Quienes nacimos en la agonía de los ochenta, cuando la caída del Muro y la publicación del Oh Mercy de Bob Dylan, somos hijos de Jurassic Park. Steven Spielberg hizo oro con la adaptación cinematográfica de la novela de Michael Crichton, desató la dinomanía urbi et orbi y marcó la infancia de toda una generación, la mía, que descubrió el concepto de “aventura” contemplando, hipnotizada, fascinada y, hasta cierto punto, aterrorizada, cómo el majestuoso y temible tiranosaurio se escapaba de su cercado y cómo el dilofosaurio, lobo disfrazado de cordero, dejaba ciego al capullo del gordo y se lo merendaba en el jeep.
Jurassic Park contaba con un plus que, en mi opinión, la hacía más atractiva que otras narraciones de ciencia ficción: licencias hiperbólicas al margen —como dice mi amigo Paco García-Valenzuela, en las últimas entregas de la saga “a los velocirraptores sólo les falta el título de ingenieros”—, los dinosaurios existieron, eran criaturas reales y fueron los señores del terruño, desde la Antártida hasta Alaska, pasando por Cuenca —habitada por bichos como Concavenator o Pelecanimimus—, durante casi 150 millones de años. Los interesados en la materia teníamos un vasto mundo por descubrir y estudiar. Y los más frikis aprendimos lo que era un saurópodo, Pangea, el océano Tetis, que un meteorito mandó al guano a los lagartos terribles y que, gracias a ello, unos animales similares a musarañas, mucho, muchísimo tiempo después, se acabaron convirtiendo en Vladímir Putin.
La gran Cristina Torres, periodista de Penguin, me mandó en la víspera de Navidad un libro apasionante que me ha retrotraído a la niñez. Lo firma el paleontólogo y biólogo evolutivo Steve Brusatte y se llama Auge y caída de los dinosaurios (Debate, 2019). Explica cómo estos reptiles surgieron, con timidez, hace entre 240 y 230 millones de años, mientras la Tierra se lamía aún las heridas de la extinción pérmica, que dio matarile al 90% de todas las especies; cómo prosperaron y se diversificaron durante el Jurásico; cómo, mucho antes de que existieran los tiranosaurios, otros terópodos gigantes como Carcharodontosaurus y Giganotosaurus reinaron en la cadena trófica, y cómo estos seres se extinguieron… parcialmente: “Llegar a la conclusión de que las aves son dinosaurios es probablemente el hecho concreto más importante que hayan descubierto nunca los estudiosos de estos animales prehistóricos”.
Auge y caída de los dinosaurios es, además, un libro de historia. Brusatte escribe sobre los padres de la paleontología, como Thomas Henry Huxley, el tipo que acuñó el término “agnosticismo” y el primero en señalar que los gorriones descendían de los Compsognathus. Algunos de estos cazadores de huesos fueron unos piezas de cuidado. Henry Fairfield Osborn, por ejemplo, racista furibundo, organizó una expedición científica a Asia con la idea de encontrar los fósiles humanos más antiguos “para demostrar que su especie no podía haberse originado en África”. Barnum Brown, asesor de Walt Disney en Fantasía que tenía un programa semanal de radio en la CBS, “iba a la búsqueda de fósiles en pleno verano vestido con un largo abrigo de piel, obtenía dinero extra ejerciendo como espía para gobiernos y para compañías petrolíferas, y le gustaban tanto las mujeres que todavía hoy se habla por todas las llanuras del oeste de EEUU de la compleja red de retoños que dejó tras de sí”. Del mismo gremio que James Bond fue también el aristócrata transilvano Franz Nopcsa von Felsö-Szilvás. El Gobierno austrohúngaro le pagaba para que proporcionara información sobre sus vecinos otomanos. Planeó una rebelión contra los turcos y quiso ser rey de Albania. Desahuciado y depresivo, le descerrajó un tiro a su amante y, acto seguido, dirigió la pistola contra sí mismo. Previamente, estudió los minidinosaurios de su tierra.
En definitiva, hínquenle el colmillo a este ensayo tan cojonudo —y, lo olvidaba, tan bien escrito— del paleontólogo Brusatte. Sobre todo, si se consideran hijos de Jurassic Park.
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