Desde que Luis Mateo Díez creó el territorio de Celama, con sus peculiares poblaciones, numerosos habitantes y sorprendentes tramas, ha perseverado en construir un sólido espacio físico humano, paralelo a este que nos rodea y vigorosamente convincente, mostrando con ello no solo su gran capacidad literaria, sino cómo desde la ficción, con escenarios inventados y conductas imaginarias, pueden crearse modelos capaces de iluminar y hasta de descifrar la inescrutable realidad de cada día.
Vicisitudes transcurre en otro territorio cercano a Celama, en el que se encuentran las que el autor denomina “Ciudades de Sombra”, numerosas poblaciones —Alcidia, Armenta, Balbar, Borela, Borenes, Buril, Celesta, Doza, Mentra, Oresta, Ormeda…— donde habitan personajes que viven con empecinamiento sus singulares existencias.
El libro se compone de 85 fragmentos, todos ellos independientes entre sí, pero marcados no solo por la cercanía estética y telúrica de los espacios de sus tramas, sino por la atmósfera moral y dramática que los enlaza vigorosamente. Dividido en tres partes —El círculo de las ensoñaciones, Estación de supervivientes y Las vidas ajenas”—, cuyos títulos definen de forma bastante precisa cierto sentido genérico de los textos que las componen, los sucesivos y autosuficientes fragmentos de la obra, todos ellos cargados de movimiento desde diferentes composiciones narrativas, construyen un mundo abigarrado e intenso de conductas humanas.
Dice un personaje en uno de los capítulos: “he llegado a saber que en la Ciudad de Sombra hay una propensión al secreto y la clausura, muy propio de un medio en el que conviven espíritus anegados y sentimientos lacios, seres que siempre ocultan más de lo que revelan, y que guardan sus intenciones para que nadie descubra lo que desean o lo que piensan…”
Alternando la primera y la tercera persona, en la obra se van encadenando cercanías y enfados de familia, amistades y enemistades, amores y desamores, esperanzas y frustraciones, encuentros y desencuentros, revelaciones y descubrimientos interiores, ambiciones y renuncias, toda clase de circunstancias morales, con abundancia de enfermedades, recuerdos, congojas, mutaciones psicológicas, olvidos, huidas, sin que falten los deseos estrambóticos, los pleitos íntimos o públicos, las ensoñaciones, las desapariciones recurrentes, y hasta alguna resurrección…
Desde tal perspectiva poliédrica, multifacética, Luis Mateo Díez ha ordenado un meticuloso y complejísimo mosaico de comportamientos humanos donde se multiplican las perspectivas desde ambos sexos y a lo largo de distintas edades y profesiones, con situaciones personales y sociales en las que podemos encontrar toda clase de personajes, pues más de trescientos, entre los principales y los que pudiéramos llamar secundarios, componen los habitantes de esta sorprendente e inigualable novela. Y digo novela, pues la sucesión del conjunto de los “capítulos”, a pesar de ser todos independientes entre sí, está admirablemente fusionada por la atmósfera que impregna los espacios y los sentimientos, convirtiéndolos en elementos de una narración total.
Desde un personalísimo realismo metafórico que a veces roza el absurdo, o los guiños expresionistas, simbolistas y surrealistas, y al que matiza sin cesar un regusto de humor, escéptico o melancólico pero siempre comprensivo con la condición humana, Vicisitudes habla de la vida: “la vida misma es un transtorno que no tiene curación”, se dice en un momento.
Para el resultado es decisiva la persistencia de una voz narrativa que no tiene igual en la actual escritura en lengua española, una voz envolvente, incansable, a la vez cercana y distante, que consigue unificar la dispersión y variedad del conjunto y llevarlo a su integración novelesca.
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