Así, Cadalso, en su carta LXXXIII,
decía que “el español que publica sus obras
las escribe con inmenso cuidado y tiembla
cuando llega el momento de imprimirlas…”,
y él mismo dejó inéditas sus Cartas marruecas.Edith Helman, Los “Caprichos” de Goya
Hace un par de días una mujer me llamó por teléfono para saber qué opinaba de la guerra que estaba teniendo lugar en Gaza. Respondí que era la primera noticia que tenía de que había una guerra en Gaza; en cambio, dije, sabía que estaba librándose una guerra contra el alma y la mente humana, ¿quería preguntarme algo sobre eso? La mujer se quedó callada unos segundos y me dijo que no sabía de qué guerra le estaba hablando. Pero sabe que hay una guerra en Gaza, le dije. Sí, dijo, eso sí lo sé. Bueno, no necesité nada más. Colgué el teléfono y volví a leer el libro de Frank G. Rubio sobre uno de los capítulos de la guerra que se libra contra el alma y la mente humana. Empezaba a prepararme para escribir esta reseña.
Presentaré a Frank G. Rubio tanto para quienes ya lo conocen como para los que deberían empezar a conocerle. Lo haré de una manera un poco atípica, sirviéndome de una de mis novelas preferidas de Philip K. Dick. Se titula La transmigración de Timothy Archer, y es la única novela protagonizada por una mujer que Dick escribió. A diferencia de casi la totalidad de las mujeres que aparecen por sus libros y relatos, Angel Archer no es una bruja, ni una loca castradora, ni una calamidad. Es adorable, es divertida, es sumamente inteligente. A través de ella —el ángel mediador— conocemos la figura de Timothy Archer, un sacerdote con ideas propias, un claro hereje de la iglesia episcopaliana. Archer está inspirado en alguien que existió de verdad (bueno, todo lo que “de verdad” podamos atribuir a quienes pasaron por la vida de Dick): se llamaba James A. Pike, y era un obispo episcopaliano de la diócesis de California, también con ideas propias. Inevitablemente, Jim y Dick se hicieron amigos, hablaban día y noche sobre religión y ocultismo y entre otras muchas cosas verdaderamente insólitas debatían sobre la posibilidad de que Jesús hubiera repartido sin saberlo hongos psicotrópicos a sus seguidores haciéndolos pasar por la comunión. Transcurren meses entre charlas e intercambios de cartas que a veces intercepta el FBI. Un día el hijo de Jim, perdidamente enamorado de la amante de su padre, se suicida disparándose al rostro una escopeta. Jim se siente comprensiblemente culpable y procede a buscarlo por todo el más allá, revolviendo entre médiums, barajas de cartas y mesas parlantes. Después, en un golpe aún más inesperado, se suicida su amante. Lo extraño es que Jim no se suicidara también, un hombre devorado por la culpa, a punto de volverse loco. O quizá buscó un camino distinto, un complicado rodeo que le llevaría al lugar exacto donde acabar con todo. El camino para Jim se inició en Jerusalén, adonde acudió en busca de las huellas más extrañas de Jesús, las de su vida no sólo como resucitado en la tierra sino también como traficante de productos lisérgicos, del laminado hongo alucinógeno que repartía a sus discípulos. Su búsqueda, sin embargo, no se prolongó demasiado. En septiembre de 1969 salió decidido de su hotel y “se adentró en el desierto de Judea con un coche alquilado, dos botellas de Coca-Cola y un mapa que fue hallado una semana más tarde desplegado sobre el asiento delantero derecho. Hicieron falta unos días más para hallarlo a él, muerto de hambre y de sed, en la arena. Durante la búsqueda se habían formado grupos que rezaban, que imploraban a Dios, a Jim Jr. y al famoso médium Edgar Cayce: la Trinidad más conmovedora de la que he oído hablar, escribió Joan Didion en un artículo sobre el difunto obispo.” Un especialista en gnosticismo, en religiones antiguas, en los terrores que venían del futuro, caído como un peregrino desorientado en medio del desierto. El caso es que Pike murió, tal y como relata Emmanuel Carrère en su brillante biografía de Dick; pero esa parte especializada de él, todas esas tensiones entre la luz y la oscuridad, junto con algo nuevo, algo como traído de su temporal estancia en las tinieblas, creo que tomó una inexplicable deflexión y, a la manera del rayo púrpura que atravesó un día de 1974 la mente de Philip K. Dick, se apoderó ya para siempre del hombre conocido como Frank G. Rubio.
Durante años, Frank G. Rubio (no confundir con el astronauta, aunque los dos tengan algo del hombre alucinadamente varado en el espacio) ha interpretado la realidad siguiendo las líneas que se proyectan hasta el plano de los hechos conocidos desde los borrosos puntos de un lugar oculto, pugnando por encontrarle un sentido a nuestro mundo que se le escapa a la mayoría, especialmente a esa mayoría, instalada cómodamente en nuestras occidentales sadodemocracias, compuesta por lo que recibe el apelativo de “hombre bien informado”. Lleva años inmerso en el estudio del ocultismo —que también puede entenderse como un juego de ocultamientos— y ha leído suficientes novelas y relatos de ciencia ficción como para entender con relativa profundidad lo que está teniendo lugar en nuestra historia de cada día. ¿Qué mejor que un hombre semejante para desentrañar los misterios de un mundo que cada vez se parece más a una ficción? Hace tiempo que la trama de los hechos se fracturó y dejó pasar por sus grietas el reverso irracional, los contenidos inconscientes del llamado “mundo real”, que hoy se impregnan a los sucesos cotidianos. Enumerarlos no es necesario, basta con que ustedes abran cualquiera de las hojas parroquiales de esta nueva religión de lo extraño que llamamos un periódico. Allí podrán encontrar todas las distopías imaginables, incluso muchas inimaginables, algunas de las cuales yo no puedo nombrar salvo a riesgo de que la policía del pensamiento me empapele. Por ejemplo, todo ese maravilloso asunto de que tener testículos no te condiciona para no ser mujer, como si ser mujer fuera una categoría abstracta que pudiera acoger mañana mismo cualquier cosa, desde caballos a mesillas de noche. Lo digo en serio. No he visto a las mejores mentes de mi imaginación destruidas por la locura porque, me temo, la locura ha llegado tarde y ya no hay nada que destruir. Pero sí he visto a políticos, periodistas, escritores, músicos y cerebros influyentes de toda “sensibilidad ideológica”, algunos con barba y bolsito de fiesta, balbuceando sus intentos por definir una mujer, y buscando a duras penas la manera de salir del entuerto del lenguaje inclusivo. De hecho, en los últimos años he visto cosas que nuestros antepasados apenas creerían: gente lavando envases de plástico en sus casas armados con guantes y gafas de soldador, policías deteniendo a personas solitarias en las playas o en el campo, descendiendo del cielo a bordo de un helicóptero militar. Esto es absolutamente cierto: ¡helicópteros para detener a solitarios! He visto perros con más derechos que los niños, colas bajo la lluvia en todo el mundo civilizado para recibir alegremente la nueva comunión, de la que algún gran directivo de alguna gran empresa farmacéutica se autoexoneraba por medio de un pasaporte falsificado (esto no es ninguna broma: ¡pasaportes para circular libremente! ¡y gente —véase Alemania, 1941— dedicada a falsificarlos!), he visto embarazadas, presuntamente mujeres, que no podían tomar ni una aspirina recibiendo esa misma comunión, y también he visto hombres y mujeres volviéndose locos en sus propias casas y aplaudiendo a las ocho su locura. He visto arrestos domiciliarios que los mismos periodistas y políticos que los aprobaban y decretaban se saltaban a la torera, autobuses con cartelones publicitarios de abuelitos entubados por tu culpa, tertulias televisivas en las que se pedía perseguir y encerrar como asesinos a quienes eludían el pan de salvación y, con una mentalidad absolutamente retrógrada, mantenían la confianza en su indemostrable sistema inmunitario. Y aún hay más: he visto a políticos decir que el sistema inmunitario no existía, y a periodistas —érase una vez un periodista— que ni siquiera les llevaban la contraria. ¡Lo juro! Soy consciente de que no se puede pedir mucho de un político ni de un periodista, serviles todos ellos desde hace mucho tiempo a una misma y retorcida causa: ¿pero se puede llegar más lejos a la hora de hacer eso que nuestro bello refranero llama “comulgar con ruedas de molino”? He visto a los antaño negacionistas de los ovnis extraterrestres señalando con el dedo a los hoy negacionistas de los ovnis de Estado. He visto (sólo me falta una voz desde las alturas que me diga: “escribe lo que veas”) las puertas de todos los manicomios abriéndose de par en par, y a los últimos cuerdos precipitándose a su interior para protegerse de los locos que se están apoderando de lo que hasta hace no tanto tiempo había sido un familiar y comprensible mundo exterior.
Buena parte de esta realidad distorsionada es objeto del análisis de Pensamiento envenenado, el libro pronto a calificarse como prueba del delito de Frank G. Rubio: el delito de Rubio contra la religión oficial, quiero decir. Entre los mandamientos de esa religión se encuentran cosas tan contradictorias y disparatadas como, por ejemplo, no aceptar bajo ningún concepto la existencia del sexo biológico y, al mismo tiempo, no aceptar otra verdad que no sea la que determine la Ciencia. La Ciencia, esa fórmula tan flexible como la definición de “mujer”, con su mayúscula atronadora, que sustituye hoy día a la Razón de los jacobinos y del Comité de Salvación que instituyó el “reino del Terror” (también con mayúscula), y que llega a nuestra corteza psíquica desde la no menos mayúscula de ese antiguo narrador omnisciente llamado Dios, exige una creencia esquizofrénica en sus principios y en todo lo contrario. Escarbando en los dominios de esta nueva ciencia, que hace más de un siglo ya fue denunciada por Jarry, la crónica de Rubio, que se ocupa principalmente de la gestión de una conocida pandemia (gestión fue, pero de una intención y una naturaleza muy distintas de lo que aireaban políticos y medios de prensa), encuentra vasos comunicantes en todas las facetas de la mal llamada realidad, y llega a la conclusión, o al menos así lo entiendo yo, de que toda creencia esquizofrénica produce grietas irreparables en la otrora sólida y cerrada (más o menos) esfera psíquica del individuo convertido en ciudadano: esas grietas facilitan el perturbador viaje de ida y vuelta a un cerebro irremediablemente deteriorado de todos los fantasmas producidos por las fantasías desatadas y las creencias y valores que un mal día perdieron su sostén. El resultado es este mundo fatal, cariacontecido, en el que, en pocas palabras, usted, amigo lector, puede y debe ser un negacionista de la mujer, ese artículo social, ese unicornio elusivo que no ha sido admitido por la Ciencia. Pero cuídese mucho de localizar y clasificar por su cuenta cualquier otro unicornio. Frank G. Rubio ha encontrado algunos y, con una total ausencia del sentido de la autoconservación, les ha puesto nombre. Por irritante que resulte reencontrarnos, en su más desesperante línea cronológica, con esa connivencia de la que hicieron gala primeros, segundos, terceros y cuartos poderes para abrir de par en par una ventana de Overton que todavía sigue abierta (y por la que está pasando ahora mismo toda clase de retorcidos hipogrifos), conviene guardar bien este libro y utilizarlo como talismán contra conjuros. Su explicación de los hechos recientes, y quizá de los venideros, es a veces tan sensata que da miedo, y a veces tan insensata que en una realidad (“¡realidad!”) como la que vemos orquestarse a nuestro alrededor día tras día resulta completamente plausible. Es un libro valiente y peligroso, y su lectura entraña todos los riesgos que conlleva dar un besito no solicitado a los labios de esa aparentemente serena pero aterradora realidad.
Empezaba mi artículo con esa mujer (¿seguro? ¿mujer?) que me llamó por teléfono para saber qué opinaba de la guerra que estaba teniendo lugar en Gaza. Hace un rato me ha llamado una mujer distinta, en nombre de un periódico diferente, para preguntarme si estaba de acuerdo con un eventual proceso para prohibir la prostitución. Le respondí que sí, siempre y cuando, le dije, empezasen por los medios de prensa. En este caso, fue ella la que colgó.
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Autor: Frank G. Rubio. Título: Pensamiento envenenado. Covidistopía y Estado terapéutico. Editorial: Manuscritos. Venta: Todos tus libros.
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