El frío invierno no acaba de congelar Roma. Las calles de la ciudad eterna hierven como siempre, a pesar de la humedad y el viento, atestadas de hombres y mujeres, de harapientos pobres y esclavos, de conspiraciones. Nos hallamos a finales del siglo II a.C. y estamos a punto de asistir a un giro crucial de los acontecimientos que supondrá el principio del fin de una República que aún resistirá un siglo entre revoluciones y guerras civiles. En las próximas veinticuatro horas, un hombre se alzará como trágico protagonista: el revolucionario Cayo Graco. Y ese mismo día nacerá otro, destinado de alguna forma a continuar la tarea del primero, y que se convertirá en uno de los militares más brillantes de la antigüedad: el general Quinto Sertorio. Pero hay más, mucho más.
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—Un escritor y profesor de clásicas que ha escrito ya decenas de títulos sobre la antigüedad grecorromana, ¿cómo elige el tema de su nuevo libro?
—Mi idea original fue escribir una novela sobre Quinto Sertorio, en concreto sobre la primera parte de su vida, la menos conocida y la que me permitía más libertad. Sabemos que participó en la batalla de Arausio contra los cimbrios, donde Roma sufrió una de sus mayores derrotas militares. Cuenta Plutarco que después de aquello ejerció como una especie de espía a las órdenes de Mario, por su dominio de lenguas… Yo empecé a novelar esta historia, y al comenzar por su nacimiento lo relacioné de forma instintiva con Cayo Sempronio Graco.
—Los idus de enero transcurre en un solo día, en el que muere precisamente Cayo Graco y nace Quinto Sertorio. ¿Por qué los relacionó?
—Imaginé que Graco se le aparecía en sueños a Sertorio. Esto era muy habitual entre los romanos. Nosotros, cuando alguien se nos aparece en sueños, no le damos ninguna interpretación profética, pero para los romanos todo era numinoso. ¿Por qué vino esa imagen a la cabeza? Porque tiene sentido, Graco es de alguna forma la inspiración de Sertorio, que pertenece a la saga de los políticos populares, como también Mario.
—¿Y qué me dice de la forma, de restringir los acontecimientos a las 24 horas de un día concreto?
—La estructura me la ha pedido el propio libro. Es cierto que en una novela tan extensa como esta, con tantos personajes, servirse de flashbacks puede ser tarea delicada. Por eso puse mucho cuidado en dejar bien armados también los antecedentes. Los acontecimientos finales de la historia de Cayo Graco probablemente se desarrollaron en dos o incluso tres días, pero me di cuenta de que así perdían mucha tensión y preferí concentrarlos en solo 24 horas.
—En sus novelas históricas suele introducir, como hace aquí con el ónfalos, por ejemplo, elementos fantásticos. ¿Es porque en la Antigüedad el mito y el logos resultaban inseparables?
—Claro, lo que nosotros consideramos «fantasía» para los romanos era una parte considerable de su realidad. Cuando hoy soñamos con alguien que está muerto no creemos, como ellos, que nos esté advirtiendo acerca de lo que debemos o no hacer. La presencia de lo numinoso para los romanos era algo constante. Por ello creo que algunas novelas históricas pecan de presentismo. ¿Por qué los personajes practican tantos rituales si no se los creen?
—A riesgo de proponer paralelismos históricos siempre equívocos y peligrosos, ¿cómo podríamos situar a los Graco en la política de hoy? ¿Qué sería lo más parecido en la época contemporánea? ¿Los jacobinos? ¿Los bolcheviques? ¿Podemos?
—Los Graco son indudablemente élites, pero su caso no es el mismo que, por ejemplo, el posterior de Catilina, que sólo se adscribe a los populares para intentar hacerse con el poder, y le interesa abolir las deudas ¡porque él mismo tiene muchas deudas! Yo veo a los hermanos Graco más bien como idealistas. Son miembros de una familia poderosa y adinerada que, sin embargo, en su fuero interno creen de verdad en defender la causa de los populares, de la creciente masa de campesinos sin tierra que ya no tienen ni dónde enterrar a sus muertos. O de la prole urbana empobrecida que acude a la metrópoli. Y así no hay manera, además, de hacer un buen ejército. Ellos pensaban sinceramente que así perseguían la verdadera grandeza de Roma.
—Hay un momento en su novela en el que Artemidoro dice que, al igual que el tesoro maldito de Delfos, el oro que llega a Roma de sus conquistas también ha lanzado una maldición sobre la República. ¿Las reformas de los Gracos eran imprescindibles para salvar una República que, tras su represión, ya no podrá evitar su caída?
—Es el principio de la llamada «fase turbulenta» del periodo final de la República romana, que durará un siglo y comprenderá sucesivas guerras civiles hasta que finalmente Octavio puede imponer la paz. Ya no hay esa lucha de élites que, como defiende Peter Turchin en su último libro, Final de partida, suele desencadenar las crisis. Y no la hay porque la mayoría han sido asesinados en guerra y proscripciones. Al término, arranca uno de los más largos periodos de paz de la historia de Roma. En realidad la revolución de los Graco no llegó a fracasar del todo, porque sus ideas en favor del pueblo y contra los nobles u optimates volverán a prender varias veces después de ellos.
—¿Con César, por ejemplo?
—Sí, sí. Es una cadena. Mario se inspiraba en los Graco. Sertorio en Mario y en los Graco, y Julio César llegó a sacar en procesión la máscara de los Graco para reivindicarse como político popular. Otra cosa es que luego además fuera un dictador, «un dictador democrático», como lo calificó el historiador Luciano Canfora.
—Fuerzas externas e internas intervienen en la caída de la República. ¿La caída del Imperio Romano casi cinco siglos después será un reflejo suyo?
—Bueno, vamos a ver, creo que a veces no nos damos cuenta de lo increíblemente dilatada que es la historia de la Roma antigua. Hay quien dice que el Imperio Romano empieza su caída en el siglo III, con la llamada «anarquía militar». Y aún durará trescientos años más. Y si decimos que empezar a caer en tiempos de los Graco, en el siglo II a.C., ¡entonces le quedarán aún seiscientos años! Debemos pensar más bien en una continuidad con distintos ciclos en los que van naciendo modelos diferentes.
—Recientemente circuló por las redes la noticia de que los hombres piensan habitualmente en el Imperio Romano, y la historiadora Mary Beard intervino diciendo que le parecía que porque Roma representa una perfecta fantasía masculina: «Es un espacio a salvo para la fantasía masculina, un lugar muy lejano en el tiempo, que no hace daño a nadie y donde puedes ser un macho en tu cabeza: puedes llevar una toga, construir carreteras, hacer todas esas cosas masculinas y a salvo, en plan clásico capullo». ¿Qué opina? ¿Diría que sus novelas son «masculinas»?
—Bueno, yo soy hombre, claro. Ja, ja, ja. Por decirlo al modelo de Les Luthiers: «Mi querida Mary Beard, está usted razonando fuera del recipiente». Se trata de una historiadora que se ha venido arriba últimamente con sus comentarios extemporáneos, tal vez debido a su hiperexposición mediática, un problema, por cierto, no solo suyo en estas lides. Desde luego, en la Roma Antigua no había feministas, lo que no significa que no manejaran también poder, pero de otra manera: lo hacían a través de los hombres, ellas no podían hablar en el Senado… En mi novela pueda observarse esto con la tremenda y trágica Cornelia, la hija de Escipión el Africano y madre de los Graco.
—Escribe en los agradecimientos de final del libro que las autoridades educativas han dejado la enseñanza «más devastada de lo que los celtas de Brenno dejaron Delfos». ¿Tal es su experiencia como profesor de medias en una pequeña ciudad de provincias?
—Lamentablemente, sí. La enseñanza está siendo demolida. Siento mucho cariño por mi trabajo y por mis alumnos pero también amargura por la situación. Soy un «profesaurio» que se va a jubilar en once meses, para escribir pero también porque la situación es terrible. La comprensión lectora ya en el bachillerato es cada vez más pobre y el sistema educativo lo único que hace es levantar la alfombra y esconder la porquería debajo. Se privilegian dogmas pedagógicos en lugar de impartir conocimientos. Y a mí, por ejemplo, que me encanta lo que hago, todo lo que aprendo al escribir mis libros lo vuelco también en mis clases. Y no me importa saltarme el programa y la insoportable burocracia que no nos deja dar clase. Eso ahora mismo está fatal considerado, pero me da igual.
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