”. Esa forma de amor cuadraba con la filosofía de mis personajes: buscadores de pasiones, siempre en la eterna exploración del exterior como una prolongación deformada y a la intemperie de sí mismos. Pero a medida que el libro avanzaba y los nuevos relatos engrosaban el volumen y me planteaba la posibilidad de su publicación, me di cuenta de que ese título podía despistar; sonaba bastante cursi, como de «Los osos amorosos». Así que tomé el título del primer cuento.
—Es a la vez potente y extraño.
—Eso es. Me gustaba su sonoridad; la tensión que se generaba entre el amor y el sonido evocador de la palabra “búlgaros”. Yo había escrito aquel primer relato de “Los búlgaros” en unos meses en los que la prensa no paraba de publicar noticias sobre robos a casas perpetrados con bastante violencia por una banda de ladrones de Bulgaria (te estoy hablando de hace diez años, más o menos). De hecho, los ladrones de mi relato salen directamente de aquellos sucesos. Entonces, como si asistieran a un acuerdo del subconsciente, los búlgaros fueron apareciendo en todos mis relatos, desde un portero de discoteca (personaje real, por cierto), a un búlgaro improvisado. De esa manera me di cuenta de que, salvando todas las distancias, podía hacer en mi libro de cuentos como Berlanga en sus películas cuando, recurrentemente, hacía que alguno de sus protagonistas hablase del Imperio Austrohúngaro. Pues bien, yo me marqué un Berlanga literario con mis búlgaros. El título terminó consolidándose para mí y ya no tenía sentido cambiarlo. Además, los búlgaros vinieron a darle coherencia a la disparidad de historias, al margen de los personajes y sus circunstancias.
—Hablas de la sonoridad y la intuición en la elección de las palabras como un poeta.
—Ojalá lo fuese. Pero sí es cierto que he sido muy lector de poesía desde la adolescencia hasta los veinte años, más o menos. Después dejé de comprar, o mejor dicho, dejé de actualizarme con la regularidad que lo hacía entonces, pues mis lecturas poéticas se volvieron recurrentes, selectivas. Lo cierto es que ahora leo poesía actual, pero en digital; me gusta estar atento a lo que escriben las nuevas generaciones, aunque sin dejar de releer a los clásicos. Creo firmemente en la utilidad de la poesía.
—¿En qué sentido?
—Como herramienta de trabajo. Es que para todo escritor de prosa, ya sea articulista, periodista o cualquiera que desee escribir con un sentido literario, la poesía es la base irrenunciable. Al menos yo pertenezco a esa escuela de escritores que se construyen de manera autodidacta, que aprenden a escribir leyendo mucho primero y después escribiendo, y he de decir que durante un tiempo practiqué la poesía, aunque sin fortuna. Como a Cervantes, Dios no me ha querido agraciar con ese don. Bueno, tampoco me ha dado el don cervantino a nivel de prosa, entiéndeme (risas). Digamos que he sido voluntarioso con la creación poética sin llegar a grandes resultados.
—¿Cuáles han sido tus influencias literarias?
—El problema de las influencias es que al final no eres capaz de discernir cuál te ha calado más o menos. Sí sabes qué te ha impactado en cada momento, y a mí me han impactado los grandes clásicos. He sido y un gran fanático de Scott Fitzgerald; es mi autor fetiche, no sólo como escritor sino en la capacidad literaria de encarnar a su propio personaje. También he leído mucho a Proust, y me apasiona cualquier frikada del Siglo de Oro, pero sobre todo he sido, como lector, muy decimonónico: Tolstói, Stendhal…
—¿Y para Los búlgaros has leído algo en especial, con más insistencia?
—Pues sí; de hecho, he ido soltando a lo largo de los relatos algunas claves de autores que amo para que el lector pueda identificarse o discrepar, en caso de no verlas o no amarlas. Uno de ellos, quizás el que más peso tiene, es Robert Walser, un autor que leía y releía cuando me hallaba en plena escritura porque su voz me ayudaba a conformar la mía en mis cuentos. Relatos como “El paseo” o “El ayudante” que son en realidad grandes historias de amor construidas en pequeños relatos, a veces apuntes dispersos. Y cómo no, Milan Kundera, Italo Calvino y hasta Woody Allen, cuyo humor tiene, en algún caso, bastante que ver con el mío. No lo nombro expresamente, pero también están muy presentes los artículos y cuentos cortos de Joseph Roth, que siempre tienen una melancolía bonita, con esos personajes desperdigados que, como los míos, andan a la búsqueda sin fin de su lugar en la ciudad o dentro de su propia vida.
—¿Hay vida después de Los búlgaros?
—Espero que sí (risas). Al principio yo sentía una mezcla extraña de miedo a publicar y frustración por no hacerlo. Al ver la luz editorial mis búlgaros pensé que acallaba a los fantasmas, pero no es así. Tengo una novela terminada, pero claro, es un salto a otro género y otro tono, por tanto es un miedo renovado. Pero bueno, al final hay que romper ese tabú, porque es la única manera de continuar en este oficio. He vivido muchos años lamentando no ser reconocido por lo que escribo, así que precisamente ahora que la gente a la que admiro habla bien de mí, me toca sin remedio seguir adelante.
—¿Te sientes escritor?
—Uno no se acostumbra nunca a la careta de escritor, pues es algo que toca ir renovándose continuamente y cuya reválida depende en gran medida de los otros, de gente desconocida, al fin y al cabo. Muchos de nosotros llegamos hasta aquí con la idea de encontrar cierta satisfacción o plenitud en publicar, pero luego ves que una vez que has escrito nada sirve de nada, porque nunca terminas de apagar esa sed de explicarte, de retratarte, de volcarte en palabras. Escribir es un oficio infinito.
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