¿Qué es el tiempo?, se preguntaba San Agustín; y San Agustín lo sabía, pero sólo —apuntaba— si no hacía falta responder a esa pregunta.
Más a ras de suelo, yo me pregunto: ¿qué es un escritor? Hombre, un escritor, vamos a ver, obviamente, pues, están las letras… ¿Qué es un escritor? Es más: ¿quién puede llamarse a sí mismo escritor? Les advierto que la cuestión tiene su miga.
Como chiste, en estos tiempos de odio en red, podría valer éste: un escritor es aquél a quien mucha gente no considera escritor, y así se lo hace saber en Twitter. Es fenomenal llevar toda la vida escribiendo y publicando libros y encontrarse un comentario en un blog —o un tuit— en el que alguien te dice: “¡Tú qué vas a ser escritor!” Es fenomenal porque, según el día en que te pillen, hasta te entran ganas de darle la razón.
Quizá hay dos actitudes frente al estatuto de escritor: una, la de quienes se consideran escritores con independencia de cualquier pequeñez, digamos, burocrática, incluido el hecho de si han escrito o no un libro alguna vez; y dos, la de quienes no se consideran escritores nunca, incluso después de haber escrito y publicado decenas de libros durante toda su vida. O, dicho de otro modo, están los que quieren ser escritores y están los que quieren escribir para saber si lo son.
En estos veinte años queriendo saber si soy escritor, he visto cosas curiosas. Una vez me encontré con un concurso literario en la Red. Se convocaba un certamen de relatos y se especificaba de antemano la composición del jurado. Eran cuatro o cinco jóvenes los encargados de juzgar las obras presentadas. Ninguno superaba los 25 años. En sus magras biografías, todos hacían constar su condición de escritores. Eso sí, no detallaban la obra u obras que habían escrito y, si uno se molestaba en buscar sus nombres en Google, no encontraba referencia bibliográfica alguna aparejada a su inspiración. Eran escritores, simple y llanamente, porque les daba la gana.
También me he topado con varias personas que se autoproclamaban escritores cuando sus obras completas no superaban esas 54, 55 o 76 páginas de una única novela publicada en Dios sabe dónde y hace diez años.
Por otro lado, son incontables los amigos, conocidos, novios de —curiosamente la fatuidad literaria es atributo casi exclusivamente masculino—, cuñados y circunstantes que, sin haber publicado nunca nada, son capaces de presentarse a sí mismos como escritores. De hecho, alguien que quiere que leas su libro o que le aconsejes —dentro de tus limitados conocimientos— puede muy bien preferir la frase “Soy escritor” como forma de iniciar los contactos que “He escrito algo”. Como un señor que lleva veinte años escribiendo y publicando sin estar del todo seguro de no haberse equivocado desde el principio, me suele molestar esta desfachatez, normalmente juvenil. Hay que aclarar que, cuando yo ya llevaba publicados dos o tres libros, me costaba darme cuenta de que hablaban de mí si oía palabras como “tu amigo, el escritor” o “tu hijo, el que es escritor”. Supongo que pensaba que uno no podía ser escritor tan rápido; que, de hecho, no merecía la pena si podía conseguirse tan rápido. Recuerdo perfectamente que empecé a sentirme cómodo con el traje de luces a partir de Tatami, mi quinto libro publicado, y ya con 30 años. Llámenlo pudor; llámenlo, quizá más aquilatadamente, respeto.
Ser escritor es —era— una cosa importante. Homero, Cervantes, Kafka… ¿tú? Hay linajes a los que uno no puede adscribirse por la simple fuerza de su voluntad. Ser escritor, si nos tomamos en serio la literatura, es casi como ser santo. ¿Cuándo sabe el santo que lo es? ¿Se hace santo él o le hacen los demás? ¿Es su fe inquebrantable siempre certera?
Decía Cortázar que “el genio es elegirse genial, y acertar”. El escritor también se elige a sí mismo como uno de los llamados —es imprescindible un punto de soberbia para querer ser escritor—, pero esa elección debe funcionar como un convencimiento íntimo, no como máscara social que conscientemente relega y degrada la obra, que pasa a ser como las propiedades fantasmales de un hidalgo de gotera.
Al igual que la santidad, lo de ser escritor tiene que ver con esa frontera difusa entre la propia consideración y la consideración ajena, pues ninguna de las dos es determinante. Uno se sabe o se cree o se siente santo, pero son los demás los que le llaman así, normalmente en virtud de una serie de obras milagrosas. Llamarse santo a uno mismo es una ridiculez. Llamarse escritor, quizá también.
Con el paso de los años, mi intolerancia hacia la superpoblación de escritores se ha mitigado. La consecuencia inmediata ha sido que ya no soy capaz de decir qué es un escritor. ¿El que publica?, ¿el que vive de escribir libros?, ¿el que tiene muchos lectores? Hay autores hoy inmortales que no publicaron nada en vida, amén de otros a los que nadie leyó y hasta muchos que costearon sus propias ediciones. ¿Son todos esos autores autoeditados en Amazon tan escritores como Valle-Inclán? ¿Puede llamarse a sí mismo cocinero todo aquel que cocina con primor en su propia casa?
Antes tenía claro que para considerarse escritor hacía falta una mínima obra, un determinado sello editorial (los llamados “de prestigio”), presencia en librerías, algunos lectores y traducciones y muchas reseñas en la prensa especializada. Sin embargo, ahora mismo pienso que —quizá— alguien que sólo ha escrito 76 páginas, y que las ha publicado en un sello minúsculo y desconocido, y que nadie ha leído, nadie traducido, nadie premiado ni reseñado, puede que sea, de hecho, un gran escritor.
Bastaría con preguntarle: “¿Eres escritor?”, y rogar por que diga que no.
Soy escritor porque escribí mi primera novela y sigo esperando la oportunidad para publicarla. Soy escritor por el solo hecho de sentarme cada día frente al computador y demasiado feliz para inventar un mundo que solo es posible en mi cabeza. Digan lo que digan, soy escritor.