Más o menos Vetusta
Asisto en la Biblioteca Pública Ramón Pérez de Ayala, en Oviedo, a una lectura dramatizada de pasajes de La Regenta. Es un acto que organiza el Ministerio de Cultura para conmemorar el 140º aniversario de la novela de Clarín, y no deja de ser un acierto que se desarrolle en el mismo edificio que en tiempos acogió el teatro donde empezaron sus flirteos Ana Ozores y Álvaro Mesía. En su segunda planta, además, se conserva el legado del autor —entre cuyas posesiones se encuentra un manuscrito de la novela que por dos veces tuve el privilegio de sostener entre mis manos—, y mientras entro y tomo asiento quiero creer que hay en todo esto un desagravio hacia la memoria de quien fue uno de nuestros mayores escritores y durante demasiado tiempo estuvo eclipsado, o deliberadamente oscurecido, en la ciudad en la que pasó la mayor parte de su vida. Hay señales para avalar tal deducción: el mes pasado el Consistorio aprobó su nombramiento como Hijo Adoptivo y, transcurrido casi siglo y medio, no es una locura deducir que las antiguas reticencias de las autoridades civiles y eclesiásticas hayan quedado atrás, más teniendo en cuenta que vivimos en un país que se precia de parecerse poco a aquél que fue una vez. El acto es sencillo, discreto, elegante. No hay discursos oficiales, sólo un actor y una actriz que van alternando el recitado de pasajes siguiendo una selección que, a grandes rasgos, permite hacerse una idea del argumento de la narración. Las autoridades, con el ministro a la cabeza, se sientan en las primeras filas, y es al reparar en ellas cuando advierto ausencias que me resultan tan inexplicables como llamativas. No está el alcalde de la ciudad, ni su concejal de Cultura, y tampoco distingo entre los presentes a ningún miembro del gobierno local —sí a varios ediles de la oposición, algunos a mi espalda y otros justo delante, de lo que infiero que las invitaciones han debido de llegar hasta los despachos de los representantes municipales—, y aunque a estas alturas no me pueda sorprender gran cosa sí que me resulta bastante descorazonador que ni uno solo de los gobernantes de la heroica ciudad haya conseguido hacer un hueco en sus agendas para mostrar cierto respeto a la novela que incorporó su nombre a la historia de la literatura universal, transmutada en esa Vetusta a la que algunos parecen pretender que, más o menos, se siga pareciendo.
Adagio para un país
Pueden caber muchos exilios dentro de la palabra «exilio», como me dijo una vez Antonio Muñoz Molina. Pienso en ello mientras asisto en el Teatro Valle-Inclán de Lavapiés a una de las últimas funciones de Misericordia, la obra en la que Denise Despeyroux lleva a cabo un exorcismo íntimo cuyas raíces se hunden en su propia biografía pero crecen hasta abarcar la historia reciente de todo un país. Ella, que nació en Montevideo y tuvo que exiliarse con sus padres cuando era sólo una niña, después de que los militares tomaran al asalto el gobierno de la nación, participó en los primeros ochenta en el llamado «viaje de los niños», un avión fletado desde España cuando la dictadura uruguaya comenzó a dar leves signos de apertura y en el que más de cien infantes viajaron a pasar las fechas navideñas con sus familiares varados en la orilla opuesta del Atlántico. Sobre ese episodio real pivota el argumento ficticio de una obra que transcurre en interiores y se expande y se contrae alrededor de cuatro personajes —sin contar a la propia autora, que en el tramo final aparece interpretándose a sí misma y recupera en una proyección las imágenes de una entrevista que le hicieron cuando era una niña y tomó parte en aquel viaje— que emplean las frivolidades cotidianas como una pantalla tras la que enmascarar sus demonios interiores. No es una obra lacrimógena, ni mucho menos previsible. Las dos horas de representación se revelan como una montaña rusa en la que los espectadores viajamos de la carcajada a la conmoción y en la que de una manera libre y natural, rabiosamente espontánea en ocasiones, la trama y los personajes se vuelven y se revuelven contra sí mismos para desvelar a contraluz las caras y las cruces de una existencia marcada por la impronta de una frustración de la que no son responsables pero sí víctimas. Tan conmovedor como divertido, el texto huye de las solemnidades y se apoya en el saber hacer de un elenco soberbio que exprime todo el jugo a unos diálogos planteados desde el conocimiento de causa y la reflexión, salpicados de una ironía que es ácida unas veces y tierna otras, y donde sin solución de continuidad se entreveran la alegría y la penumbra, la comedia y el espanto, para conjugar en pretérito perfecto una memoria cuyos pliegues esconden más de lo que muestran: la condena invisible de quienes, al verse exiliados de un país, terminaron condenados a exiliarse de sí mismos; la constatación de que en esos versos en los que Zitarrosa dejó dicho que basta un solo traidor para vencer a mil valientes subyace una verdad indeseable a la que tarde o temprano todos tendremos que asomarnos.
En Collioure
Me escribe Milo para contarme que su hijo Marc ha aprendido de memoria su primera poesía y que es, como no podía ser de otra manera, una de Antonio Machado. Leo su mensaje mientras desayuno en Collioure, en una mañana invernal en la que el sol no consigue despejar del todo la amenaza de la lluvia, pocos minutos antes de que empiece la jornada de homenajes que cada año por estas fechas organiza la fundación que se ocupa de mantener viva en estas latitudes del sur de Francia la memoria del poeta. Llegué ayer a media tarde, cuando el cielo ya andaba oscurecido, y tras dejar mis cosas en la habitación del hotel salí a dar un paseo por el pueblo, que estaba sumido en una noche prematura y silenciosa. Apenas me crucé con gente en mi camino junto al mar, y sólo a mi regreso la música estridente que provenía de un bar quebrantaba la tranquilidad acostumbrada en este lugar que es una tabla de salvación contra las inclemencias. Una luna llena resplandecía en lo alto y su reflejo trazaba un pasillo que se extendía por las olas y venía a morir ante mis pies, e hice unas fotos que enseñé algo más tarde, en la cena, a las amistades que he ido haciendo en el tiempo que llevo frecuentando estos parajes y con las que me reúno año tras año cuando agoniza febrero. Me ha incomodado atestiguar los destrozos que han hecho en la fachada del Bougnol-Quintana. Tras languidecer durante décadas, ha sido adquirido por una cadena de apartamentos para turistas: han colocado una especie de apósito arquitectónico para articular una terraza en cada piso, lo que permite que ahora los inquilinos puedan broncearse ante la ventana desde la que Machado contempló el mar por última vez. Pudo ser peor —Verónica me contó anoche que llegó a estar sobre la mesa una oferta de Burger King para montar allí una hamburguesería— y al menos han dispuesto en la planta baja un pequeño espacio de memoria en el que se exhiben las camas de la habitación donde velaron el cadáver, las mismas que yo vi cuando hace diez años conseguí que la familia me abriera el edificio y pude pasear por sus habitaciones antes de que todo dejara de ser como había sido. No puedo comentar nada de esto con Sergio Barba y Marie Rose Corredor, que emprendieron en estos últimos meses ese viaje aciago del que ya no se regresa, y apenas tengo tiempo de cruzar unas pocas frases con Jacques Issorel, discreto y educadísimo, que pronuncia unas calurosas palabras de recuerdo para sus queridos cómplices y abandona la escena luego, sin que nadie se percate de su ausencia hasta que es tarde para remediarla. Tras los fastos se abre una nostalgia rara y áspera en la tarde, un manto de nubarrones cubre el puerto y el frío se acentúa a medida que va volviendo la oscuridad. Leticia Ruifernández, que es la responsable de las acuarelas que ilustran una hermosa antología machadiana publicada por Nórdica, pinta la tumba en el cementerio unos minutos antes de la partida. Cuando salimos, mira por última vez hacia la enorme lápida gris y dice: «Venir aquí es como visitar a un amigo».
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