Cuando Watson regresó de San Francisco de cuidar a su hermano Henry, siguió viviendo unos meses en compañía de Holmes en Baker Street y continuó acompañando al detective en los casos que aceptaba. Todo fue como al principio. Los problemas que atendía su amigo ejercían una rara fascinación en su estado de ánimo. Pero la verdad es que añoraba y soñaba con su prometida y a la vez «paciente» Constance Adams, y volvió a San Francisco para formalizar su relación, ambos embarcaron rumbo a Inglaterra y se casaron el 1 de noviembre de 1886.
Watson había adquirido una flamante consulta en Kensington y en ese céntrico barrio londinense, Constance y John comenzaron su andadura matrimonial. Media vivienda la tenían dedicada a consultorio y la otra media a domicilio particular. Creo necesario aclararles que Watson no pudo arreglar cuentas con Holmes porque éste no le aceptó ni siquiera un penique, le dijo que no tenían ningún papel escrito y que el dinero que Watson invirtió en San Francisco era para un fin loable, por lo tanto las cuentas estaban liquidadas.
Aquella noche se encontraban cenando los tres en la nueva vivienda del matrimonio y el detective dio por zanjado el asunto añadiendo un suculento cheque, a manera de regalo, que cubría una buena parte de los gastos que se habían originado en la boda. Constance y John no sabían qué decir, pero Holmes sacó una pequeña libreta del bolsillo de su chaqueta y se puso a explicar el estado de sus finanzas. Se habían resuelto en tres años más de cien casos y el dinero había ido a incrementar el saldo que los dos amigos tenían en la cuenta corriente de la Banca Rothschild.
—No puedo aceptar lo que usted me propone —dijo Watson— el cheque que me entrega me parece desorbitado y el que yo siga figurando en esa cuenta como titular es algo que se escapa a la lógica comprensión de cualquiera, si doy mi conformidad estaré en deuda con usted el resto de mi vida y eso me superará —añadió Watson con los ojos algo humedecidos.
Constance se había retirado prudentemente del comedor con el pretexto de ayudar a la doncella a retirar los platos de la cena y preparar el servicio de café, pero en realidad lo que ella deseaba era que nadie viera el brillo acuoso de sus ojos ni escuchara el sonsonete lejano de sus acongojados sollozos.
Tal como se reflejaba el carácter de Holmes en la prensa y en los relatos que su marido escribía para el Strand Magazine, el detective parecía más bien un hombre adusto y con unos sentimientos muy por debajo de los que acababa de escuchar.
—A primeros de 1881 —añadió Holmes— usted aceptó compartir unas habitaciones conmigo sin conocer mi estrafalario carácter y mis múltiples rarezas. Sin su colaboración no hubiera salido nunca de la sórdida pensión de Montague Street. Además en aquellos momentos me encontraba muy deprimido por haber roto las relaciones con mi buen padre y usted tuvo la facultad de hacerme mitigar el dolor del incidente.
Constance que estaba escuchando desde la cocina todo lo que podía haberse perdido de aquella entrañable conversación, no fue capaz de contenerse más, dejó empantanadas sus labores domésticas para salir al comedor y abrazar a Holmes, menos mal que el detective al verla entrar se había puesto en pie y la escena quedó bastante arreglada. Luego, Constance besó a Holmes y derramó algunas lágrimas sobre el hombro de tan cumplido caballero.
Siempre que acontece en estas historias algún suceso conmovedor se echa de menos la presencia del ilustrador Sidney Paget, pero creo que los lectores habrán captado el sincero sentimentalismo de la escena sin necesidad de dibujos, aunque éstos hubieran sido magníficos.
Para terminar diré que Constance y Holmes «siempre» se llevaron muy bien. Lejos de lo que se podía pensar, la amistad de los dos amigos se acrecentó con la mediación de la esposa porque ella nunca interfirió en el desarrollo de sus aventuras.
Hasta puedo asegurarles que llegó a participar de una forma indirecta en algún caso complicado porque tenía una intuición femenina fuera de lo común y un carácter envidiable.
Quizá no sea el momento de estropear este pequeño y bello retazo de historia holmesiana, pero quiero añadir que cuando Constance murió, a tan temprana edad, nadie sabe si lo sintió más Watson o quizá fuera Holmes, pero como ambos tenían tan diferentes formas de ver la vida y todos los misterios que acarreaba transitar por ella es mejor no saber ciertas cosas.
—Tiene usted una mujer extraordinaria —le dijo Holmes a Watson— mientras aquella noche después de cenar lo acompañaba de vuelta a Baker Street.
Watson guardó silencio y se limitó a estrechar cálida y largamente su mano.
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