Ichabod Crane, un humilde maestro de escuela que ambiciona progresar, es destinado a Sleepy Hollow, un remoto valle del estado de Nueva York rico en leyendas fantásticas y sobrenaturales, muy especialmente la del terrorífico Jinete sin Cabeza que vaga por las noches por el lugar. Su decisión de cortejar a la joven Katrina Van Tassel, la hermosa hija de un acaudalado granjero, le enemistará con otro de sus pretendientes, Abraham «Brom Bones» Van Brunt, un rudo mozo de la zona que tratará de impedir que Ichabod haga realidad sus deseos de progreso. Esta rivalidad provocará un desenlace tan misterioso como escalofriante. El relato más conocido de Washington Irving, espléndidamente ilustrado por Antonio Lorente, que adopta aquí su registro más oscuro y misterioso.
Zenda adelanta un extracto de la edición de La leyenda de Sleepy Hollow, de Washington Irving, ilustrada por Antonio Lorente para Edelvives.
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En este apartado rincón de la naturaleza vivió, en una época remota de la historia de América del Norte, es decir, hará unos treinta años, una honorable criatura llamada Ichabod Crane, que pasó una temporada o, dicho de otro modo, que se «rezagó», en Sleepy Hollow, con el propósito de instruir a los niños de las vecindades. Era oriundo de Connecticut, estado que aporta a la Unión pioneros tanto de mente como de los bosques, y que cada año envía a sus legiones de leñadores fronterizos y maestros rurales. Su apellido, Crane, le hace justicia. Era alto, pero desgarbado, estrecho de hombros, de largos brazos y piernas, manos que asomaban en exceso por fuera de las mangas, pies que cabría confundir con palas y, en conjunto, con una figura poco garbosa que se diría a punto de descoyuntarse. Tenía la cabeza pequeña y plana por arriba, orejas abultadas, grandes y vidriosos ojos verdes y nariz larga y picuda, de tal manera que parecía una veleta fijada sobre un eje, su cuello, con la que indicar la dirección del viento. Si uno lo viera avanzar a grandes zancadas por la ladera de una montaña durante una jornada ventosa, con sus ropas infladas y ondeantes, lo confundiría con el genio malvado de la hambruna que desciende sobre la Tierra o con un espantapájaros huido de algún maizal.
La escuela en la que impartía clases era un edificio de planta baja de una sola estancia, toscamente construido con troncos; las ventanas eran en parte de cristal y en parte de hojas de viejos cuadernos unidas a modo de parche. Para cuando el aula se vaciaba, había ingeniado un curioso sistema de seguridad: una vara de mimbre enrollada en la manivela de la puerta, así como estacas apoyadas en las contraventanas, de tal manera que si bien un ladronzuelo tendría muy fácil el acceso, no así la salida… (una idea que, con toda probabilidad, había copiado del arquitecto Yost Van Houten, inventor de las misteriosas nasas para la pesca de anguilas).
La escuela se alzaba en un lugar bastante solitario, pero su localización resultaba agradable, justo al pie de una colina boscosa, con un riachuelo que discurría por las inmediaciones y un formidable abedul que crecía en el extremo de este. Desde ese punto, el suave murmullo de voces del alumnado, concentrado en recitar la lección, podía oírse en un soporífero día de verano cual zumbido de un enjambre; mas cada poco tiempo era interrumpido por la voz autoritaria del maestro, en tono de amenaza o de orden, o bien, por ventura, por el espantoso sonido del viento al enredarse en la vara de abedul, como si urgiese al rezagado merodeador a transitar por el florido camino del conocimiento. La verdad sea dicha: Ichabod Crane era un hombre meticuloso, aferrado siempre a su máxima de oro: «La letra con sangre entra, y la labor con dolor». Desde luego, sus estudiantes emprendían sus tareas sin rechistar.
No quisiera, sin embargo, pintarlo como uno de esos crueles potentados de escuela que disfrutan colmando de erudición las materias que imparten; muy al contrario. Si administraba justicia, era conforme a un criterio de discriminación y no de severidad; retiraba las cargas de lomos de los débiles para repartirlas entre los fuertes. Se mostraba indulgente con aquellos mozalbetes debiluchos que se resentían a la menor floritura de la vara; no obstante, luego lo compensaba al impartir justicia con un varazo doble a algún pequeño golfo holandés rudo y porfiado de amplio mandilón, quien, envalentonado, se rebelaba bajo el abedul. A esto lo llamaba «cumplir con el deber de los padres», y jamás castigaba sin a continuación afirmar categórico, para gran consuelo del muchacho, que «aquel lance no habría de olvidarlo y que se lo agradecería durante el resto de su vida».
Finalizadas las clases, se convertía incluso en camarada y compañero de juegos de los mozos de más edad; y las tardes festivas escoltaba hasta su casa a los escolares más jóvenes, quienes, casualmente, solían tener bellas hermanas, o madres muy competentes en el gobierno del hogar, célebres por sus despensas bien surtidas. De hecho, para Ichabod era menester cultivar una buena relación con sus alumnos.
El estipendio que le proporcionaba la escuela era modesto, lo justo para comer pan todos los días, pues era un glotón redomado, y, aunque flacucho, tenía una digestión de anaconda; sin embargo, para contribuir a su correcta manutención, recibía, de acuerdo con la costumbre local, techo y comida en las haciendas de los granjeros a cuyos hijos instruía. Se mudaba pues de granja en granja por espacio de una semana, gracias a lo cual recorrió la comarca entera, con todos sus terrenales efectos a cuestas, en un hatillo hecho con un pañuelo de algodón.
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Autor: Washington Irving. Ilustrador: Antonio Lorente. Traducción: Alejandro Tobar. Título: La leyenda de Sleepy Hollow. Editorial: Edelvives. Venta: Todostuslibros.
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