Para Cash, musa implacable
Ahora que tanto se habla de grexit y de brexit quizá no sea ocioso recordar el grexit más sonado que ha conocido la historia de la Europa moderna, el que a principios del siglo XIX protagonizaron de la mano de Thomas Bruce, séptimo conde de Elgin y onceno duque de Kincardine, los mármoles del Partenón.
Embajador de su Graciosa Majestad ante la Sublime Puerta desde 1799, Lord Elgin se las ingenió para obtener en 1801 un decreto del Sultán, Selim III, que le autorizaba a llevarse inscripciones y piedras sueltas de las que yacían esparcidas por el recinto de la Acrópolis de Atenas, dependiente entonces del Imperio otomano.
Interpretando en un sentido extraordinariamente lato dicho documento, nuestro flamante arqueólogo encargó de inmediato a un equipo dirigido por el pintor italiano Giovanni Battista Lusieri —Elgin pensó primero en Turner, pero no llegó a contratarlo, porque le pareció excesiva su petición de honorarios— que arrancara los frisos del Partenón, obra de Fidias, y los fuera despachando vía marítima para Inglaterra.
El expolio se prolongó, entre unas cosas y otras, hasta 1812. Afectó a 75 metros de friso, 17 esculturas de los frontones y 15 paneles de las metopas. Incluyó también algunas piezas del templo de Atenea Niké y —antojo, dicen, de Lady Elgin— una de las cariátides del Erecteón.
Desde el primer momento, el saqueo provocó una polémica que sigue coleando en nuestros días. Tanto los defensores de Elgin y de la permanencia de los mármoles en suelo británico como los que abominan del Lord y abogan por la devolución del tesoro a su Grecia natal utilizan una amplia panoplia de argumentos históricos, políticos, culturales y jurídicos, algunos muy pintorescos, cuya exhaustiva presentación queda para otro momento.
El pionero entre los críticos de Elgin, en fecha tan temprana como el propio 1812, fue otro Lord, George Gordon, sexto barón de Byron. En el segundo canto de La peregrinación de Childe Harold, el apasionado filoheleno arremete ferozmente contra el latrocinio, pero se consuela pensando y proclamando a los cuatro vientos que, al fin y al cabo, su autor no era inglés como él, sino un mero y despreciable escocés:
Pero ¿quién fue el último y el peor de todos los expoliadores del templo que se divisa en aquella altura, donde Palas prolongó su residencia, como si no hubiese podido resolverse a dejar esta postrera reliquia de su antiguo poder? ¡Ruborízate, Caledonia! ¡Fue un hijo tuyo! Inglaterra, yo me felicito de que no le hayas dado cuna.
Y el moderno Picto hace innoble alarde de haber destruido lo que los mismos Godos, los Turcos y el Tiempo respetaron. Tan frío como las peñas de su costa natal, tan estéril de entendimiento y tan duro de corazón debe ser aquel cuya cabeza ha concebido y cuyas manos han preparado la obra de remover los tristes despojos de Atenas.
(Lord Byron, Childe Harold’s Pilgrimage, Canto the Second. Traducción en prosa de M. de la Peña, 1864, (S. l.) (s. m.) Nueva York, Imp. de “La Crónica”).
No consta cómo reaccionó Lord Byron cuando supo —ocho años tuvo para enterarse antes de su helénica muerte— dónde fueron a parar los afamados mármoles.
El designio inicial de Elgin era disponerlos para ornato de su finca campestre. Sin embargo, acuciado por las deudas, terminó vendiéndolos en 1816 al Museo Británico, que pagó por ellos 35.000 libras, menos de la mitad de las 74.000 que había costado, incluidos abundantes sobornos, la operación de expolio. Lo irrisorio de la suma, fijada por el Parlamento británico en el debate en que se aprobó la adquisición —y en el que ya se alzaron, indignadas, las voces de algunos políticos ingleses, como Lord Babington y Lord Hammersley, que hablaban sin tapujos de despojo— se debe en parte a que inicialmente los expertos dictaminaron que las piezas no eran originales, sino copias de época romana. Tuvo que ser el escultor italiano Antonio Canova, máxima autoridad del momento en restauración de escultura antigua, quien certificara la autenticidad de los mármoles. El mismo Canova que no había querido implicarse, por temor a dañarlos todavía más, cuando en 1803 Elgin recabó su ayuda para restaurarlos.
Al poco de la compra, en 1817, un John Keats arrasado por la tuberculosis que cuatro años después habría de llevárselo al no se sabe desde la romana Plaza de España, pudo contemplar en el Museo Británico la colección que, como atestigua el título del soneto compuesto en esa ocasión, era ya conocida como “Los mármoles de Elgin”. Keats no entra en la polémica sobre el expolio. Se limita a mirar, agradecido, y utiliza lo que ve como pretexto para desarrollar dos temas favoritos de su arsenal romántico: la fugacidad del tiempo y el ansia de eternidad.
Mi alma es demasiado débil, sobre ella pesa,
como un sueño inconcluso, la espera de la muerte.
Y cada circunstancia u objeto es una suerte
de decreto divino que anuncia que soy presa
de mi fin, como un águila herida mira al cielo.
Pero es un delicado murmullo este lamento
por no tener conmigo una nube, acaso un viento
que hasta abrir su ojo el alba me dé tibio consuelo.
Estas borrosas glorias que imagina la mente
prestan al corazón un territorio escondido
y un extraño dolor cuyo prodigio silente
mezcla la helénica grandeza con el sonido
del Tiempo ya pasado o de un mar inclemente,
con el sol o la sombra de un ser desconocido.
(John Keats, On Seeing the Elgin Marbles, version castellana, sin mención de autor, en Trianarts.com).
El camino abierto por Byron en 1812 ha sido transitado desde entonces por numerosos poetas de diversas nacionalidades. Baste aquí mencionar, entre los griegos, a Cavafis, autor de una serie de artículos titulada Devolved los mármoles de Elgin, a Kazantzakis o a Seferis y, entre, los ingleses, a Thomas Hardy, que en 1905 escribió un poema muy arquitectónico, Navidad en la sala Elgin, en cuya traducción rimada está trabajando quien escribe estas líneas. El asunto es sugestivo: una Nochebuena, al oír desde su frío y oscuro aposento del Museo Británico las campanas que anuncian el nacimiento de Cristo, los mármoles se preguntan qué significa ese ruido y prorrumpen en un olímpico llanto donde se mezcla la nostalgia de la luz y el calor de la Acrópolis con una diatriba contra el cristianismo, culpable advenedizo de su malhadado exilio.
Pero no habían dispuesto los dioses que fuera un delicado poeta, sino una fogosa actriz, a más de cantante y activista política, la incomparable Melina Mercouri, quien trajera al proscenio de la actualidad el expolio de Elgin e iniciara una campaña internacional en favor de la devolución de los mármoles a Grecia. El acto fundacional de la campaña fue un discurso que, como Ministra de Cultura de su país, la Mercouri pronunció en 1986 ante la Oxford Union y en el que, para empezar, arremetió contra la terminología hasta entonces —y ,¡ay¡, hasta hoy— al uso:
Existe un David de Miguel Angel
Existe una Venus de Da Vinci (sic)
Existe un Hermes de Praxíteles
Existe un “Pescadores en el mar” de Turner
¡No existen los Mármoles de Elgin!
Por cierto, ¿cuántos recuerdan que Camilo Sesto le dedicó una canción a Melina Mercouri? Sí, Camilo Sesto. Se trata de una pieza de 1975, titulada así, simplemente, Melina, en la que se celebra el triunfo de la Mercouri en su lucha contra la dictadura de los coroneles, pero no, lógicamente, su derrota en la que aún no había emprendido para la recuperación de los mármoles.
Volviendo al expolio de estos, pero sin dejar el ancho y variopinto mundo de la canción española, es de reseñar la contundente y bien temperada Atenas en llamas que en 2010 Luis Eduardo Aute incluyó como sexto corte en su álbum Intemperie. De su letra ofrecemos las estrofas que más vienen al caso:
Y abajo, saciando con ouzo
la sed de Dionisos,
llorábamos por las elipsis
de la Historia en los frisos
con lágrimas de ira callada
frente a la impostura
de quienes hicieron del robo
su genio y figura.
Y, hablando, nos dio como un rapto
por la antigua Europa,
que ya no va a lomos del Toro
sino de la tropa
que marcha pisando las ruinas
de la inteligencia
del mármol que está a la intemperie
de la decadencia.
Uno de los argumentos tradicionalmente esgrimidos por los partidarios de no devolver los mármoles era que no había en Atenas un museo digno de albergarlos. Esa digresión cayó por su peso cuando el 20 de julio de 2009 se inauguró el nuevo Museo de la Acrópolis, obra de los arquitectos Bernard Tschumi y Mijalis Fotiadis, para cuya visita se recomienda, y no solo por llevarle la contraria a las cariátides, que las mujeres vistan pantalón.
El contenido y el continente del Museo están concebidos como una máquina de subrayar la ausencia, el vacío, la falta, la carencia, debidas aquí menos a la incuria del tiempo o a los grandes movimientos de la Historia que al filantrópico hiperactivismo arqueológico de un particular llamado Elgin. En Museo de la Acrópolis, poema del libro Atenas, de 2015, Juan Vicente Piqueras divaga melancólica —y, solo en apariencia, neutralmente— sobre tan peliagudo asunto:
Una mano de mármol, pero sólo los dedos,
sobre un hombro de mármol sin cabeza.
Un brazo erosionado que nadie tiende a nadie.
Un caballo sin patas.
Un jinete que es sólo sus muslos.
Dionisos a pedazos, recompuesto.
Un toro sin cuernos que está siendo devorado
por un león que no está
sólo sus garras.
Admiramos lo desaparecido.
Tal vez nuestra cultura nace de estas ausencias como
de lo vacío, de lo que no hay.
También nosotros somos lo que queda
de nosotros,
lo que nos falta,
el hueco que nos cuida.
Lord Elgin nos faltó para siempre en París en 1841. Leyenda interurbana para unos, cima de la justicia poética para otros, en el momento del óbito su rostro estaba atrozmente mutilado por una enfermedad infecciosa contraída quién sabe dónde y cómo:
So capa embaucadora de museo,
en el centro del Londres imperial
levántase la sede principal
del Instituto Inglés para el Saqueo.
A veces lo visito. Solo veo,
vagando por pasillos sin final
ni principio, la sombra fantasmal
de Lord Elgin, enfermo en su apogeo.
Incesante, la lepra lo trabaja
y corroe los rasgos de esa cara
que antaño acariciaba la navaja.
Hoy es la boca la que sangra rara.
Mañana la nariz la que no encaja
en su sitio de siempre. Zeus no para.
(Alejo Ligero, La venganza del dios, 2016).
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