Reproducimos una historia verídica sobre la vida y el destino de Jorge Fernández Díaz. Publicada en La Nación, fue recogida en 2010 en La hermandad del honor, libro editado por Planeta Argentina.
Viajó a Nueva York para buscar una nueva vida, pero se encontró tres veces con la muerte. A poco de llegar le detectaron un cáncer de cuello de útero. Al año siguiente presenció los atentados del 11 de septiembre y participó en la primera línea de la emergencia. Seis meses más tarde estuvo a punto de perecer cuando se incendiaron unas instalaciones eléctricas en su edificio y el monóxido de carbono le envenenó las vías respiratorias. Fue a parar a terapia intensiva, estuvo clínicamente muerta por algunos minutos, vio la luz al final del largo túnel y sintió esa lúgubre placidez que reconocen quienes fueron y volvieron para contar la muerte por dentro.
Se llama Alejandra Ciappa, nació en Tandil y se recibió de médica clínica en La Plata. En aquellos tiempos neoyorkinos ya tenía treinta años y estaba haciendo un doctorado en Columbia sobre genética de Alzheimer. Ahora trabaja en la Fundación Favaloro y me cita en un restaurante vacío de Puerto Madero. Tiene 38 años y una niña de tres, y cree naturalmente en Dios y en el destino más que en ninguna otra cosa. Me cuenta, para empezar, que cuando era muy joven un camión salió de la niebla, en una ruta, y se llevó por delante al micro donde viajaban sus padres. En ese día imborrable de 1991 murieron 17 pasajeros y sufrieron gravísimos daños físicos y psicológicos los padres de Alejandra. Fue un vuelco dramático en su vida, y nueve añosmás tarde, la chica no podía dejar de pensar en ellos mientras caminaba por el Central Park escuchando canciones de Celine Dion y tratando de armarse para el día siguiente, cuando entraría en el quirófano a jugarse a suerte y verdad contra su tumor maligno. Esta mierda no va a matarme, se dijo. Efectivamente, el cáncer no la mató, y salió fortalecida de esa experiencia vital, creyendo quizás que por cuestiones estadísticas nada malo podría volver a acontecerle después de lo que le había pasado.
Pero las estadísticas fallaron en aquella singular mañana de septiembre de 2001, cuando camino a su trabajo vio en un televisor el choque del primer avión, y a los pocos minutos sintió el estruendo del segundo. Ella siguió por inercia y se metió en el subterráneo, donde la gente viajaba sin saber qué ocurría en la superficie del mundo. Le comentó por lo bajo a una mujer lo que acababa de ver en una pantalla y la pasajera la miró como si se hubiera vuelto loca. Cuando emergió en el norte de la ciudad, el aspecto de las calles emulaba una escena del cine catástrofe: caos, gritos, atascos, bocinas. Los compañeros de Alejandra seguían su rutina científica en los laboratorios, pero ella no podía concentrarse. Comenzó a llamar a su amigo Samy, un broker venezolano que trabajaba en el Word Trade Center de Manhattan, pero los celulares no respondían y nadie conocía su paradero. Recién al caer la noche volvió a oír, con enorme alivio, la voz del broker: tenía la euforia del sobreviviente y le contaba con atropellos que había salido corriendo y que la monumental nube de polvo lo perseguía para deglutírselo; que había pedazos de cadáveres en las calles y que encontró refugio en una iglesia.
En esa primera hora de desconcierto, Alejandra recibió un llamado de su madre, que desde Tandil le confirmaba la caída de las torres, transmitidas por la televisión a todo el planeta; trataba de chequear que su hija estuviera lejos del epicentro y completamente a salvo. La doctora Ciappa estaba a 110 cuadras del Ground Zero, pero no pensaba quedarse al margen: pidió permiso a su jefe para abandonar su puesto y se metió en un bar donde una multitud apretada veía por la tele las declaraciones compungidas de Giuliani. Luego bajó en una boca del subte, se persignó y regresó por las entrañas de la tierra al Central Park. Millones de personas caminaban allí en silencio, mirándose las unas a las otras, en una ciudad donde nadie mira a nadie.
Alejandra se dirigió a la Cruz Roja observando cómo la gente se abalanzaba sobre los supermercados y compraba agua y comida. Parecía el fin del mundo. Ella sólo compró una cámara descartable en un kiosco. Ya sonaba la fórmula “atentado terrorista” y Alejandra marchaba pensando en la AMIA y en el ejercicio ilimitado de la crueldad humana.Mil personas se habían presentado a donar sangre, y la Cruz Roja tuvo que suspender la donación porque no tenía dónde guardar tanto.
Soy médica —les dijo—. Úsenme, por favor. Tuvo que esperar horas hasta que la destinaron a un grupo de diez médicos y enfermeros: el Team A. Esa noche no consiguió pegar un ojo.
En la madrugada los llevarían al epicentro del dolor y en ese lugar deberían atender fundamentalmente a los rescatistas puesto que no había sobrevivientes. Sólo cadáveres mutilados. Veinte mil bolsas de residuos con cuerpos despedazados y partidos.
Era difícil dormir en esas circunstancias. El Team A partió a las siete de la mañana del miércoles 12 en ómnibus. Alejandra miraba la ciudad desierta y el vacío sobrecogedor que había dejado el derrumbe: comenzaron a temblarle las piernas. La gente, a su paso, los saludaba con banderas y con gritos: Gracias, son nuestros héroes. Ciappa no entendía bien lo que eso significaba. Se sentía cualquier otra cosa menos un paladín de la Humanidad. Sólo estaba cumpliendo el juramento hipocrático, a puro instinto, sin verse a sí misma de ninguna manera.
El equipo se instaló en la escuela Stuyvesant e improvisó allí un hospital de campaña. Un humo cargado y picante, como si trajera arena de hierro o cal, llegaba y quemaba la piel y destruía los ojos. En la escuela atendieron durante horas a bomberos, policías y voluntarios con cortadas, fracturas, irritaciones oculares y crisis asmáticas. Como Alejandra era la única que sabía hablar español se encargaba de conversar con los horrorizados albañiles latinos que en largas cadenas sacaban escombros y se encontraban a cada rato con restos humanos.
Algunos de ellos los apremiaban para que los curasen y para volver rápido al derrumbe porque escuchaban gente viva y desesperada debajo de los escombros. Doctora, yo saqué una ventana del avión—le dijo uno—.La levanté y miré a través de ella. Pensar que ese pasajero vio su propia muerte por esa ventana.
En un momento, salieron a recorrer los alrededores. Todo era devastación. En el subte de esa estación los bomberos encontraron cadáveres abrazados. Y la médica entró en el Jardín de Cristal, un edificio enorme como un shopping, cuyos vidrios habían volado en pedazos. Alejandra vio adentro que estaba el desayuno servido en todas las mesas, con la vajilla intacta y cubierta de un polvillo malsano.
Esa noche regresó a su casa de la calle 77, en UpperWest Side, con el alma rota y descompuesta. Por la mañana habló con su jefe y le pidió permiso para regresar al Team A. Ale, go —le respondió—. Go, go! El jueves 13 los esperaba una misión importante: desalojar los edificios cercanos a la zona del desastre. En el 310 de Chambers Street había un edificio de cuarenta pisos de la Ayuda Social que permanecía sin agua y sin luz desde hacía más de 24 horas. La evacuación parecía algo sencillo, sobre todo porque en el operativo había miembros del ejército y la policía. Pero la escalera no tenía ventanas y era una boca de lobo, había ancianos con graves dificultades en la movilidad y algunos con problemas mentales, carenciados de todo tipo y personas con muchísimo miedo que hasta tuvieron infartos en medio del traslado.
La droga de la adrenalina la ayudaba a Alejandra Ciappa a subir y bajar cien veces esas escaleras. Y algo en el tono de su voz le permitía persuadir a los que no querían abandonar sus casas. Algunas veces, oficiales del ejército tenían que amenazar con tirar la puerta abajo con un hacha. Los vecinos estaban aterrados e histéricos. Muchos habían visto desde sus ventanas cómo caían los cuerpos, y no se atrevían a salir a la calle y mucho menos a dejar sus cosas. Era entonces cuando los militares y los policías dejaban que aquella médica latina de voz dulce parlamentara con ellos y los convenciera de salir.
A todos les decían que debían irse con lo puesto y que regresarían al día siguiente. Pero recién los devolvieron al hogar un mes después. Alejandra se topó con Francesca, una italiana simpática pero tozuda que no quería abandonar su departamento por nada del mundo. Ciappa entró en confianza contándole que ella también era descendiente de italianos, y estuvo un largo rato minándole las resistencias. Francesca la llevó hasta el balcón y le dijo: Mirá, no puedo dejar la huerta. No puedo abandonar a mis tomates. Después le apuntó: Vos tenés que comer, estás muy flaca. Vení que te preparo una cosita. Mirá las fotos de mi finado esposo. Luego de una charlita amistosa, Alejandra ya la tenía convencida. Fue entonces que Francesca se plantó y volvió atrás con un nuevo argumento: Yo de acá no me voy sin saber qué pasa con mis dos amigas.Era dos ancianas que vivían en ese mismo edificio. Un policía las trajo para que hablaran con ella. Vamos, Francesca —le dijeron sus amigas—. Agarrá dos bombachas y salí con nosotras. ¡Siempre haciendo lío vos! Se abrazaron y bajaron juntas. El militar en jefe miró a Ciappa y le dijo en inglés: Tenés un ángel, tenés algo. A partir de ese momento, todos la llamaban en inglés “angel”. Y siempre que había un problema en la evacuación, llamaban a “angel”, que tenía el don de la credibilidad y de la psicología. Al final, las tres viejas la abordaron en la vereda. Francesca le dijo: Nunca cambies tu manera de ser. Se le llenan los ojos de lágrimas al recordar todo esto.
Regresó caminando setenta cuadras hasta su casa. Iba con el barbijo y el estetoscopio, tenía la cara tiznada y una costra dolorosa. Cuando por fin llegó a destino se duchó, lloró un buen rato y se quedó dormida.
El jueves todos los miembros del Team A convergieron en la escuela, donde en realidad ya no había tanto para hacer. Caminaron hasta el Ground Zero viendo la destrucción, los autos dados vuelta, las miradas de aquellos hombres exhaustos. Alejandra vio a dos bomberos sentados en una silla Luis XVII, en la vidriera destrozada de una casa de antigüedades. Hombres gigantes llorando como niños—me dice—. Yo me abrazaba con desconocidos y lloraba también. Y de pronto, un viento venenoso se levantó en el atardecer y retrocedieron hasta la escuela. El viento era tan fuerte que el polvillo se alzó en remolinos y se convirtió en un manto de neblina artificial que todo lo ensombrecía. Alejandra descubrió de golpe que se había quedado sola, enceguecida y sin puntos de referencia.Y que estaba a punto llover. Pensó que esa lluvia le quemaría en la piel, y se asustó y comenzó a correr a tientas. Llegó a la escuela cuando comenzaba el aguacero. Y entró en el baño y se miró al espejo: no se reconocía. Se quedó muda frente a esa extraña. Muda y petrificada. ¿Estás bien?, le preguntó una enfermera.
No sé, le respondió. Es hora de volver a casa, diagnosticó La mujer. Pero la médica no podía. No podía salir de nuevo a ese laberinto de lluvia, polvo y muerte. Se tiró sobre una colchoneta y pasó una noche horrible, llena de espectros e insomnios. Por la mañana se bañó y se puso ropa del Ejército de Salvación. La trataban como a una heroína. Pero si yo no hice nada, les devolvía. Un médico amigo, más tarde, le dijo algo rotundo sobre eso: Vos fuiste, Alejandra, vos fuiste. Yo, en cambio, me encerré como una rata en mi casa.
Había desde la mañana un persistente rumor: el presidente Bush visitaría la zona de conflicto y antes de ese arribo tendrían que clausurar la escuela. Ciappa se dio cuenta de que el rumor era cierto cuando irrumpió taconeando aparatosamente un grupo de soldados armados hasta los dientes, vestidos de negro, con miras infrarrojas. Move, move, les ordenaron. Seguía lloviendo de manera torrencial. Por el camino, Alejandra se quitó el piloto y la capucha y dejó que el agua la empapara. Llegó purificada y dolida a la calle 77.
Su amigo Samy le decía siempre: Si sobrevivís dos años en Nueva York y no te intoxicás, podés vivir en cualquier parte del mundo. Seis meses después de aquella tragedia colectiva, la médica argentina se enfrentó con su tragedia personal. Fue un sábado por la mañana, y Alejandra dormía junto a su pareja. En el piso de abajo una conexión eléctrica había producido un chispazo y, a continuación, un fuego que despedía monóxido de carbono. Tal vez le salvó la vida su experiencia en lasTorres Gemelas, porque la doctora Ciappa había desarrollado allí un olfato extraordinario para detectar viejos y nuevos fuegos. Alejandra se sentó trabajosamente en la cama y se dijo: Acá pasa algo. En cámara lenta la médica se desplazó hasta la ventana y descubrió que la luz estaba cortada, luego regresó a la cama como si avanzara dentro de una jalea pegajosa, se derrumbó en ella y trató de despertar a su novio. ¿Qué me está pasando?, se preguntaba, pero su mente estaba lenta y confusa. Ese gas es inodoro, incoloro y letal, y los dos lo estaban respirando en esa duermevela: la somnolencia era invencible, el dolor de cabeza agudo. No tenía reflejos ni fuerza en las piernas. Sólo quería dormir, y sabía que no podía hacerlo. Los minutos del sueño mortal transcurrían lentamente. De pronto ella sacó energía de algún sitio, y le dijo a su pareja: Por favor, no me dejes morir. Y el hombre reaccionó, salió a los tumbos al pasillo y al oxígeno, y consiguió que llamaran a una ambulancia.
Ciappa estuvo dos horas paralizada, sin lograr moverse, sintiéndose morir, atravesando el túnel final y saliendo a la luz placentera de la muerte. Y cuando volvió en sí pasó un largo tiempo en terapia y después, cuando recuperó la lucidez, sufrió ataques de pánico: no podía volver a su departamento ni pensar en su futuro ni programar lo más mínimo. Sólo lograba encarar el día a día, como si el mañana no existiera, como si no valiera la pena planificar nada puesto que cualquier evento dramático —un micro que sale de la niebla, un cáncer fulminante, un atentado masivo o un accidente eléctrico— pudiera desbaratarle de un momento a otro la ilusoria programación de la vida.
Tres años y medio después de haber llegado a Nueva York, Ciappa levantó campamento y regresó a la Argentina buscando los afectos perdidos. Tratando de recuperarse de los peligros y los temores, e intentando lo que finalmente consiguió: una pacífica pero fecunda carrera de investigación científica.
En Buenos Aires, encontró trabajo, un nuevo amor y la oportunidad de ser madre. Hace unos meses, despertó una mañana oliendo el monóxido de carbono. Se acercó al balcón y escuchó ruido de sirenas. Se estaba quemando un sauna a pocos metros del edificio donde ahora vive. Despertó a su marido y a su niña, y les dijo: Nos vamos ya. Bajaron rápido a la vereda, y ella de repente se quedó paralizada en el umbral. ¿Qué pasa?, le preguntó él.No me puedo ir—dijo ella—. No me puedo ir. El marido se llevó a la hija, mientras la médica corría hasta el sauna. Había policías y bomberos alrededor de un edificio que despedía humo tóxico y letal. Salgan del edificio —les gritó como loca—. Salgan. ¡Es monóxido de carbono! Nadie le hacía caso a pesar de que ella arremetía contra todos. Yo viví en Nueva York—les dijo, desesperada y rabiosa—.Yo estuve muerta por este humito. Si quieren morir quédense ahí metidos, no hay problema. Dio media vuelta y empezó a caminar y varios policías y curiosos comenzaron a seguirla. Tuvieron que sacar en ambulancia a diez vecinos intoxicados —me dice—. La angustia me apretaba la garganta, ¿sabés? Otra vez ese veneno. Yo no podía irme con mi familia por el simple hecho de que no hubiera podido vivir luego con esos muertos sobre mi conciencia. Como en Manhattan. Como siempre.
Me cuenta que regresó muchas veces a Nueva York. Y que su ex novio escribió su nombre en el museo del tributo del Ground Zero. Debajo puso una frase corta: Argentina was here. El año pasado, en ese mismo museo, mientras contemplaba una gigantografía en blanco y negro sobre la tragedia y los escombros, Alejandra Ciappa vio un extraño haz de luz solar que entraba oblicuo desde el techo, y pidió que le tomaran una foto. Me está mostrando ahora ese retrato. Está la flaca recortada contra los hierros retorcidos y la molienda del horror. Una luz celestial le pega justo acá. Acá, en el corazón.
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