Hay que recordar a veces qué era el cine, por qué iba uno a la sala, por qué se recomendaba fervorosamente una película; y por qué el cine nos gustaba (a Terenci Moix y a mí) más que todas las demás artes juntas. Era por los doscientos primeros pasos que daba uno después de que acabara la película. Sólo le pedimos al cine dar doscientos pasos seguidos a un palmo sobre el suelo. No es como que le pidamos que nos explique nada.
Súmenle que las películas ahora se han vuelto previsibles, repetitivas, parte ocho, precuela, reboot. O que uno es viejo y ya ha visto todas las películas, triste carne.
Por lo que sea, hemos perdido la sensación, esa sensación. Tiene bastante similitud con despertares varios, como el despertar en la mañana, o más exactamente, como el despertar de una anestesia general. La película nos ha llevado tan lejos que, a la hora de hacer pie en el camino de vuelta a casa, no tenemos tan claro que nuestra casa sea mejor que la ficción que abandonamos. En la ficción que abandonamos no salíamos nosotros, no había facturas que pagar, citas a las nueve de la mañana ni colonoscopias. Era uno, como espectador, divino. Juzgaba. Reía. No corría riesgos. Las películas no las vemos frente a frente, o desde abajo, como puede parecer cuando estás sentado en tu butaca; las películas las vemos desde arriba.
Esos seres son humanos, en su pantalla; nosotros somos olímpicos.
Después de tanta olimpiada, el frío de la calle, el ruido de la calle, la obligación misma de saber a dónde ir no acabamos de entenderla. Si la película es buena, es cine, es felicidad, cuesta aterrizar en nuestro destino de abonos de Metro y platos por fregar. Es una sensación (la sensación) extraordinaria, drogodependiente, muy propicia para que te acabe atropellando el autobús. Está uno tratando de devolver la mente disipada al pequeño frasco de la cabeza, y de encajar otra vez cables y clavijas y que aquello (el cuerpo, la identidad) se ponga otra vez en marcha. Pero, durante unos minutos, durante doscientos pasos, no hay nadie al volante.
Los carteristas deberían conocer las mejores películas para ir a aguardar a los espectadores a la salida. Podrían robarles hasta un brazo sin que se dieran cuenta.
Esta sensación que describo no coincide con cinco estrellas en la reseña, con cinco nominaciones a los Oscar, con el Oscar mismo a mejor película. Está muy por encima de todo eso, y seguramente es caprichosa, la sensación y quizá haya gente que salga radiante del cine con películas que yo no aguanté hasta el final.
De hecho, The Holdovers (Alexander Payne) es la primera película que aguanto hasta el final de las últimas seis o nueve que he visto en salas.
En España la han titulado Los que se quedan, aunque holdover haga referencia —veo en Google— a un trabajador que sobrevive a un cambio profundo de organigrama, normalmente debido al paso del tiempo. Ni siquiera en inglés tiene mucho sentido: la película empieza con cinco alumnos de un colegio elitista que no pueden pasar las Navidades en familia, por diversas circunstancias. Algunos amigos míos llaman a estos infelices navideños “descastados”. Titular novela o película “los que” o “lo que” nunca es muy recomendable, por cacofónico. La película (broma) podía haberse titulado Nuevo club de los cinco.
En su primer acto, Alexander Payne nos sitúa en efecto en un ecosistema represivo muy similar al de la película de John Hughes (1985). Tenemos cinco estudiantes problemáticos o en problemas (su familia no puede acogerlos en Navidad), y a un profesor carcelario. La personalidad del profesor (Paul Giamatti), sin embargo, va resquebrajándose o abriéndose para apuntar hacia otro genotipo educativo, el del profesor a la manera del que protagoniza La versión Browning (Anthony Asquith, 1951). No es el profesor enrollado y legendario de El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989), ni los demás profesores a los que dio vida Robin Williams. Se trata, muy tristemente, del profesor al que los alumnos no quieren y, al mismo tiempo, el claustro tampoco. No es un aliado de los estudiantes, pero tampoco un brazo ejecutor del sistema. Es, en suma, un pobre desgraciado.
El cine de gruñones, de grinches, quizá sea uno de los subgéneros más acosados por nuestro tiempo. Sólo recuerdo una película muy similar en los últimos años (e igualmente maravillosa): St. Vincent (Theodor Melfi, 2014). Estas películas suelen sacar un 7,1/7,2 en IMDB.
Después de ver Los que se quedan, ya en casa, me puse el trailer. Fue horrible. El trailer incluía escenas o escenitas de casi todas las partes de la cinta, incluido su tramo final. Como la vi sin saber apenas nada de ella, para mi bien, no deseo desvelar a los millones de lectores de este texto demasiada información sobre su argumento, para no perjudicarles el visionado.
Precisamente, una de las gracias de Los que se quedan es cómo va traicionando sus propias coordenadas, y lo que parece una película de encierro de pronto se expande; lo que parece una película coral, de pronto no lo es tanto. Y así todo. El guión de Payne junto a David Hemingson está lleno de desvíos, cortocircuitos, sucesos irreversibles. Es una película in-anticipable, si me permiten la palabreja. Por eso, detallar su argumento es destruirla.
Los que se quedan está mucho peor filmada que Vidas pasadas (Celine Song, 2023), cinta de moda que ha gustado a muchísima gente. Yo me salí. Vidas pasadas es muy bonita, de lejos, a ojo, como paisaje, pero emocionalmente se puede catalogar como dibujos animados. Diría que Past Lives es posmodernismo woke y The Holdovers, cine como Dios manda. Cine de personas verdaderas.
Ya su ambientación histórica es una huida de estos tiempos nuestros: 1970. Uno ve Los que se quedan (donde la actriz negra Da’Vine Joy Randolph tiene un papel excepcional; de hecho, mi favorito) sin pensar en cuotas, colores o autodeterminaciones. Sus creadores están contando muy exactamente la historia que quieren contar, independientemente de la película que tú quieras ver, y no digamos de la película que los Oscar quieran premiar. De hecho, su calificación para edades en Estados Unidos ha sido una R, la peor antes de la gloriosa X.
Payne, como en todas sus películas buenas (mayormente Nebraska y Sideways), ama con locura a sus personajes, los mima hasta el tuétano (suyo y de ellos). Por eso la planificación no es especialmente cerámica, pues Payne está a otra cosa. Y a esa otra cosa a la que está (las emociones) ayuda, ahí sí, la música, elegida con mucho más cuidado que el plano general o el plano corto.
También muy clásico es el guion. A mí me gustan los guiones bien armados, rimados, que vuelven sobre sí mismos, con leit-motivs y normas propias. Cuando no eres un genio, lo mejor es tener un buen guion.
El resultado, en fin, es una película inolvidable que será olvidada, incluso por mí. No importa. Uno sale del cine como salía del cine cuando las películas de Woody Allen eran buenas. Y uno, además, ve la película sabiendo a ciencia cierta que el resto del público la está disfrutando. Ese sería otro tema: notar que el público del que formas parte entiende la película de la misma manera, o con la misma satisfacción, que tú, sin necesidad de volver la cabeza y atisbar una cara en la fila posterior.
Luego todo el mundo abandona la sala, da doscientos pasos aéreos, y vuelve a la parte de la vida que no tiene guion.
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