Toda vida es un viaje, por eso el viaje es la metáfora central de la literatura. En los tiempos en que poesía y narración no habían separado sus caminos, la figura del viajero se convirtió en el primer referente de la literatura de Occidente: Ulises. A su estirpe viajera pertenecen Eneas y Jasón, Don Quijote y Simbad, Lord Jim y Sal Paradise. También Maqroll el Gaviero. Como Ulises, Maqroll nace de la poesía para contar la historia de sus empresas y tribulaciones. Cuando lo encontramos en la primera de las novelas de Mutis que lo tiene por protagonista, sentimos ya el peso del fardo de su pasado doblándole la espalda. No es un personaje nuevo, la misma estructura de la novela nos lo revela, llena de referencias, de guiños a pasadas andanzas, de sobreentendidos. El autor conoce de antiguo al Gaviero y el lector se siente ante un relato heredado, lo que explica la inmediata dimensión legendaria ganada por el personaje ya en su primer paso por la narrativa. Maqroll es el héroe cantado por el Mutis poeta y bajo esa lírica luz se torna leyenda en su prosa, pues si la poesía es el territorio de la experiencia donde se forjan los héroes, la narrativa es el cofre donde se guarda memoria de ellos.
Pero si Maqroll y Ulises comparten orígenes poéticos, sus andanzas y caracteres más que divergentes se hacen muchas veces contrapuestos. Maqroll versus Ulises. Allí donde el héroe de Homero se muestra artero, astuto y despiadado, dispuesto a todo con tal de alcanzar sus objetivos, el Gaviero de Mutis ofrece su ensimismamiento, sus reflexiones fatalistas, su sensibilidad extrema y una ambición desganada que nace de la conciencia de que, a la postre, todos sus esfuerzos han de ser vanos. Ulises es un héroe del triunfo, Maqroll lo es de la derrota.
No en vano esta palabra, derrota, designa por igual la suerte del vencido y la del marino.
Al rumbo de un barco se le llama derrota porque de alguna manera rompe (deriva del verbo latino rumpo) los límites de ese metro cuadrado de existencia que cada ser humano habita. El viaje los trasgrede, abre camino, como la quilla rompe las aguas. Y a un revés militar se le llama derrota (deriva del francés dérout, que a su vez viene también del latino rumpo) porque implica la ruptura, la desbandada de los vencidos, que pierden así su ruta. Con una sola palabra, como un mensaje cifrado, la lengua castellana nos avisa de que si toda vida traza la derrota de un viaje, el final de este viaje se sella siempre con la pérdida. Hay pues mucha más sabiduría en el escéptico Maqroll que en su antepasado Ulises, tan tenaz y convencido de que la llegada a Ítaca es el final del viaje.
Ítaca es la isla legendaria por antonomasia de los tiempos clásicos, la isla del posible retorno, el lugar donde se restablece el orden perdido. Frente a ella, la isla de Utopía, avistada por el héroe marino de Thomas More, Raphael Hythloday —otro perteneciente a la estirpe literaria de los viajeros—, se alza como la isla de los tiempos modernos, la isla de la ida, de la búsqueda, del establecimiento de un orden nuevo. El Gaviero de Mutis navega entre ambas islas o quizás fuera mejor decir que se pierde entre ellas.
El Gaviero quiere regresar a su hogar, como el héroe homérico, pero es un héroe moderno, bien a su pesar, consciente de que nadie regresa al mismo lugar del que partió porque el tiempo del viaje todo lo trastoca, lo borra, como hace desaparecer en La Nieve del Almirante la tienda de Flor Estévez, convertida en tendejón ruinoso cuando al fin Maqroll retorna a ella, o lo transforma, pintando en el paisaje rostros, afectos y rasgos nuevos en los que no siempre se puede reconocer. El hogar de Maqroll es la tierra alta de cafetales de la cordillera, el mismo territorio del que proviene Mutis y al que dice deber su inspiración y afecto. Pero uno sospecha, con tantas idas y venidas de ese otro yo posible de Mutis que es su Gaviero, que por más veces que el escritor haya regresado a su tierra natal, algo se ha perdido definitivamente en ella, algo que buscó durante más de cuarenta años en sus novelas. Quizá porque la isla metafórica a la que Mutis, como Maqroll, quería regresar no era un lugar físico sino un lugar en el tiempo perdido del Medioevo, un lugar del pasado; y el pasado es, como bien sabemos, el único reino que, una vez atravesado, no permite el retorno. La suya, la de Mutis cuando se declara monárquico y legitimista y añora los tiempos de la Monarquía Española en América, la de Maqroll cuando especula con la suerte de Europa si no hubiera movido al Duque de Borgoña un ánimo asesino, es la isla de la ucronía, una isla todavía más inalcanzable.
Una voz en sueños le murmura a Maqroll: “Más lejos, quizás”. Pero él sabe que su búsqueda es sin esperanza; que la costa ucrónica que procura en su derrota es la línea misma del horizonte y, como éste, se aleja a medida que nos acercamos; que al final le aguarda una tumba como aquella de las ruinas de la antigua fortaleza de los cruzados del Crac de los Caballeros, cerca de Trípoli libanés, en la que se lee con postrera certeza: “No era aquí”.
Y, sin embargo, Maqroll el Gaviero viaja. A los puertos del Norte. A las islas de Creta o de Madeira. Establece sus propias reglas de vida y a ellas se atañe con dolorosa fidelidad. A la felicidad efímera del cuerpo de la mujer. A la enemistad con los hombres que juzgan, legislan y gobiernan. Al consuelo de saber que si lo vivido es irrecuperable, es sin embargo su viento el que nos impulsa hacia nuevas búsquedas.
Que Mutis eligiera para un marino oceánico la remontada de un río selvático, en su primera novela sobre el Gaviero, marca simbólicamente ese imposible retorno contracorriente del tiempo. Es el río de Jorge Manrique y es también el de Conrad. El río como prueba y como desatino. También como fatalidad. Muchas veces me he dicho que, en el fondo, tuve suerte de no haber leído todavía ese libro del ciclo narrativo de Maqroll cuando escribí mi primera novela, en la que los atribulados hombres que Colón dejó en el Fuerte de la Navidad remontan también un río selvático en busca de una felicidad tan imposible como cruel. Si lo hubiera leído, quizá no me hubiera atrevido a cometer la temeridad de adentrarme en esa geografía simbólica que Mutis describe tan magistralmente.
Como en tantas ocasiones, literatura y vida se mezclan en mi percepción de la figura del Gaviero. Conocí a Álvaro Mutis en la antigua villa corsaria francesa de Saint-Malo, cuando yo era un joven periodista (mucho da de sí ese tiempo primero de la experiencia, ahora que lo pienso, porque vuelvo a él cíclicamente). No sé si entonces era muy feliz, pero sí sé que era razonablemente indocumentado, y sólo había leído algunos de sus libros de poesía; y aunque compartí con él unas horas de charla, tengo hoy la sensación de haber perdido una oportunidad, como también me ha pasado tantas veces con tantos otros grandes autores que he cruzado en mi vida, la sensación de haber dejado pasar a mi lado la ocasión de recibir un mensaje que tal vez me hubiera ahorrado meandros y sinsabores en el río de la escritura, un buen consejo de marino. Recuerdo nítidamente el tono cordial de la charla y algunas bromas sobre la monarquía, entre un monárquico añorante e irónico, como era él, y un republicano convencido como era y soy yo, que hicieron que me resultara inmediatamente simpático. Y después de volver a seguir la derrota de Mutis y su Gaviero para poder escribir este texto, me doy cuenta de que yo también me sigo resistiendo a desistir —como hace el propio Maqroll, como sospecho que hizo Mutis hasta su último aliento— y a dar por canceladas las esperanzas bajo el peso abrumador de la fatalidad que todos nos aguarda.
Otro de sus personajes, el Capitán del lanchón que remonta el imaginario río Xurandó, tras asistir a Maqroll durante la enfermedad que está a punto de llevarlo a la muerte, le dice:
“Cuando uno se encuentra con alguien que ha vivido lo que usted ha vivido y que ha pasado por las pruebas que han hecho de usted el que es ahora, el ser su testigo y compañero es algo tanto o más importante que si esas cosas le hubieran sucedido a uno”. De igual modo, uno gana experiencia de vida al leer las tribulaciones de Maqroll porque al hacerlo se transforma en testigo y compañero de sus viajes, sin que importe que estos sean imaginarios y él mismo un personaje de ficción. Al fin de cuentas, ¿no lo somos todos de alguna manera, no somos acaso criaturas creadas por el relato que nos contamos a nosotros mismos sobre nuestra identidad? Basta la lejanía del tiempo para ver cómo las biografías se tiñen de sombras, abandonan esa certidumbre de los vivos para adentrarse en el territorio de las quimeras. Si no, ¿cómo explicar que algunas de las figuras claves de nuestra cultura sean tan misteriosas como personajes literarios y que aún hoy se debata sobre la nacionalidad de Colón, sobre si Shakespeare escribió sus obras o las plagió (o si existió realmente) o sobre el posible origen judeoconverso de Cervantes?
Leyendo a Mutis y escribiendo mis propios libros he comprendido que la tierra prometida, la isla que procuramos, es en realidad la nave que nos lleva, y que es nuestra derrota viajera hacia la derrota final la que nos define y la que, en tanto la estamos viviendo, nos hace inmortales. Pobre consuelo, quizás: una simple nave de carne, huesos y sueños, siempre a merced de las inclemencias, irremediablemente destinada al naufragio. Pero es desde su cofa imaginaria desde donde, como gavieros, atisbamos el mundo y pugnamos por trazar un rumbo. Mientras nos lleven los vientos.
Autor: Álvaro Mutis. Título: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero. Editorial: DeBolsillo. Venta: Amazon y fnac
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