Clavícula es un libro herida. Incluso sin abrirlo, ya pincha (ya punza, ya hiere): la Clave de Sol que ilustra la portada termina en punta, la de una flecha que hace diana en el lector. Ningún libro de Marta Sanz (Madrid, 1967) es inofensivo y este no iba a ser la excepción. Sentada en un sillón que la hace ver todavía más pequeña, Marta Sanz asegura que escribirlo fue una forma de abrirse en canal. Y aunque se la vea completita, sin un costurón de hilo quirúrgico, la escritora y premio Herralde Marta Sanz habla todavía con el bisturí en la mano.
Esta historia comienza a bordo de un avión que atraviesa el océano Atlántico rumbo a Puerto Rico. Justo ahí, en el aire, Marta Sanz siente algo. Un dolor. Una presión. Una presencia. Ella lee, como puede, las memorias de Lillian Hellman. Pero el dolor ni la deja leer ni se marcha. Está ahí: una costilla debajo del pecho izquierdo, escribe ella. Algo que podría ser la muerte. Que anuncia la enfermedad. De ahí en adelante, Marta Sanz empuja, en primera persona, doscientas páginas biliosas. Doscientas páginas llenas de carne, humor negro, miedo, rabia, ironía, provocación. Doscientas páginas que duelen, que apuntan con el dedo índice. Doscientas páginas que parecen un ataque de pánico y en las que Marta Sanz busca una cosa: dar nombre y sitio al dolor.
Si ya en Lección de anatomía (2009) la escritora auscultaba sus heridas cual doctora Tulp de sí misma, en Clavícula (Anagrama) ni siquiera usa los instrumentos de la ficción. Aquí es más bestia, bastante más. Porque rompe huesos, raja vísceras y arranca la piel —la suya y la nuestra— con las manos. Clavícula es el más autobiográfico y militante de sus libros, porque en él carga contra la retórica de la resiliencia, defiende el derecho a no soportar el propio dolor y por tanto a quejarse. El derecho a ser frágil. A temer. Porque el dolor casi siempre es incomprendido y renuente a las ayudas. Por eso lo ha hecho. Para contar el suyo y el de otros. Por eso.
La precariedad económica —su marido está en paro y sus ingresos como escritora son los justos— empujan a Marta Sanz al malestar. Algo la dobla, la histeriza. Se admite como una persona autoexplotada; temerosa de su propia muerte pero también de la de sus padres; del día siguiente sin recursos; de los exámenes que no aciertan a diagnosticar ese dolor que la incendia, que la embrutece. En este libro, Marta Sanz rebaña, con los puros dientes, el caldero hirviente de sus días. Uno, tras otro. Tras otro.
Ese dolor que escribe Marta Sanz en Clavícula nos incluye. De estas cosas habla en el salón de su casa, un piso iluminado que invita al cotilleo no sólo por las estanterías llenas de libros y fotos, sino por la colección de datos y recuerdos que asoman. Incluso sin buscarla demasiado, esta casa desprende información: justo en el momento de activar la grabadora, la mano que presionará el botón “play” se topa con el resguardo de una cita médica de la seguridad social. El papel sobresale de una carpeta. Se trata de una consulta cuya fecha se aproxima y que, por pudor, conviene no leer. Así empieza esta conversación.
-Abrirse en canal, dice. ¿Cuántos años después?
-Este libro comparte muchas cosas con La lección de anatomía: la necesidad de intentar buscarse; de buscar el por qué de ciertas cosas; de escarbar en la identidad y hablar del yo siempre en el contexto del nosotros; también busco el dibujo de la feminidad. En La lección de anatomía se nota que comienzo a optar por la materia autobiográfica porque me cansan los recursos de la ficción. Me siento deshonesta usando las máscaras de la ficción. Esto no significa que considere deshonestos a los escritores que las usan pero tenía la sensación de ser una impostora y necesitaba recuperar esa voz más pegada a mi propio yo.
-Estas páginas aspiran a operar como herramientas afiladas, escribe.
-En Clavícula he intentado utilizar el lenguaje para expresar si no la verdad, que es un concepto peligroso y teológico en la época de las post verdades (que es una ideología sin razones), pero sí una herramienta de indagación y posibilidad de comunicación con el otro que pudiera expresar y conseguir un efecto de autenticidad.
-Hablar de un dolor propio implica escalarlo con el de los demás. “Esta sensibilidad es la mía”, dice contra la sensiblería que nos genera, por ejemplo, el cáncer de un niño. ¿Falta empatía en esta novela?
-La empatía está, claro que está. De manera manifiesta. En ningún caso he querido usurpar la voz dolorosa de los otros. Clavícula es la contrafigura absoluta del libro de autoayuda. Es un libro que pretende reivindicar el concepto de sensibilidad frente al concepto de sensiblería. He querido mostrar el dolor en sus facetas más sórdidas en el sujeto que lo padece…
El sonido del timbre interrumpe. “Un mensajero me trae muchos, muchos libros”, dice Marta Sanz, que se aleja con pasito dispuesto hacia la puerta. Allá va ella, flaquita, con sus vaqueros y sus zapatillas y sus gafas redondeadas. Allá va ella. Un huracán talla 36. A su paso tiemblan las Bette Davies y las Greta Garbo que reposan entre los libros en forma de postales -un amigo se las envía, siempre, esté donde esté- y se pierde por el pasillo mientras continúa con la respuesta. Su voz suena como la de quienes dan instrucciones desde la ducha: “Esto, lo de las facetas del dolor —dice plantada ante la puerta, esperando para abrir— lo comenta Edurne Portela”. Hace una pausa, abre, saluda al mensajero, firma el resguardo y lo despide. “Ella dice que este libro es una poética de la fragilidad”. Reaparece con un paquete en la mano. “Y a mí me gusta hablar de una poética de la fragilidad en un mundo sensiblero, en el que parece que tenemos que ser eternamente fuertes, competitivos, alegres. Y Clavícula lo que reivindica es el derecho que tenemos todos a quejarnos”. Marta Sanz abre el paquete con habilidad —lo rasga con mucha rapidez y como si ese papel plástico no fuera el incordio que normalmente es— mientras continúa hablando, así como quien da charla mientras limpia un pollo o descabeza un conejo:
-Porque … cuando te quejas, parece que siempre hay alguien que tiene más razones que tú para quejarse. Eso neutraliza la posibilidad de la queja. Las personas que están verdaderamente en la mierda, empobrecidas tristes, desarmadas, enfermas, están incapacitadas para quejarse. La debilidad nos roba la voz y yo lo que pretendía era expresar una queja desde la conciencia del privilegio. «A mí me duele pero no me duele tanto como a ti», esa es la idea. Mi situación económica y laboral no es buena, pero seguro que la tuya es infinitamente peor pero eso no me incapacita para decir «duele».
-En estas páginas hay miedo a morir, pero también a no cumplir, a no llegar, al paro… Es un miedo exacerbado.
-Con ese carácter que tiene de libro híbrido (porque recoge una correspondencia personal, un relato, un poema, y fragmentos más discursivos) Clavícula llega a ser a veces un libro cómico y en otras un libro de terror. Habla de todos esos miedos que tú dices. Tanto desde el punto de vista de que todos envejecemos, de que todos vamos a morir. Eso está: el miedo a la ley de vida, a la fragilidad de los otros, de los padres. Pero también hay miedo a todo lo que viene antes de la muerte, hay miedo a las pequeñas muertes cotidianas: a la precariedad, a la soledad, a la vejez precaria y solitaria, a la falta de amor. Es un miedo expresado desde el privilegio. El miedo a no poder disfrutar de las mejores cosas que te está regalando la vida.
-¿Cuándo hizo crack Marta Sanz, qué pasó?
-Este libro viene a raíz del hecho de que en un momento yo me encuentro muy sobreexpuesta y cansada después de Farándula. Por una parte soy muy consciente de que estoy en una situación inmejorable dentro del contexto literario pero por otra parte comienzo a vivir una sobreexposición a la que no estoy acostumbrada y que me hace vulnerable, porque me hace consciente del privilegio, pero por otra parte me hace consciente de la vulnerabilidad.
-Mientas escribía este texto, la llamaban para pedir textos, opiniones. Y siempre decía usted sí, sí, sí ¿Cómo se desmorona uno al mismo tiempo que sobreproduce?
-Es muy fácil. Tiene que ver con las condiciones materiales de la vida. No puedes decir que no. Mucha gente me ha preguntado cómo estoy ahora y es una cosa que me gusta, porque significa que el texto vale para remitir a la realidad y a mí me interesan los textos que más allá de sus percepciones o fascinaciones lingüísticas, remiten a la realidad.
-¿Pero le sigue doliendo?
-Claro que me sigue doliendo. Mis condiciones no han cambiado. Mi marido sigue en paro, mis padres siguen envejeciendo y tengo miedo a que mueran, y yo sigo siendo un personaje sobre explotado y auto explotado porque tengo miedo de lo que pasará. Tengo la conciencia de que vivo en una sociedad precaria donde no sé qué va a pasar con las pensiones y además, yo misma, voy envejeciendo. Los estragos de esa menopausia, como decía mi ginecóloga, se identifica con la propia vejez. Y pues claro que me duele. Lo que ocurre es que intento tomarme las cosas con un sentido del humor, algo que aparece en el texto, y que para mí es la anestesia que te permite meter el dedo hasta el centro de la llaga y escarbar en el centro del dolor para amputar el apéndice.
-El lector siente estar ante un permanente ataque de pánico. Eso golpea, afecta, abate. ¿Contarse es blandir la propia vida contra algo o alguien más?
-Cuando me abro en canal no lo hago yo sola, lo hago para que tú como lectora te des cuenta de la tripa que se ha roto y de que estás sometida a un montón de inercias y alienaciones que te pueden provocar malestar. Aquí se utiliza el género autobiográfico para sacar la autobiografía del espacio de las vanidades y hacer la crítica a ese individualismo que nos hace prestar una atención desmesurada a los ruidos de nuestro propio cuerpo por dentro y a nuestra imagen por fuera. Algo que ya contaba en Daniela Astor: las tiranías cosméticas, las violencias quirúrgicas, que nos hacen sentirnos muy preocupados por nuestro yo, mi, me , conmigo. En este libro es muy importante tomar distancia y darte cuenta de estas cosas a través del sentido del humor además de algo que intento hacer, que es esgrimir la bandera de la fraternidad. Lo que nos salva de nuestras condiciones laborales, de la precariedad de nuestra vida, son nuestras historias de amor. Y en el libro son muy importantes las historias de amor: la presencia del marido, de los padres, los amigos… Todo eso se relaciona con la idea de quejarse. Aunque en esta sociedad de gente machota y fuerte y resiliente, quejarse es un asunto de quejicas, no, no. Quejarse es necesario. Si algo te duele, quéjate. Yo tengo derecho a quejarme absolutamente, desde las condiciones que sea. Y es posible que con mi queja esté ayudando a los que no tienen voz para quejarse.
Quienes conocen su obra los verán aparecer al instante. En Clavícula entran y salen los fantasmas —mejor dicho, el espíritu— de los personajes que pueblan los libros de Marta Sanz. Como las pantallas que anuncian la información de los vuelos en los aeropuertos, la voz de Marta Sanz sobreimprime en la suya —actualiza, casi los parpadea— la voz de las criaturas a las que ha dado vida en sus libros anteriores. La Luz que escribía el diario de Black, Black, Black (Anagrama); Marina Frankel, aquella gemela enloquecida y perversa de Un buen detective no se casa jamás (Anagrama); la Mrs. Robinsson y la Clara de Susana y los viejos; la Catalina Griñán de Daniela Astor y la caja negra (Anagrama) y hasta el timbre ridículo y satírico del Manuel Valls de Farándula. Todos juntos, como en una cena navideña a la que los comensales acuden con machetes en lugar de cubiertos. Ahí está la mucha Marta Sanz que se queda en los huesos escribiendo cuánto le duele y que al mismo tiempo, nos atraviesa. Lleva haciéndolo desde el comienzo de su obra pero ahora, aquí, lo domina a su antojo. Estoquearnos le sale natural
No hay una sola línea de Marta Sanz que no sea política, que no interpele al individuo y su conjunto. En ella el cuerpo es político, la feminidad es política, la indiferencia, la pobreza, el abuso, la familia, el maquillaje, el cine, las divas, los pobres, los medio pobres y los medio ricos, los horteras. Todos son políticos. En Clavícula ella misma se convierte en la cosa pública: la res troceada y el mostrador para ofrecerla, como si hiciera matanza de sí misma. Y lo hace así: “Mi dolor me lleva a experimentar una gran culpa. Mi dolor es un fallo que no puedo permitirme. La prueba irrefutable de una inteligencia débil”. O así: “El Lorazepam es una droga triste”. Y también así: “Pienso que tengo derecho a ciertas enfermedades. Me las he ganado a pulso. Porque el mundo es casi siempre una mierda y cuesta un esfuerzo hercúleo tirar del carro”. O acaso, así: “El estreñimiento es una dolencia de mujeres menopáusicas, apretadas, las que no pueden cagar en váteres extraños cuando se van de viaje y necesitan licuar su bolo fecal con un microenema que distiende por fin el rictus de la boca y también el de su ano sellado herméticamente. Nuestro culo es una caja fuerte”.
-En Marta Sanz la feminidad es política, el cuerpo es político, la familia es política. La enfermedad también.
-Por supuesto. Es algo que en el libro se pone de manifiesto cuando se habla del límite de hasta qué punto nuestros dolores físicos tienen causas físicas reales o psicológicas. Hasta qué punto podemos separar lo físico de lo psicológico y hasta qué punto lo que sentimos son somatizaciones de la presión social. En esa amalgama del dolor y la enfermedad hay una visión política que pretende ser crítica con las cosas que nos están pasando a todos, no a mí.
–Farándula: lo trágico y lo frívolo; Black, Black, Black, la impasibilidad y la precariedad; Susana y los viejos: la doble moral. Aquí existen esos opuestos: entre el berrinche y la reflexión, la desesperación y la razón
-Este libro tiene en común con otros míos, el hecho de que hay un cuestionamiento permanente de los límites. En la literatura siempre contamos una cosa a través de otra, pero en este libro en lugar de utilizar la metáfora del espejo o la metáfora de la máscara para contar una cosa a través de otra, he optado por la metáfora de la carne y se plantea hasta qué punto la carne y el espejo pueden ser o no lo mismo. Es un libro en el que sigue funcionando la habilidad del límite entre lo que está adentro y fuera. Es un libro que habla de soledades y muertes pero desde una perspectiva que termina siendo ultravitalista.
-¿Ultravitalista; me está hablando en serio?
-Sí. Por eso está el capítulo del Sarinagara, ese ‘y sin embargo’. Es un libro que quiere sacar la autobiografía del narcisismo vanidoso para hacerte un retrato poco fotogénico, porque estás en un momento de la vida que no lo es económica ni personalmente, la vejez, la menopausia, las incertidumbres. Clavícula se parece a los anteriores porque resume los fantasmas que siempre he tenido cuando me cubro con las máscaras de la ficción. Al mismo tiempo, también creo que es diferente porque la fractura estructural, el carácter híbrido del texto quiere ser la expresión de ese dolor del cuerpo. Es un libro que vuelve a utilizar la metáfora del cuerpo como texto, pero la radicaliza. Escribes un libro para entender todo lo que no entiendes. La escritura en ese sentido puede ser sanadora para ti y para tu comunidad. Pero, al mismo tiempo, creo que en este libro también hay como una especie de martillazo a ciertos corsés sociales, frases hechas y tabúes que nos generan una gran infelicidad.
-¿Recuerda en Un buen detective no se casa jamás cuando una de las gemelas muerde una mandarina podrida?
-Sí, una mandarina llena de gusanos.
– Aquella crueldad infantil se expresa a veces en la voz de la Marta Sanz que patalea, que se relame manipulando con su dolor a la vez que se derrumba sintiéndolo.
-Es la visión no rosa del dolor. Una toma de conciencia de lo crueles que podemos llegar a ser las personas a las que nos duele algo, incluso la forma en que usamos ese dolor para seducir al otro o para manipularlo. Porque todo eso lo que genera es culpa y te hace valorar más la posibilidad de compartir tu dolor con los otros y valorar la generosidad y santa paciencia. Más allá de la crueldad, del sentido del humor perverso, de la escatología, del retrato poco favorecedor que hago de mí misma, para mí (y lo subrayo) es una historia de amor. Con las luces y con las sombras, que se centra en la pareja pero irradia hacia otros lugares. Cuenta cómo los vínculos con los demás, cómo la fraternidad nos saca de esta enfermedad que podemos asociar con estados hipocondríacos o un egoísmo extremo.
-Ironiza, por no decir que destroza a tijeretazos, las falsas épicas: tomar el actimel, salir a correr, ser saludable. ¿Se encierra en su sarcasmo?
-Mi intención era absolutamente la contraria: exponerme. Y aunque exista una imposibilidad para expresar el dolor, hay que intentar buscar esas palabras porque es la manera de comunicarte con los otros. Por esa razón lo que hace en Clavícula es operar en círculos. Es la clave de sol, la idea del ritmo y de la variación, porque cuando no se encuentran las palabras echamos mano de un estribillo que te acerque al origen del dolor y ese estribillo no siempre es amable, por eso la clave de sol acaba en punta. Clavícula no es un libro pensado para encapsularse sino para romper las barreras y limitaciones de un mundo que tiene que ser feliz y corredor y soleado y luminoso. Este libro es decir, en medio de todo aquello: no, perdona, las locas de la seguridad social también tenemos derecho a la vida; tenemos derecho a decirlo. Para mí es un libro muy amoroso y una visión muy optimista de la palabra literaria.
-¿Optimista?
-El optimismo de la palabra literatura tiene que ver con varias cosas: con el hecho de contarlo y decir, voy a contarlo y compartirlo porque creo que la escritura va a servir para aliviarme y de algún modo puede aliviar a los demás, pero no con los mecanismos complacientes de la autoayuda, sino generando un tipo de reflexión que a veces puede ser dolorosa pero a la postre va a ayudar mucho más. Este es un libro que habla de cosas muy desagradables pero desde una pulsión de vida. Por eso está Nietzsche y toda esa simbología.
-Ha desterrado toda alusión cinematográfica, algo que abunda en sus libros.
-Es un libro que habla de las experiencias de la vida pero que no deja de ser culturalista, a través de la reflexión metaliteraria. Clavícula habla mucho de literatura, de los límites del lenguaje y de cómo están concebidos los libros para resultarnos atrayentes y conseguir el efecto de autenticidad a través de palabras que nos permitan romper un concepto de la realidad como superficie plana. En Clavícula lo importante es la escritura, el carácter cárnico de la escritura frente a las imágenes, frente a los espejos, frente a las representaciones. Es un libro que quiere estar hecho, de carne, de temperatura, de intentar romper el límite. Y pese a eso. Como dice Sara Mesa, en este libro hay una marta evanescente, que está y no está. Eso es algo que me interesa.
– Nuestra relación con la vejez, con la muerte o la enfermedad es higiénica. Sólo hablamos de ellas si podemos adosarle un optimismo militante. Hay correcciones que este libro refuta al mismo tiempo que las atiza.
-Este libro lo que pretende es una especie de corrección o una llamada de atención sobre ese pensamiento positivo autoritario y que nos convierte a todos los seres humanos a título individual en culpables. Es decir: somos culpables porque no hemos luchado lo suficiente contra nuestro cáncer y nos hemos muerto; somos culpables si nos ponemos tristes porque estamos enfermos; somos culpables cuando estamos parados y no tenemos una actitud positiva que nos permita encontrar un nuevo puesto de trabajo o no nos reconvertimos en emprendedor. Somos culpables de estar tristes y de amargarle la vida a los demás. Y no nos damos cuenta de que los individuos a título personal somos responsables de muchas cosas pero también es cierto que vivimos en una organización social y política que se puede corregir, que se puede mejorar. Me molesta que la responsabilidad reinterpretada en culpabilidad, porque es importante eso, caiga siempre de nuestro lado y que siempre esté cubierta con esa máscara del emprendimiento, la simpatía y el buen rollo, el running… Todo eso está muy bien pero por qué no ver el lado sucio de las cosas o rescatar nuestro derecho a quejarnos incluso desde la consciencia del privilegio. Vuelvo a insistir, porque la imposibilidad de reponerse de las cosas que ocurren y con las que hay que lidiar impide que nos quejemos. Yo creo que los que podemos quejarnos debemos hacerlo como en el escondite. Por mí y por mis compañeros. Hay que corregir un pensamiento positivo que nos está apisonando, que nos convierte en seres enfermos.
A Marta Sanz todavía le duele. Eso dice ella. Lo extraño no es que lo sienta, lo extraño es que lo resista. Durante años, como quien sostiene un techo de mármol, Marta Sanz ha confeccionado una obra cargada y compleja; sus libros no se limitan a ser de un tiempo, sino a desentrañar la sociedad que ese tiempo produce. En Black, Black, Black usó el crimen como la astilla de una madera podrida por las aguas estancadas de la crisis; en Un buen detective no se casa jamás empleó un mundo exuberante, fantasioso y perverso para demostrar, también, la naturaleza de la impasibilidad, el desequilibrio, el desamor o la avaricia. Si la potencia del espectáculo como operación ideológica fue el centro de Daniela Astor y la caja negra y Farándula, esta vez el centro es ella. Aquí no hay luces, ni cámara ni acción. El propio pellejo es la claqueta.
Ya sea en la ficción o la poesía, en la crítica literaria o el ensayo, Marta Sanz se acerca con el bisturí de su escritura a la enfermedad de nuestros días. Su obra entera es un juego de hojillas; una máquina que se mantiene intacta. Que con el paso de los años corta más y mejor. Con las páginas de sus libros, Marta Sanz se trocea y nos trocea. Por eso, lo extraño no es que a Marta Sanz le duela. Lo extraño es que lo resista, que aún aguijoneada por sí misma, sea capaz de hacer lo que hace.
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