En cierto momento de Entre copas (Alexander Payne, 2004), el profesor deprimido que interpreta Paul Giamatti le explica a la mujer de la que se está enamorando por qué la uva pinot es su predilecta. Miles, amante del buen vino, aprecia el cuidado, la paciencia y la atención constante que requiere esta uva para crecer y desplegar su extraordinario potencial. Se vislumbra que, lo sepa o no, Miles habla también de sí mismo.
Malgastar la vida es el gran temor, la mayor tragedia, que en el cine de Payne cabe concebir. La soledad y la inautenticidad de las relaciones personales —mención especial para las fallas de la paternidad— son sus síntomas recurrentes. Y las causas se encuentran en los errores propios (Miles) y en las circunstancias que no hemos elegido (Paul). Sin caer en moralismos o en salidas fáciles, el cine de Payne se resiste una y otra vez a que el vacío existencial tenga la última palabra. Sus historias consiguen abrir caminos en la espesura, tienden la mano a los personajes que, causando daño o sufriéndolo en sus carnes, se desnortaron en cierto momento. O a quienes, como el joven Angus, corren el peligro de hacerlo.
Las películas de Payne, entonces, están transidas de segundas oportunidades. Con mayor o menor grado de consciencia, sus protagonistas anhelan hacer sus vidas significativas. En 14e Arrondissement, el genial cortometraje que Payne firma en Paris je t’aime (2006), una turista estadounidense es recompensada con una epifanía consoladora como colofón a su deambular solitario por París. Si la idea del fracaso desespera a Miles y lo arrastra al patetismo en Entre copas, Carol (Margo Martindale) se distingue por su resignación estoica en este cortometraje. Su omnipresente voz en off expresa una voluntad racional de conformidad con la soledad que le ha tocado en suerte. Sin embargo, este talante afirmativo contrasta con las pulsiones profundas e invisibles que la han conducido a la ciudad romántica por excelencia.
Los que se quedan incide en el retrato de otro personaje estoico y alérgico a la autocompasión. No puede ser casual que las Meditaciones de Marco Aurelio constituyan la guía espiritual de Paul Hunham. Este puede pensar, o querer pensar, que prefiere estar solo a compartir su vida con una mujer, o que la adversidad forja el carácter, pero los hechos desmienten las verdades de su credo. Apoyado en el guion de David Hemingson y en la interpretación de Giamatti, Payne muestra una vez más su pericia para componer antihéroes matizados. El rechazo que podrían suscitar la rigidez y la severidad del personaje se compensa con momentos de humanidad sincera, a veces torpes, y con su ironía y sarcasmo, divertidísimas armas con las que se protege del desprecio que le profesan colegas y estudiantes. Sin sentimentalismos, Payne contagia al espectador una mirada compasiva, capaz de disculpar las fallas y debilidades de Hunham, y de congraciarse con él. Parte del secreto radica en la destreza con la que el relato disemina la exposición de los reveses que truncaron su prometedor porvenir. Además, como buen sátiro, Payne no da puntada sin hilo, y la cercanía hacia esta figura grisácea se acrecienta por su condición de víctima y testigo de un sistema que ampara la corrupción y las injusticias de clase y raza, y que perpetúa en la élite social a unos trogloditas con dinero.
A diferencia de Carol, la clave con la que Paul Hunham exorciza su insignificancia no radica en el encuentro con un lugar sino, al modo de A propósito de Schmidt o Los descendientes, en el roce obligado y no exento de fricción con otros personajes, lo que a su vez crea la oportunidad de llegar a reconocerlos (Nebraska). Payne y Hemingson provocan la interacción (benéfica) en situaciones cotidianas, ligeras y nada aparatosas, de tres personajes marginales: Paul, el joven Angus y Mary (Da’Vine Joy Randolph), una mujer negra, cristiana devota, que vive el duelo por la muerte de su hijo en Vietnam. La promesa de una Navidad horrenda deja paso a un encuentro amable y, a la postre, a un catártico renacer para cada uno de ellos. Los reflejos de su propia vida facilitan el acercamiento de Paul a Angus, al tiempo que el muchacho le obliga a salir de su anodina zona de confort.
Mary es otro ejemplo de entereza, y se gana el afecto del espectador con sus miradas elocuentes y sus palabras, tan escasas como precisas. La experiencia próxima de la muerte compensa a los protagonistas de Payne abriéndoles los ojos, volviéndolos más sabios. Así ocurre con los personajes de Jack Nicholson y George Clooney en A propósito de Schmidt y Los descendientes, que reevalúan sus prioridades vitales al perder a sus esposas. Y la visita de Carol al cementerio —motivo visual recurrente en Payne— de Montparnasse la predispone para recibir la epifanía que la reconciliará con la existencia. Mary, la responsable de la cocina y la persona menos agraciada del internado en términos económicos, la mujer que ha padecido la muerte de su marido y su hijo a edades muy tempranas, es la depositaria del sentido común. La que le pone a Paul los puntos sobre las íes y la que media entre él y Angus para hacer posible el nacimiento de su complicidad. Con la humildad y voz baja que se quiera, una suerte de maestra en relaciones humanas para un profesor versado en la épica libresca pero impermeable al riesgo, la aventura y al contacto genuino.
Los personajes de Payne buscan encontrar sentido a sus vidas. Y, como el coche de Hunham que se abre camino entre la nieve, lo suelen encontrar en la posibilidad de dejar una huella en quienes les rodean.
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