Acudamos a cifras para hablar de la lengua. Veinte años, 30.000 errores, 180.000 horas de radio y 800 informes que llenarían alrededor de 400 horas de radio o, lo que es igual, cuatro meses de emisión radiofónica hablando única y exclusivamente de deslices lingüísticos. Toda una radiografía de cómo usamos el español y también de cómo ha evolucionado en las últimas décadas.
«Quien tiene boca se equivoca» es refrán muy apropiado para este caso y que se ciñe con inusual acierto a las páginas de Unidad de Vigilancia Lingüística (Aguilar), una obra que da cuenta, con humor pero sin escarnio, de cómo patinamos al hablar los periodistas, ministros, presidentes de Gobierno y gentes de todo orden, procedencia y condición. Isaías Lafuente aplica así la difundida idea de que muchas veces, para perseverar, antes hay que errar.
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—¿Cómo definiría un gazapo?
—Hay varios tipos de de gazapos. Para mí, el gazapo puro es el tropiezo y ya está. Este tropiezo proviene de una consonante que se cuela o porque hay un baile de palabras. Este gazapo ha existido, existe y existirá toda la vida. A partir de ahí ya hay otros tipos de gazapos a los que llamamos gazapos y a mí me parece que son errores imperdonables porque somos ciudadanos de un país alfabetizado. Después hay un tercer tipo de de error, que es el que más me interesa, y es el error que hoy lo es y mañana no. Eso nos está mostrando, en vivo y en directo, la evolución de nuestra lengua. El último capítulo del libro lo dedico a esto. Son errores que yo he corregido en la Unidad de Vigilancia, conforme a la norma, y al cabo de un tiempo he tenido que «descorregir», también conforme a la norma, porque la norma lo ha terminado admitiendo.
—En la introducción de su libro se dice que la lengua «es el más valioso y el menos valorado tesoro de nuestro patrimonio».
—Para mí la creación de la lengua es el mejor invento de la humanidad, porque es el que ha hecho posible otros avances. Nos ha permitido crear cultura y transmitirla. Es la herramienta que nos ha convertido en humanos. Seguramente la hemos construido por ser humanos, pero después nos ha ayudado a perfeccionar nuestra humanidad. Esto lo tengo claro y muchas veces, cuando hablo de lengua, a la gente que considera normal utilizarla de cualquier manera, les digo: pensad en la cantidad de seres humanos que nos precedieron, que vivieron, procrearon y murieron sin poder pronunciar una sola palabra. La lengua es un verdadero tesoro. Además es una creación reciente. Alguna vez he imaginado toda la historia de la humanidad en un año y, en ese marco, la lengua española se creó el día 31 de diciembre a las 22:30 horas. Llevamos diez siglos manejándola, pero está recién creada. Desde entonces, fíjese la cantidad de ortografías, de gramáticas, de ediciones del diccionario que hemos tenido. Es un organismo vivo y en constante evolución.
—¿Cómo nos ayuda la lengua a ser más humanos?
—La evolución humana nos ha permitido no solo nombrar el árbol, la tierra, el agua y el aire, sino también nombrar nuestros estados de ánimo y sentimientos, y poder expresarnos. El hecho de no solamente sentir, sino poder nombrar ese sentimiento y expresarlo con palabras ha perfeccionado nuestra humanidad. La perfección viene no solo de poder nombrar el mundo, sino también tu mundo interior. Después está la segunda parte de la evolución, que ha sido la más sustancial, no de cada individuo, sino de la especie, que es la transmisión del conocimiento. El hecho de que un invento, una creación o una idea no se pierda con el paso del tiempo y se quede consolidado y expresado sobre un papel, y que las generaciones siguientes no tengan que empezar de cero, sino desde el estadio de la generación anterior, nos ha permitido llegar a donde estamos.
—Al principio fue el verbo…
—Es de la Biblia. El verbo es fundamental. Sin este prodigio que es la lengua, no te digo que seguiríamos en las cavernas, pero poco más o menos. El verbo es el que nos ha permitido crecer como especie y como individuos. Es nuestra seña de identidad. Poro eso hay que preservar y cuidar la lengua. La buena lengua la tenemos que practicar constantemente, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos y, lógicamente, en cada ámbito usarla en el nivel que pida. La palabra dice mucho de quiénes somos nosotros mismos.
—Pero al igual que la palabra nos ayuda a evolucionar, también es peligroso. Me refiero a la manipulación.
—Aquellos que quieren manipular conocen el arma que supone la lengua. Los manipuladores la saben utilizar perfectamente para sus fines. Alabamos los libros, pero hay libros espantosos. El libro por sí mismo es un objeto nada más. Lo que importa es su contenido. La lengua nos ha permitido llegar al libro y disponer de la maravilla de tener buenos libros, pero también hay libros horribles, porque existen formas perversas de usar la lengua y los perversos conocen muy bien la eficacia de la lengua en esa materia.
—¿Por qué nos da vergüenza reconocer nuestros errores?
—Un cúmulo de errores no da una buena imagen de nuestro manejo de la palabra. Cuando el cúmulo de ellos es grande, está bien que uno se avergüence. Pero creo que ese sentimiento es el primer paso para mejorar. La intención de nuestra Unidad de Vigilancia Lingüística es primero reconocer que el error se produce. Hay que reconocer que hay errores normales y que hay errores que no deberían ser normales en nuestro oficio. Y a partir de ahí, utilizar eso para ser conscientes de que el camino está lleno de piedras.
—A la gente le interesa la lengua, pero a veces la descuida. Recuerdo que El dardo en la palabra, de Lázaro Carreter, como los diccionarios de la Real Academia Española, fue un éxito de ventas.
—Con el diccionario de la RAE pasa lo mismo que con la Biblia. En todos los hogares de España hay una Biblia y, sin embargo, pocos la leen. Es algo que se compra y que no todos utilizan. Los libros sobre la lengua suelen funcionar bien porque existe un interés, pero ese interés no es global. Un libro se puede convertir en un éxito, y los de Lázaro Carreter lo eran, pero si vendía, pongamos 100.000 ejemplares, eso significa que existen muchos millones que no lo han leído. Me gusta pensar que cuando se despierta en ti la semilla de la curiosidad por la lengua ya no paras, porque es apasionante saber de dónde vienen las palabras, ser conscientes de para qué nos sirven, traducir la manipulación de quienes juegan con ellas… Conocer el mecanismo de las palabras proporciona fortaleza a las personas porque les permite expresar sus ideas y sus sentimientos. Pero, además, les permite defender sus derechos y reclamarlos. Les ofrece la oportunidad de no estar aislados en una reunión social y saberse tan importantes como el más importante de los que se encuentran en ella.
—¿Hay que quitar hierro al error, tomarlo con más humor?
—El sentido del humor es esencial para vivir. Ayuda a llevar una vida más feliz. El humor es una de las destilaciones más sofisticadas de la inteligencia. La gente inteligente tiene sentido del humor. Es una prueba de la inteligencia y de saber desenvolverte en la vida. Pero también es inteligente analizar el error. No orillarlo y tomártelo con deportividad.
—¿Cuáles son los elementos que nos hacen cometer gazapos?
—El primero es la naturaleza de nuestro oficio, al trabajar en un medio que emite todos los días del año, las 24 horas, y que prácticamente esas 24 horas sean en directo. Algunas de esas palabras están apoyadas en un guión, pero otras no. Esa improvisación es un buen caldo de cultivo para cometer errores. Hay otros elementos hostiles que forman parte de la evolución del periodismo en estos momentos. Uno es la competencia, el hecho de que tengamos que responder muy pronto para dar una información sin haberla interiorizado antes y sin haber escrito bien el texto o asimilar lo que vamos a contar. Además, en las redacciones se ha perdido el papel del supervisor. No hay tanta supervisión por parte de los periodistas con experiencia que sean capaces de frenar errores que jamás deberían pasar del papel a la antena. Y estas cosas sí que creo que influyen. Luego hay un último paso que forma parte de cómo el periodismo está cambiando. La vida profesional de muchos compañeros y compañeras que llegan a las redacciones tiene fecha de caducidad. Si no pueden madurar, si no pueden practicar en antena, la capacidad de errar crece. Estos elementos a mí sí que me parecen preocupantes.
—Los políticos son fuente de muchos gazapos.
—Ellos tienen una excusa: están muy expuestos. Pero también creo que el lenguaje político se ha empobrecido en los últimos tiempos porque funciona a base de argumentario, de discurso y declaración escrita. No sé si es falta de seguridad en sí mismos. Si no se practica la palabra libre y siempre se está sometido a la lectura de unos textos que muchas veces preparan otros, la posibilidad de errar en la improvisación se incrementa. Esto empobrece mucho. En el Parlamento el que habla lleva escrito su discurso, pero también la réplica y la contrarréplica de lo que le van a decir, porque las réplicas y las contrarréplicas ya son tan previsibles que se pueden llevar escritas. En el Parlamento de la Transición había grandísimos oradores. Los discursos de las Cortes constituyentes de la Segunda República, por ejemplo, en donde no existía el papel escrito, los discursos brotaban de manera natural y estaban perfectamente estructurados. Tenían un lenguaje de altura. Efectivamente, ahí nuestros políticos han perdido terreno.
—¿Hay que mejorar la oratoria en los institutos?
—Sí, porque estamos en un nivel que tiende a cero. Una cosa es expresar lo que sientes y otra cosa es confrontar tus ideas, tus pensamientos y tus opiniones con otras personas. No nos enseñan a ejercitar la palabra hablada. Me parece crucial no solo saber expresarse, sino poder defender tus propias ideas. Si no eres capaz de defender una idea no eres capaz de defender, digamos, los derechos de una colectividad. La construcción social en la que vivimos parte de la palabra hablada. Y por eso también es interesante ver cómo está la palabra encriptada en los órganos administrativos y de poder. Parece que está hecho para que no entiendas lo que están haciendo contigo. Hay que democratizar la palabra escrita por parte de los órganos administrativos y políticos, porque si tú no entiendes esa palabra no eres capaz de entender una ley, y por tanto defenderte ante ella o que puedas reclamar.
—¿Cuál es la importancia de que los padres hablen bien a los hijos y no usen palabras malsonantes o expresiones totalmente equivocadas?
—La educación viene del ejemplo. Si el ejemplo lo estamos contradiciendo con nuestras actuaciones, no es eficaz. No podemos exigir a nuestros hijos que hablen bien si nos pasamos todo el rato diciendo tacos. Además, el espacio educativo que nosotros no llenemos lo llenarán otros a través de las pantallas, las redes sociales, la televisión, la pandilla… Tenemos que hacer una aportación que contrarreste a esa otra información que ellos están recibiendo. Después, como ciudadanos libres, ya decidirán ellos su manera de hablar y de desenvolverse, pero la educación debe ser ejemplar. No podemos exigir a nuestros hijos que no miren las pantallas si nosotros las estamos mirando todo el rato. No les podemos pedir que lean si no nos ven leer. No les podemos decir que dejen de ver la televisión si nos pasamos horas viendo la televisión. La ejemplaridad en la educación es una piedra angular.
—Ha mencionado las redes sociales. ¿Cómo influyen?
—Soy periodista y observo este fenómeno con distancia. Nuestra lengua surge de una pandilla de personas que hablaban mal el latín. A partir de ahí comenzó la evolución. Si nuestros antepasados hubieran hablado un latín perfecto, seguiríamos hablando latín y declinando. Pero hubo un grupo que hablaba mal. A partir de ahí, ellos fueron construyendo nuestra lengua y esa lengua se ha ido construyendo a partir de otros malhablados… Las redes sociales son un soporte tecnológico que ha permitido democratizar la lengua y hoy cualquiera se puede expresar en cualquier lugar del mundo y seguir a cualquier individuo en cualquier parte del mundo. Esta democratización de la lengua es fantástica y nos permite observar en tiempo real cómo está evolucionando el idioma. Hace treinta o cuarenta años la lengua escrita y hablada de los medios de comunicación solo la manejaba una aristocracia: los que escribían y hablaban en los medios de comunicación. Ya no.
—Hoy se ha extendido.
—Se ha democratizado y las redes sociales son el cauce por el que vemos cómo cambia. Desde luego ahí también está lo peor. Gente que está destrozando nuestra lengua, pero también está lo mejor: gente que escribe perfectamente y que en doscientos caracteres puede expresar una idea profunda. Las redes por sí mismas no contribuyen a acabar con nuestra lengua. Es más, otros elementos tecnológicos que precedieron a las redes han contribuido a consolidar la lengua. Ahora la radio cumple cien años y creo que fue un elemento fundamental para este fenómeno.
—¿Por qué?
—El castellano de los comienzos del siglo XX y el castellano que manejamos ahora se parece más que el castellano de principios del siglo XX al que se hablaba a principios del siglo XV. El motivo es que antes la lengua se desarrollaba libremente. No había conexiones entre el señor que hablaba en Algeciras y el que hablaba en Cataluña. La radio permitió que atendiéramos a todas esas formas de expresarnos en español y que entrasen en los hogares de las personas. Gente que no tenía un libro en su casa podía escuchar una obra de teatro que se retransmitía y personas que no leían un periódico, entre otras cosas porque no sabían leer, se enteraban de la información, que estaba expresada con unas palabras que se fueron consolidando gracias a ese gran invento que fue la radio. Después vino la televisión. Y ahora vienen las redes sociales, la tercera generación tecnológica a la hora de transmitir las palabras. Creo que, al igual que la radio y la televisión, las redes contribuirán a consolidar nuestro idioma, no solo en España, sino en donde más se habla el español, al otro lado del Atlántico. Esto no significa que bendiga determinadas formas de escribir y expresarse en las redes sociales, pero también hay que reconocer que son muy ricas.
—¿Por qué la gente parece que tiene que hablar mal para ser enrollado?
—Cada personaje se dirige a su público y cree que, a lo mejor, la manera más eficaz de contactar con él es manejar jergas. Si escuchamos entrevistas de Miguel Ríos o de Ramoncín de hace cuarenta años, seguramente las usaron y también, probablemente, a nuestros mayores les parecería espantoso. Después sucede que el propio personaje evoluciona. Igual le pasa a su audiencia, y ese lenguaje se va puliendo con el paso del tiempo. Yo creo que puede haber ahí algo de esto. Después sí que puede haber sencillamente el gusto por lo desastrado, pero eso también dice mucho de nosotros. Esto sí que puede ser un problema, aunque el problema real sería que todo el mundo terminara hablando así. Pero eso no destroza nuestra lengua. Si Lope de Vega levantase la cabeza y viera algunas novelas que nos deslumbran hoy, diría: «Pero, ¿y estos españoles? ¿Cómo han pervertido nuestra lengua?».
—Al principio de la conversación, decía que enmendaba errores que después la norma ha cimentado.
—Nuestra lengua no la construyeron los académicos de la RAE. Ellos han establecido las reglas en una lengua que se iba creando. Han contribuido a consolidar nuestra lengua, pero los hablantes actuales están abriendo nuevos caminos. Veremos cómo evoluciona todo. Habrá errores que irán consolidándose y convirtiéndose en norma y, en un futuro, nuestra lengua seguirá igual de fuerte y seguirá siendo igual de eficaz. Esto sucede con el lenguaje inclusivo. Cuando dices «miembra», todos nos rasgamos las vestiduras. Hay que saber una cosa. Se aprender a hablar antes que a escribir. Este aspecto es muy interesante. Cuando empezamos a escribir ya hablamos perfectamente y con una lógica apabullante, porque las reglas ya están interiorizadas. Si tú a un niño le planteas lo siguiente: «Si papá es miembro de la Asociación de padres y madres del Colegio, ¿tu mamá qué es?». ¿Qué cree va a responder? Pues «miembra». La posibilidad de feminizar esa palabra es una posibilidad natural y es conforme a nuestra lengua. Ahora estamos cortando esa posibilidad en función de la ortografía y la gramática.
—¿Eso es bueno o no?
—Pues a mí me parece que es una manera de cortar nuestra libertad. «Miembra» nos sonará mal el primer minuto, el primer año y a lo mejor la primera década, como «concejala», sin embargo, ahora es natural. ¿Por qué ahora nos suena mejor «concejala»? Porque se utiliza y ya sabemos que si un hombre es «concejal», pues una mujer es «concejala». No hay ningún problema. Tenemos la palabra «cancillera». Está en el diccionario para llamar a una tubería de desagüe. Si hay ya un femenino aceptado, ¿por qué no nos sirve para nombrar a Angela Merkel? Los académicos cada año nos ofrecen palabras y acepciones nuevas, sin embargo, no han admitido el femenino de «canciller», y es un poco absurdo. ¿Por qué vamos a frenar el impulso de un femenino que es natural? A mí, con la distancia con la que observo, la lengua me permite ver este fenómeno como algo normal. No destruirá nuestra lengua, la verdad. Solo la hará más eficaz y más manejable para los hablantes.
—¿Cómo ve las batallas políticas alrededor de la lengua?
—Nuestra lengua no es precisamente machista. Lo que sí que es verdad es que es una lengua que ha nombrado una sociedad machista. Todavía nos queda mucho por andar, pero está en vías de normalización. Es verdad que hay intentos de establecer un lenguaje inclusivo con las mismas normas que a veces ha aplicado la Academia. Es decir, esto tiene que ser así y vamos a imponerlo. Al final son los hablantes los que deciden si hay leyes que nos sirven como neutro de ellas y de ellos, o no. Esto no se puede imponer desde un ministerio ni desde la Academia. A lo mejor en un momento determinado llega a ser normal. Tampoco debemos prescribir estos intentos. Pero no sé si es posible introducir un elemento en principio ajeno y si la comunidad de hablantes lo aceptará. Ya veremos a ver qué es lo que pasa dentro de cincuenta años. Para entonces habrá un lenguaje más normalizado desde la inclusión de lo femenino, pero todavía queda camino por recorrer. Y que ese camino se recorrerá conforme decidan los hablantes. Ni una Academia ni un Ministerio de Igualdad va a imponer una determinada manera de hablar o de comportarnos.
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