La tropa que festeja que se profanen las novelas de Ian Fleming y de Roald Dahl se rasga las vestiduras, como un Caifás enzarpado, cuando Vox pone en el patíbulo al Festival Periferias de Huesca, o cuando el Ayuntamiento de Quintanar de la Orden, gobernado por el PP y los Abascal boys, censura una obra de teatro porque los actores salen en calzoncillos. Pasa lo de siempre: en general, no —nos— escandaliza el pecado, sino si el pecador es de los hunos o de los hotros. Cierto sumando de cierto órgano colegiado del Gobierno, un diplomático con ínfulas de policía del pensamiento, dijo en la toma de posesión de su cargo que “la Cultura es una herramienta de combate contra la extrema derecha”. Alberto Olmos, al respecto, en El Confidencial: “Hemos de asumir entonces, quizá con alivio, que si acabamos con la extrema derecha acabaremos con la Cultura, y podremos dejar de leer y de ver películas”.
Dmitri Shostakóvich estrenó Lady Macbeth de Mtsenk el 22 de enero de 1934 en el Teatro Maly de Leningrado. El compositor recibió la consigna de asistir a una representación de su propia obra cuatro días después. Razón: acudirían los camaradas Stalin, Mólotov, Mikoyán y Zhdánov. La función indigestó al tirano georgiano. El 28 de enero, el Pravda publicó una aparente sentencia de muerte disfrazada de editorial ciscándose en la obra. Se cree que el texto lo escribió el propio Stalin porque “había suficientes errores gramaticales para sugerir la pluma de alguien cuyos errores no se corregían nunca”.
El textual lo saco de El ruido del tiempo (Anagrama, 2016), una maravillosa novela biográfica de Shostakóvich escrita por Julian Barnes, a quien descubrí hace cinco o seis años gracias a David Bowie —El loro de Flaubert era uno de los libros favoritos del Duque Blanco—. Cuenta el autor británico que el maestro ruso, para evitar que su familia viera cómo, llegado el caso, el NKVD lo detenía, implicando lo que implicaba el asunto, desarrolló una rutina compartida por muchos y así, cada noche, “evacuaba los intestinos, besaba a su hija dormida, besaba a su mujer despierta, tomaba el maletín de sus manos y cerraba la puerta de la casa. Casi como si se marchara para el turno de noche. En cierto modo era así”.
El arte, tal y como había decretado Lenin, pertenecía al pueblo. Las altas esferas opinaron que Dmitri Dmítrievich Shostakóvich podía ser reconducido, éste no se opuso —ni tras la muerte de Stalin— y la dictadura soviética lo recompensó con, por ejemplo, seis Premios Stalin o la Orden de Lenin en 1946, 1956 y 1966. Muerto en vida, según Barnes, “nadaba en honores como una gamba en salsa rosa”. En este contexto, el escritor subraya con acierto que “el arte pertenece a todo el mundo y a nadie” y que Shostakóvich, en su fuero íntimo, lo creía de la misma manera: “El arte pertenece a todas las épocas y a ninguna. El arte pertenece a quienes lo crean y a quienes lo disfrutan. El arte no pertenece más al pueblo y al Partido de lo que perteneció en otro tiempo a la aristocracia y a los mecenas. El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo. El arte no existe por amor al arte: existe por el bien de la gente. Pero ¿qué gente, y quién la define? (…) Escribía música para todos y para nadie. La escribía para quienes más apreciaban la música que escribía, sin tener en cuenta su extracción social. La escribía para los oídos que podían escucharla. Y sabía, por consiguiente, que todas las definiciones verdaderas del arte son circulares, y todas las definiciones falsas del arte le atribuyen una función específica”. También las de la cultura. Harían bien no pocos servidores patrios de lo público, a diestra y siniestra, en echarle un vistazo a El ruido del tiempo, en tomar nota de estas sabias palabras. Disfrutarían, de paso, de una novela estupenda.
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