Si el siglo anterior había sido español, el XVII lo fue francés. En él se consolidó la Francia que durante casi dos centurias iba a marcar la política y el estilo de Europa, con una reafirmación de la monarquía por derecho divino y un predominio (excepto en Inglaterra, inevitablemente parlamentaria) de las ideas absolutistas. Y si eso tuvo un nombre, fue el de Luis XIV. La idea, desarrollada por pensadores como Jean Bodin y algún otro, era antigua, pero se vio renovada con una modernidad abrumadora: el rey era Francia y Francia era una nación, luego la voluntad de la nación era la del rey, o más bien era el rey quien encarnaba la voluntad de la nación. La France c’est moi, como la Lulú del perfume. Más claro, agua. Y al que ponga pegas, le mando mis ejércitos o lo meto en la Bastilla. Huérfano desde muy niño (1643), criado en la regencia de su madre española (Ana de Austria, la de Los tres mosqueteros) y el primer ministro-cardenal Mazarino (el de Veinte años después), y con una formación más pragmática que libresca, al subir Luis al trono supo someterlo todo a su voluntad: la política, la guerra, la economía, el arte y las letras. El chaval no era un prodigio de inteligencia, o eso dicen los que saben; pero tenía ojo de lince y supo rodearse de buenos colaboradores. A la muerte de Mazarino rechazó tener a otro primer ministro, encargándose él de todo, con ministros elegidos entre la alta burguesía y sujetos a su voluntad, consejo de Estado e intendentes provinciales que actuaban bajo su control directo. Y además puso a un genio en materia de finanzas (el ministro Colbert) a cargo de la economía nacional: manufacturas, tarifas aduaneras, red de transporte para mercancías y fundación de compañías comerciales y coloniales. Aquello disparó la prosperidad y la viruta entró a chorros en las arcas reales y en las particulares, con toda la peña feliz como una perdiz. En materia religiosa, tampoco Luis se cortó ni al afeitarse: para conseguir la unidad que por entonces todo gobernante ambicionaba, se lo puso difícil a los protestantes franceses, forzando a 250.000 hugonotes a hacer las maletas rumbo a Suiza, Holanda, Alemania e Inglaterra. Y para controlar todavía mejor la cosa interna, se sacó de la manga el asombroso invento de Versalles, que convirtió a su corte en pasmo de Europa. Y lo que hizo, el tío, fue construir una superhipermegalujosa residencia oficial para toda la corte, alejando a los nobles (siempre peligrosos en sus vanidades y ambiciones) de las posesiones provinciales para tenerlos allí controlados, convertidos en cortesanos fieles, comiendo de su mano y haciéndole todo el día la pelota. La etiqueta real, los privilegios de la corte y demás farfolla versallesca se convirtieron incluso en leyes estatales que acabaron siendo imitadísimas en las demás cortes europeas. Cada monarca (hasta los más bestias, que eran unos cuantos) quiso tener su Versalles, y todo empezó a hacerse al gusto francés, hasta el punto de que parlar gabacho se convirtió en signo de distinción internacional. A causa de eso, la influyente corte francesa jugó un papel fundamental en la difusión del arte y la cultura en Prusia, en Rusia, en Austria y en Suecia (con el tiempo, ya veremos por qué, también en España). La Academia, creada en 1635 para cuidar y perfeccionar el idioma, alumbró hacia finales de siglo un excelente diccionario de la lengua franchute; y el propio rey, para fomentar las artes y las letras (y hacerlas parte de su gloria personal, el muy pirata), pensionó a arquitectos, pintores y autores teatrales de postín como Molière, Racine y Corneille, que besaban el suelo por donde el monarca pisaba (excluyo aquí un fácil juego de palabras con el francés pisser). Pero no todo fue cultura, claro. El áspero mundo seguía su camino y nada excluyó la guerra, que seguía siendo el método habitual para resolver asuntos internacionales. Decidido a dotar a Francia de fronteras seguras al norte y el este (la famosa marcha hacia el Rhin), y eso en detrimento del imperio alemán y de la Bélgica todavía española, Luis XIV se metió en serios desparrames bélicos, alguno de los cuales no le salió tan chachi como calculaba. Austria e Inglaterra, que lo miraban de reojo, promovieron exitosas coaliciones contra el hegemonismo francés; y poco a poco los ingleses, con una inteligente política naval, fueron comiéndole a Francia la tostada en el mar del mismo modo que ya se la comían a España, bosquejando la gran potencia marítima que serían en el siglo XVIII. Y, bueno. El otro gran pifostio bélico en el que se metió Luis XIV ya con cierta edad, muy extenso y complicado, fue el que se produjo en 1700 por la sucesión al trono de aquel rey Carlos II, último de los Austrias, con el que a los españoles nos bendijo Dios. Pero de ese conflicto, que acabó siendo una verdadera guerra general europea, hablaremos en otro episodio. Creo.
[Continuará].
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Publicado el 9 de febrero de 2024 en XL Semanal.
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Pifostios y más pifostios. Europa ha sido siempre un gran pifostio. Y todo desparrame, como el de Luis el Catorceavo, trae desparrames de signo contrario como más tarde los trajo la Revolución Francesa. Absolutismo, liberalismo…
Y seguimos así. Si no, veamos cómo está el panorama por el este, gracias al poder absoluto putiniano. Y cómo por el oeste, gracias al poder absoluto sanchista. Lo mismo que el Luisito se pasaba por el forro a toda voluntad que no fuera la suya, así el forramen vuelve a campar por sus fueros ante estos sujetos versallescos. Ni asambleas, ni división de poderes, ni gaitas. Poderes absolutos, leyes absolutas.
Y todo exceso trae consecuencias: todos estos fulanos siguen la misma máxima: después de mi (nadie es eterno, creemos), el diluvio…
Hasta se parecen en sus colaboradores. Richelieu, Mazarino, redondito, bolañín. Todos ellos cardenales serviles, purpurados, al frente de los desaguisados. Qué curioso que la actual legislatura española sea la XIV. Si es que el destino trae estas curiosidades y coincidencias…
Porca miseria…
Lo mejor de los borbones en Francia. Lástima que no hubiera cuidado la marina como lo hicieron los británicos, ahora se hablaría francés en las relaciones internacionales, idioma mucho más hermoso que el inglés.
No viene a cuento pero acabo de zamparme «El problema final» y me saco el sombrero con el Maestro una vez más.
De pasada, se metió en el bolsillo las «correcciones políticas» y llamó al cuento famoso de Agatha por su nombre verdadero: «Diez Negritos» («Diez indiecitos», también sonó en alguna parte).
Me saco el sombrero otra vez.
No entendí lo de «imperio alemán» en ese entonces… Pero a cualquiera se le escapa un gazapo.
Siempre me ha llamado la atención de qué modo los reyes de aquel entonces como Luis XIV lograban consolidar un poder tan impresionante al punto de establecer esto de: “El estado soy yo”.
“El rey era Francia y Francia era una nación, luego la voluntad de la nación era la del rey, o más bien era el rey quien encarnaba la voluntad de la nación”
Imagino que su “descendencia divina”, consolidada por los inteligentes, pícaros y nefastos religiosos, más la creación de un ejército implacable con aquellos que se les ocurría levantar la cabeza para pensar o protestar, conformó una máquina de poder y dominio absoluto, sobre un pueblo de humildes artesanos, labriegos y pordioseros, que jamás en su vida lograrían llegar a formar parte de la corte del rey.
El poder del hombre sobre el hombre es y será la pesada mochila de la humanidad, hoy, con métodos más sutiles, continuamos llevándola.
Pero al margen de esto, yo puedo comprender al rey todo poderoso, a los clérigos, astutos manipuladores de los engranajes del poder, incluso a los soldados y jefes de ejército; pero lo más sorprendente es la idiosincrasia de las mujeres y hombres de aquella corte, sus festicholas, sus excesos, su capacidad para ocupar un lugar de privilegio en torno al rey; mientras el pueblo no agraciado con ningún título de nobleza o capacidad de poder salir de su situación social para deslumbrar en los salones del palacio, debía de agachar su cabeza y continuar con su vida de trabajo duro en el lodazal de esos pueblos rústicos y sin gracia. No obstante, debo admitir que de los relucientes salones del palacio de aquella época también surgieron pensadores y artistas que dejaron su legado.
Aquellos reyes, sus cortes, sus clérigos, sus ejércitos, y sus pobres súbditos, ya no existen, solo quedan sus fastuosas construcciones y jardines como fieles testigos de un pasado en donde el poder se concentraba en un solo puño; de ese modo se fue forjando el mundo hasta nuestros días, en donde: “Muchos nacieron con estrella y otros nacieron estrellados”; y así continuamos, en donde el ascenso social muchas veces se desdibuja, creyendo que una abultada cuenta corriente, por sí sola, ennoblece al individuo.
En nuestro actual mundo, muchos valores como, la palabra, el honor, el valor, la honestidad, no digo que se hayan perdido pero ya no se encuentran como en otros tiempos…¿o quizás siempre el hombre fue igual, con los mismos defectos y virtudes indelebles?.
Todo pareciera ser relativo, sumado a que parece ser que la historia la escriben los que ganan.
Tal vez, los tiempos en el que el palacio de Versalles brillaba de esplendor, eran más simples que el complejo mundo global actual, en donde no sabemos si el año próximo todo estallará por los aires.
No obstante todos continuamos en el asombroso viaje de la vida, la pasada, la presente y la futura. ¿Cuándo terminará?, solo Dios, o la inteligencia artificial, lo saben.
Cordial saludo.
De acuerdo en todo, sr. Brun, excepto en lo de la IA. La IA no es Dios ni Dios es la IA. La IA no sabe del futuro ni una p… mierda. El futuro como siempre, y menos mal, es insondable, el pasado nos lo han hecho insondable e inescrutable los posmodernos y el presente es irrespirable a causa de los mismos fulanos.
Pero nos queda don Arturo y sus historias…
Si yo no mal entiendo, la inteligencia artificial puede lograr respuestas pero solo descifrando las billones de respuestas de todos los temas que el hombre ya se ha preguntado y respondido. Es decir que la inteligencia artificial es una especie de gigantesca coctelera que puede, con las respuestas que el hombre ya le ha dado a todos los temas: ciencia, salud, educación, filosofía, música, dibujo, pintura, religión, etc. etc; ante nuevas preguntas, lograr en escasos segundos brindar nuevas respuestas…las cuales siguen siendo perteneciendo al cerebro humano.
Por esto, bien dice usted señor Ricarrob, la inteligencia artificial poco puede hacer frente a Dios, que todo lo sabe, todo lo ve, y ampara a todos aquellos que lo necesitan, aunque a veces pareciera que no es así, pero nadie dijo que la vida deba ser indolora y sencilla.
Cordial saludo estimado amigo
El problema, serio, sr. Brun, amigo estimado, es que la coctelera esté llena de detritos. Había antes, en sus inicios, una regla de oro en la informática: mierda entra, mierda sale. Vamos, llena de detritos, igual que la mente de los políticos.
Un abrazo.
De descendencia divina, nada. Fenelon, obispo francés, envió una carta a Luis XIV en la que le cantaba las cuarenta. Luis XIV encarna el Estado desligado de la ley moral y, en última instancia, en rebelión contra Dios. El absolutismo y la Revolución francesa son dos caras de la misma moneda: el omnimodo Estado Leviatán, lo encarne un rey o una asamblea.
Sr, me recuerda sus afirmaciones:» sobre esto hablaremos luego…; sobre ésto, hablaré después, creo…» Ojalá las circunstancias así lo propicien…