No conquistamos las montañas, sino a nosotros mismos.
Edmund Hillary
Para muchos este mes siempre se ha caracterizado por ser la montaña más pronunciada del año. De ahí el dicho “la cuesta de enero” o la cuesta de inicios de año, en varios sentidos. A estas alturas, ¿cuántos han terminado de subirla impulsados por el entusiasmo y la energía recargada? ¿Cuántos se han detenido a tomar un respiro y pensar, como si de una encrucijada del camino se tratase? Más aún, cuando los propósitos escalan la pirámide de Maslow hacia la cima anhelada, las promesas no son fáciles de cumplir, aunque vengan avaladas por las uvas de Año Nuevo. Entonces, ¿por dónde empezar?
Si de montañas hablamos, La montaña mágica, publicada en 1924, hace exactamente cien años, puede convertirse en una experiencia sugestiva en los Alpes suizos. En esta novela, el autor, Tomas Mann, Premio Nobel de Literatura en 1929, detiene el tiempo en una atmósfera de naturaleza peculiar. Un sanatorio cerrado y confortable, donde la salud y la enfermedad, el silencio y la música, la vida y la muerte parecen armonizar dentro del paisaje. El lector camina al ritmo de la historia, se aclimata a las costumbres, conversaciones y reflexiones de los personajes, que parecen quietos, pero escalan ideas, intercambian posturas y cuestionamientos, como estímulo para la curación y el crecimiento personal. Desde esta montaña novelada, se tocan todos los temas que atañen al ser humano, a través del retrato contradictorio de la sociedad alemana, mientras en las llanuras se oyen los tambores de la primera guerra mundial. La riqueza de los diálogos es la fuerza motriz para terminar de escalar la cadena montañosa del libro y descubrir que, pese a todo, la vida es mágica y transformadora.
Entrar En Las montañas de la locura (1931) de H. Phillips Lovecraft, es aventurarse a explorar la misteriosa y desconocida Antártida, como parte del equipo de expedición, dirigida por el geólogo investigador. Es domar aquel extremo deshabitado de la tierra y desvelar los secretos petrificados que esconden marcas de extraños habitantes del pasado sobrenatural. Es sentir la zozobra permanente, pero resistir hasta llegar al rincón más remoto para encontrar rastros, muestras, signos de otras vidas, mientras el frío penetra en los huesos. Es arriesgarse a lidiar con los susurros y enigmas que encierran las gigantescas paredes blancas. Naturaleza gélida de mar y cielo que se conjuga en las esquinas filudas, donde se enfrentan la vida y la muerte y se estanca el tiempo. Una sugestiva novela que traspasa las montañas de la cordura.
Mientras que leer El rumor de la montaña (1954), de Yasumari Kawabata, Premio Nobel de Literatura en 1968, es un viaje al Japón, donde el rumor intenso del viento en las montañas parece transmitirnos un mensaje, en un entorno minado por las heridas internas de la segunda guerra mundial. Es caminar atado a la misma cuerda de equivocaciones que sujeta a todos los miembros de la familia, aunque el padre sostiene la mayor carga emotiva. Es arriesgarse y trepar a las páginas de esta novela, para participar del cúmulo de emociones internas, tropiezos, aflicciones de los personajes. Superar la compleja red de obstáculos y avizorar el otro lado del relato, donde brilla el sol. Es sentir el compás de los haikus y aceptar el ocaso de la vida, del amor y la memoria. Una novela simbólica, en cuyas imágenes se proyectan los gérmenes del argumento: los pensamientos y sentimientos, como la esencia del ser humano.
Tres lecturas disímiles, tres colinas distantes en el tiempo, tres territorios lejanos, unidos por las cuerdas coincidentes de temática universal. Un trípode de historias que confirman la idea del eterno retorno, en las montañas de la vida. Los ires y venires de cada novela recorren los caminos cíclicos, bajan y suben los desfiladeros pronunciados, trasponen los cruces temporales, delinean guerras y postguerras que parecen prolongarse hasta hoy. El pensamiento es la cumbre de las acciones que gira en la rueda del tiempo, mientras los sentimientos pugnan por salir de las profundidades para curar las fisuras emocionales o borrarlas de la memoria.
Sin duda, leer es escalar, viajar, soñar, vivir mundos sugestivos, experimentar atmósferas extremas. Ascender la empinada montaña, a veces, densa, inaccesible o ligera y gozosa. Asombrarse ante novedosos horizontes multicolores y oír las voces de otros tiempos. Aguzar los sentidos, atreverse a visitar lugares impensables para hallar los tesoros ocultos que esconden las páginas. Comprender los silencios y decodificar los compases musicales del pentagrama argumental. En sí, es sintonizar con la ruta mágica que propone el libro. Por ello, ¡si el libro no va a nosotros, nosotros vamos al libro!
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