A las buenas, querido lector. ¿Qué tal si sigo dándole a la tecla y te cuento un poco más de cómo fue todo a partir de la operación? Pues vamos allá.
Operado del cáncer, recuperándome y, lo más importante, saliéndome pelo de nuevo en la cara, que eso era muy importante de cara a no parecer una cosa mala, como parecía. Con los rutinarios controles y la confirmación de que tendría que tomar Eutirox para siempre, no cerré el capítulo, pero sí me quedé algo más tranquilo. Al fin y al cabo no había muerto, como preveían algunos. Creo que no tenían ni idea de la de cosas que tenía que hacer. Me venía fatal morir.
Eso ya me dejaba dormir. Lo que no me dejaba tanto era que quería recuperar la visión cuanto antes del ojo derecho —iluso de mí— y que las piernas y el cuerpo me dolían cada vez más. Llegando a ser insoportable en la mayoría de situaciones. Las idas y venidas a neurólogo y reumatólogo se sucedían. Aquello parecía un partido de tenis en el que cada cual devolvía la pelota al campo del otro con maestría. Oye, ninguno le colaba el punto al otro, qué buenos eran jugando a eso. Fuera como fuese, unos días tenía esclerosis múltiple y otros tenía lupus, según visitara a uno u otro. Quizá, culparlos de un no diagnóstico sea excesivo. El puñeterito de mi cuerpo jugaba con los resultados de las pruebas y no hacía más que desconcertarlos. Lo que sí me molestó fue la falta de interés en algunas consultas por parte del médico de turno a la hora de ver qué colijindringuis me pasaba. En algunas ocasiones tenía que ser yo el que imploraba algo de ese interés debido al extremo dolor que sufría.
La que peor lo llevaba era mi mujer. Desde hacía un año y medio ella se había echado todo el peso de TODO a la espalda. Trabajaba más horas que nadie y eso hacía que apenas pudiera pasar tiempo conmigo, haciendo que su angustia por una situación ya de por sí angustiosa creciera. Y es que eso de tener que estar enviando constantemente mensajes a tu marido para saber que estaba bien, que no le había pasado nada, no debía de ser agradable. Reconozco que parte de culpa la tenía yo. No sabría explicar bien por qué, pero necesitaba estar solo. Ella no paraba de insistir en que cada día me recogieran para ir a casa de mis padres y así estar “vigilado”, pero yo me negaba y la mayor parte de los días quería estar solo en casa. Escribiendo o simplemente no haciendo nada. Pero solo.
No tardé demasiado en saber que todo aquello era un error. No debía haberlo hecho así.
El primer aviso “gordo” se me dio un día de junio. Lo llamaré gordo porque ya había sufrido episodios similares sin tanta importancia como ese. También sé que recuerdo ese día porque se casaba uno de mis mejores amigos. Pues bien. Estaba en casa, esperando a que mi mujer llegara de trabajar cuando, andando por el pasillo, dejé de sentir una de las piernas —eso sí, no recuerdo ahora cuál— y caí al suelo. La mala suerte hizo que me diera una hostia —aquí no me andaré con eufemismos— contra la pared del propio pasillo. La cosa no pasó a mayores y quedó tan solo en un moretón en la frente que luego traté de disimular con maquillaje. Pero el susto ahí estaba. Había perdido por unos momentos la sensibilidad de una de mis piernas y me había dado un buen golpe que podría haber supuesto un susto mayor que todos los anteriores juntos.
Supongo que cualquier persona habría aprendido de ello. Pero también es cierto que, para mal o para mal, no soy como el resto, por lo que no, no aprendí. Tras un mes de idas y venidas en cuanto a achaques de salud —y con mi mujer con una histeria justificada en cuanto a querer saber cómo estaba cada cierto tiempo mientras ella trabajaba— tuvo un susto todavía mayor. Sólo sé que era julio, no recuerdo ni el día ni nada. Sólo sé que no hacía demasiado que había contestado a mi mujer y le había dicho que estaba bien. Era por la tarde y acababa de sacar la ropa de la secadora. La estaba doblando. Bien. Pues ya no recuerdo más. Sólo sé que me desperté en el suelo.
Miré el teléfono. Diecinueve llamadas perdidas de mi mujer, seguía sonando. Lo contesté aún sin saber qué había pasado. Cuánto tiempo llevaba ahí. Ella se asustó tanto que no dudó en salir del trabajo y venir conmigo. Yo seguía desconcertado. No tenía ni idea de cómo había acabado ahí.
Como es lógico, me ingresaron inmediatamente en el hospital. No sé si fue eso, que asustó a los médicos o qué, pero empezaron a tomarme algo más en serio en cuanto a lo de mis piernas. En reumatología se vieron desbordados porque no conseguían dar con lo que era, por lo que se tomó la decisión de enviarme al hospital de la Fe, en Valencia. Yo pensé: joder, la Fe. Eso son palabras mayores. Ahí me curan seguro.
Anda que no soy imbécil.
En fin.
Las pruebas seguían por un lado y por otro. Y sí, la cosa se siguió complicando. Pero eso ya te lo contaré en futuras entregas.
En cuanto a mi sueño de ser escritor pasó algo muy importante. Hice mi primera presentación. Vale que fue en mi pueblo, vale que, no sé, sólo con familia ya tendría que haber gente. Pero lo que no esperaba es que fueron más de cien personas movidas por la curiosidad de que alguien del pueblo había escrito una novela —en realidad presentaba la segunda, pero bueno—. Ese día empecé a sentir que quizá no fuera una locura querer aspirar a algo en este mundo. Recuerdo que fue de las primeras veces que pensé que la vida me sonreía después de lo que me estaba sucediendo por otro lado. Recuerdo haber presentado el libro con las grapas recién quitadas del cuello tras la operación del cáncer, pero, joder, no me importaba mi aspecto de Frankenstein, me importaba que mi sueño se empezaba a hacer realidad. Además, las entrevistas desde diferentes medios locales, comarcales y nacionales también empezaron a llegar. Yo no me lo creía. El libro se estaba vendiendo como el pan. Yo, que no aspiraba a vender ni cien unidades ya hablaba en miles —ojito, hablamos juntando digital y papel, que si fuera papel estaría escribiendo esto montado en mi Porsche (sí, los cojones)—. De todos modos traté de no emocionarme demasiado, sabía que debía trabajar más duro que nunca para no quedarme estancado en el ligero paso que había dado. Todavía me quedaba tanto por andar… Pero, oye, lo dicho, ver que todo marchaba en este sentido me animaba a tirar para adelante. A trabajar duro.
No me importaba que mi cuerpo estuviera apagado o fuera de cobertura. No me importaba que mi nivel de redacción de una novela todavía estuviera en el de un niño de seis años. No. Quería luchar porque pensaba que podía. Y no hay nada más importante que pensar que se puede. Es el arma más poderosa que existe. Creer en uno mismo. Para todo.
Y hasta aquí quedaba pescado por vender. Pero me traerán más. Así que, mientras esperamos, ¿por qué no me cuentas qué te ha parecido en mi correo (BlasRuizGrau@hotmail.com) o en mi twitter (@BlasRuizGrau)? Agradeceré cualquier comentario y, sobre todo, si compartes este texto con tus contactos. Puede que alguien le venga leer algo así. Quién sabe.
Nos leemos.
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