José Antonio López Parreño es Rodorín, maestro titiritero heredero de la gran tradición y referente del oficio de marionetas del siglo XXI. En sus espectáculos revive un arte antiguo y popular lleno de música, sabiduría oral y risa festiva. Fruto de la experiencia acumulada como artesano y artista de esta forma de teatro, acaba de publicar Hagamos títeres de cachiporra en Ediciones Modernas el Embudo, con ilustraciones de Elena Odriozola y fotografías de Perdinande Sancho (autor también de las que aparecen en este artículo).
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—Usted es un bululú, un maestro titiritero que actúa en solitario. ¿Cómo se vive esa condición, qué tipo de soledad es la de quien lleva el espectáculo consigo?
—Hasta que me dediqué a este oficio en solitario, siempre trabajé en grupo. Considero que el trabajo en equipo es fascinante. Y es a lo que tienden las actuales compañías de títeres, diversificando los distintos cometidos que montar una función supone. También es cierto que siempre existió la figura del titiritero que trabajaba solo o, como mucho, con otra persona. Quizá la necesidad obligaba. Pero si trabajar así es elegido, la cosa cambia. No quiero idealizar la imagen del creador solitario que maneja todos los aspectos del oficio, pero siempre me gustó esa posibilidad. Los títeres te permiten ser el demiurgo de este universo que, por sus reducidas dimensiones, puedes abarcar. Por otro lado, como mi labor se centra en la narración, aquí sí considero fundamental una sola presencia. En este caso los títeres no compiten con el narrador, sino que lo potencian. Trabajar solo te ofrece mucha libertad tanto al elegir qué hacer, cómo hacerlo, así como establecer el tiempo que dedicas a los procesos de creación. Y en los viajes la compañía suelen ofrecértela las personas de los lugares a los que acudes. Eso sí, determinados proyectos puntuales te permiten trabajar con otros, aunque sea por un tiempo definido. Es el caso de Hagamos títeres de cachiporra, el libro publicado por Ediciones Modernas el Embudo que acaba de salir. El trabajo con el editor Gustavo Puerta, la ilustradora Elena Odriozola y el fotógrafo Perdinande Sancho ha sido maravilloso.
—Su libro es un tratado completísimo, un admirable cúmulo de oficios y saberes: estudio de la tradición estética, construcción de los títeres, ejecución de las obras… Una mezcla de enciclopedismo, artesanía, artes escénicas…
—No queríamos hacer un libro sobre construcción de títeres. Sobre eso ya hay otras publicaciones. Nos apetecía reivindicar los títeres de cachiporra, darlos a conocer. A partir de ahí, se fueron sumando otros asuntos relacionados con los títeres como hecho teatral: lo literario, el juego, la creación de muñecos a partir de objetos cotidianos, la importancia de hacer cosas con las manos, etc. También nos interesaba poner en valor la figura del titiritero y cómo su labor es unir todas esas cosas para llegar finalmente a la función, que es el fin último donde todo cobra sentido.
—En su obra se evidencia un amor intenso por los títeres de cachiporra. En ella se ofrece una lectura musical de la violencia característica de este tipo de representaciones que puede abrir los ojos a muchos espectadores adultos sobre el valor artístico de este género teatral.
—Salvatore Gatto empieza su espectáculo de Pulcinella cantando canciones populares napolitanas. Su capacidad musical no acaba aquí, sólo se transforma cambiando la guitarra por otros instrumentos. Entre la cachiporra y la lengüeta despliega un sinfín de ritmos, soniquetes, cantinelas, golpeos a muñecos y forillos de madera, paloteos cual danzas guerreras, reiteraciones y otras habilidades semejantes (participan incluso sus pies sobre una tabla de madera) que pudieran hacer parecer que el aspecto narrativo pasara a segundo plano. Nada más lejos de la realidad, las vehementes acciones de los muñecos compaginan perfectamente con la sonoridad descrita. Si a esto añadimos que estamos en el territorio de lo simbólico, el espectáculo resultante es portentoso.
—¿Por qué adoran los niños estos espectáculos?
—Por su verdad, ritmo y sencillez. Y porque está más presente la emoción que la razón. Y añadiría estas palabras de Charles Dickens: “En mi opinión, el Punch que se ve en la calle es una de esas exageradas extravagancias de las realidades de la vida que perdería su capacidad de enganche con la gente si se intentase convertirlo en moralista e instructivo. Considero su influencia perfectamente inocua, como una especie de broma desvergonzada que nadie en este mundo consideraría como un incentivo hacia cualquier tipo de acción o como modelo para cualquier clase de comportamiento. Es posible, pienso, que la fuente secreta de placer generalmente producida por este espectáculo sea la satisfacción que el espectador siente al ver a unos remedos de hombres y mujeres recibir tantos palos sin sentir por ello ninguna pena ni sufrimiento”.
—Usted describe el carácter irreverente y ferozmente alegre de Don Cristobita, el héroe del teatro de cachiporra. También describe a sus hermanos europeos (Mr. Punch, Guiñol, Don Roberto… Todos ellos descendientes de Pulcinella napolitano), ¿qué los une, qué los convierte en un personaje universal?
—No sabría decirte. Pero no deja de sorprender que una tradición del siglo XVII todavía pueda seguir viva a día de hoy por toda Europa. En cada lugar han tenido una historia diferente por las circunstancias sociales y culturales, pero en el fondo cumplen la misma función. Pasa lo mismo con ese carácter universal de los cuentos tradicionales. Nacen de tradiciones ancestrales que se repiten por todo el mundo porque lo humano no conoce fronteras y todos somos sensibles a los mismos arquetipos que el teatro o la narración nos ofrecen. También quisiera añadir que, por circunstancias sociales, los títeres de cachiporra son como el Guadiana. A veces, aún estando ahí, no tienen la visibilidad que les correspondería, aunque no dejan de perpetuarse por debajo de escrúpulos absurdos.
—-La risa que vence sobre la muerte… ¿Es el gran tema del teatro de cachiporra y, por extensión, del gran arte popular?
—“El máximo lenguaje, para con el niño, es la risa” decía Francisco Umbral en Mortal y rosa. “Porque ¿de qué serviría que en el teatro se oigan sólo ejemplos y documentos de virtud y honestidad, si entre tanto, levantando su púlpito en medio de una plaza, predica don Cristóbal Polichinela su lúbrica doctrina a un pueblo entero, que, con la boca abierta, oye sus indecentes groserías?”, decía Gaspar Melchor de Jovellanos. Me gusta mucho la sentencia de Umbral. Don Cristóbal predica al pueblo entero su lúbrica doctrina en medio de la plaza pública. Precisamente esas son dos cosas importantes que le caracterizan: representarse en plena calle y ser para todos. Sus indecentes groserías deben ser aceptadas como aceptamos las estrafalarias acciones de un ingenuo payaso. Y reírnos sin más. Dejémonos de monsergas y aceptemos el valor de lo simbólico. Ya tenemos bastante cientifismo y raciocinio como para no albergar en un rinconcito de nuestro corazón lo inefable. Entremos de lleno, como entramos en los cuentos tradicionales, en el teatro de cristobitas y dejémonos seducir con inteligencia y corazón limpio, como dijo el poeta, por el delicioso y duro lenguaje de los muñecos.
—¿Cómo afronta un artista moderno conceptos como la libertad o la innovación en los géneros tradicionales?
—En la tradición está todo y es nuestra obligación volver siempre a ella. Pero también tenemos que tener en cuenta que no la podemos ofrecer como un hecho muerto que traemos a la realidad de hoy. Hay que actualizarla y ofrecerla como algo vivo. En este sentido tendría que citar a la Compagnie La Pendue, una compañía de titiriteros francesa que trajo hace algunos años su espectáculo Poli Dégaine. Su recuperación del títere tradicional ha supuesto una verdadera revolución en el panorama del teatro de títeres mundial por marcar un hito en la evolución del género de Polichinelle.
—Lo cuenta en su libro, pero es difícil resistirse a preguntarlo cuando uno ha leído la respuesta: ¿qué es un “rodorín” y por qué es el nombre que usted eligió para investirse titiritero?
—Siempre me preguntaban cómo se llamaba mi compañía y yo respondía que no tenía compañía, que actuaba solo. Tanto insistieron que me puse este seudónimo de Rodorín. Se debe a un texto de Ramón Gómez de la Serna que se encuentra en su libro Automoribundia. Ahí habla de los cascabeles durante dos páginas seguidas, de las que yo extraje esta selección: “Durante mucho tiempo he estado buscando cómo se llama eso que lleva dentro el cascabel, ese primer diente que echó un día y que guarda como un recuerdo de su infancia y que pudiendo ser posta de una bala es posta reidera. Hasta que un día di con la palabra “rodorín”, la íntima triquiñuela del cascabel, su diente de desdentado, lo que le da esa sonrisa mellada que suele tener. Polichinela tiene un cascabel en la punta de su humorística joroba. Música de cascabel con su badajo dentro, música para optimismo de esta época tan tristona y cabizbaja”. También dice Gómez de la Serna que “El cascabel es el garbanzo del optimismo, y es como un descendiente lejano del cencerro y la campanilla” o “¡Qué rico un plato de cascabeles en salsa tártara! Dichoso el cocinero que logre ablandarlos”. Por otra parte, tiene un sonido parecido al nombre de Rodari, escritor, periodista y maestro italiano autor de la Gramática de la fantasía del que soy admirador. Y, ni qué decir tiene, que el cascabel siempre me gustó como objeto por su sonido y por su tamaño, lo que representa bien el tipo de teatro de títeres que realizo: de pequeño formato y sin muchas estridencias. Quisiera decir, aunque me alargue un poco en esta respuesta, que últimamente tiendo a pensar que quizá el nombre de Rodorín no se avenga bien, debido al paso del tiempo, con mi, cada vez, mayor edad, por esa sonoridad infantil de la i final. Para remediar estas singulares reflexiones vino en mi ayuda la lectura de una conferencia de José Ortega y Gasset incluida al final del libro Un puente de libros infantiles. En su último párrafo dice: “Todo el que tenga fino oído psicológico habrá notado que su personalidad adulta forma una sólida coraza hecha de buen sentido, de energía y voluntad, dentro de la cual se agita, incansable y prisionero, un niño audaz. Este díscolo personaje interior es el que nos hace tal vez reír en medio de un duelo, o decir una impertinencia a un grave magistrado, o seguir tomando el sol cuando el deber nos obliga a ausentarnos. Somos todos, en varia medida, como el cascabel, criaturas dobles, con una coraza externa, que aprisiona un núcleo íntimo, siempre agitado y vivaz. Y es el caso que, como el cascabel, lo mejor de nosotros está en el son que hace el niño interior al dar un brinco para libertarse y chocar con las paredes inexorables de su prisión. El trino alegre que hacia afuera envía el cascabel está hecho por dentro con las quejas doloridas de su cordial pedrezuela. Así, el canto del poeta y la palabra del sabio, la ambición del político, y el gesto del guerrero son siempre ecos adultos de un incorregible niño prisionero. Su destino es ser cascabel”. Quizá, en un tiempo próximo, debería cambiar de seudónimo y pasar a llamarme “Maese Cascabel”.
—Para terminar: ¿para quién actúa un titiritero, a quién se dirige su arte?
—Primero quisiera puntualizar que mi trabajo lo considero más un oficio que un arte. Creo que no se debería ampliar a tantas actividades el concepto de arte. Sin ir más lejos, el otro día vi el cartel de una tienda en el que se leía “Arte en las uñas”. Y si lo ampliamos tendría que decir que mi panadero es un artista. En principio, tengo que decir que me dirijo a todo el público que se acerca a verme; pero, delimitándolo un poco, diría que me encuentro más a gusto cuando acuden aquellas gentes que menos acceso tienen a este tipo de propuestas y que, la mayoría de las veces, son las que más las necesitan y agradecen. Los títeres han conquistado otras parcelas más exquisitas dentro de las actividades teatrales, pero me sigue gustando mucho su carácter popular. Y, para finalizar, me adhiero a lo que dijeron unas amigas maestras después de acudir a un curso sobre manipulación de títeres: “los títeres son más que arte, son artesanía”.
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