«To see a World in a Grain of Sand «Para ver un Mundo en un Grano de Arena
And a Heaven in a Wild Flower Y un Cielo en una Flor Silvestre
Hold Infinity in the palm of your hand Retén el Infinito en la palma de tu mano
And Eternity in an hour» Y la Eternidad en una hora»
(William Blake, Augurios de Inocencia)
Lo que nos propone el poema de Blake puede parecer descabellado, más aún si se tiene en cuenta que comprimir la Eternidad en una hora rompería los principios básicos sobre los que se asienta la ciencia más pura u ortodoxa, e iría, además, contra el significado de «eternidad» como tal, que no es más que la perpetuidad sin principio ni final. La eternidad, sencillamente, «es», como la creación, como la belleza, que existe sólo para sí, que no tiene por qué explicarse y tampoco necesita una razón que justifique su presencia. «Es» y punto, y quizá sea esto lo más difícil de entender. Un augurio de inocencia es también un embiste interior que se proyecta en el exterior, y arrecia en la hora bruja de todo creador mientras se halla sumergido en su proceso y acto creativo. En ese instante luminoso que despierta la consciencia y nos abruma tanto como las tardes indecisas en las que el día parece detenerse por las dudas, cuando no sabe si continuar un poco más, alargarse, o entregarse a la oscuridad y al abismo que es la noche; cuando ya no hay vuelta atrás porque la virtud hace acto de presencia y está dispuesta a una cosa sola: exponer sus miedos y vulnerabilidad sin reservas. Para quien es artista-creador consiste en desfigurar la propia personalidad sin temor al ridículo y, menos aún, a la exposición y exfoliación del espíritu a fin de limpiar sus impurezas y limar sus asperezas. Y en ocasiones, el músico-escritor, el escritor-poeta, el poeta-pintor… en definitiva, el auténtico y curioso reportero de la Humanidad, parte de lo imposible a la hora de romper con los dogmas y las corrientes establecidas, así como con los límites espaciotemporales, y debe, ante su obra, perder un poco la razón y aceptar el reto que se propone tanto a sí como a aquel que vaya a ser espectador. Es su responsabilidad y cometido hacerlo no sólo con su presente, sino también con su pasado y su futuro, pues está en deuda con cada uno de ellos, con cada uno de los tiempos. De él depende empezar un nuevo ciclo, abrir una puerta, enseñar un nuevo mundo y lenguaje con el que comunicarse entre sus afines y, a su vez, comunicar a los demás. De él depende confeccionar la máscara y el disfraz acorde a los gustos en apariencia, pero, en esencia, acorde a sus valores y su ética, pues él o ella, más que nadie, saca a la palestra sus códigos y principios más originales y, aunque pueda parecer redundante, también primigenios. En palabras de Anaïs Nin: «No podría vivir en ninguno de los mundos que me ofrecieron… el mundo de mis padres, el mundo de la guerra, el mundo de las políticas. Tuve que crear un mundo propio, como un clima, un país, una atmósfera en la que pudiera respirar, reinar y recrearme. Creo que esa es la razón de cada obra de arte. El artista es el único que sabe que el mundo es una creación subjetiva, que hay una elección por hacer, una selección de elementos. Es una materialización, una encarnación de su mundo interior».
Algo similar sucede con las artes en general y las obras de arte en particular. Con la ópera, la obra de teatro, la película o el concierto que hemos ido a ver; la escultura tallada en mármol o granito, el lienzo, la canción, la composición o el libro que apreciamos con cierta atemporalidad, pues siempre son, siempre están y estarán. Decía Bertolt Brecht que el arte no era un espejo que reflejase la realidad, sino más bien un martillo encargado de darle forma. Y quiero pensar que todo artista que se aventura en el proceso creativo es digno de empuñar (y ser) esa especie de mjölnir —el mítico martillo de Thor— para gozar del poder del dios y moldear la realidad a su gusto. Quizá por eso, al sopesar la realidad, llega a la conclusión de que la otra alternativa que tiene es la de ponerse a escribir y crear. En este sentido, debieran ser los cuatro versos del poeta inglés el mantra a pronunciar; con el que iniciar cada acto y cada escena; con el que ponerse el mono azul e ir directo al fango para, desde ahí y como haría Wilde, construir y vivir con la vista puesta en las estrellas. Precisamente porque toda pieza artística representa, en parte, un augurio de inocencia. Un presagio que nos anuncia las posibilidades que tenemos de ser un dios y de participar en su creación. Y si no somos el creador, entonces ser el espectador, pues cierto es que todo espectador es creador a su vez, y viceversa. De ahí que seamos capaces de comprimir la Eternidad en una hora, si no más, y ver un Mundo en un grano de arena o un Cielo en una flor silvestre. Y todo para retener un pedazo del Infinito. Un momento absoluto de ser y estar, de directo y de presente en el que el tiempo se detiene para nosotros, para nuestro propio goce y contemplación. El telón se acaba de levantar, todo está por descubrirse, todo es novedad y deslumbramiento porque cada elemento es visto por primera vez. Y ahí reside la inocencia. La inocencia de ver y sentir por primera vez.
Una obra de arte se concibe, se talla, se perfecciona para mayor agrado del observador diletante. Quien aspira a ser otro, evolucionar o transformarse, antes tiene que figurarse otra versión de sí, y mientras uno la configura, perfila y muestra, el otro, cuando se deleita, aunque comparta un patio de butacas con otras mil almas, es el único dueño de su sensibilidad y de su juicio, y lidia con ella en absoluta soledad. Sólo a él le concierne sobrellevar, de la mejor manera posible, la sensación abrumadora de proyectarse en una superficie que ni siquiera es real, que no se puede tocar, pero que está ahí, enfrente, como prueba de las más anhelantes expectativas y aspiraciones. De los deseos más oscuros y luminosos, esos que sólo nosotros conocemos, que son nuestros y guardamos en el arcón de nuestras virtudes y nuestros defectos. Y a pesar de ello, nos gusta lo que vemos a sabiendas del engaño que se esconde detrás porque todo personaje es actor, intérprete y farsante a partes iguales. Pagamos el precio, sin rechistar, para que nos mientan a la cara. Y aceptamos los reproches porque esos personajes, una vez más, somos nosotros con el disfraz.
«Otro, ser otro siempre,
viajar, perder países,
vivir un ver constante,
alma ya sin raíces.
Ir al frente de mí,
ansia de conseguir,
ya sin pertenecerme,
la ausencia que es seguir
¡Viajar así, qué viaje!
Sólo en sus pensamientos
mi pensamiento viaja:
el resto es tierra y cielo».
Escribió Pessoa. Será por eso que cuando nos metemos en el papel del espectador-creador o creador-espectador, como prefieran, nunca dejamos de ser ese otro que viaja viviendo un ver constante, alma ya sin raíces que se ha visto embaucada por la sugestión de una fantasía, un augurio de inocencia —obra de arte—, que le ofrece la posibilidad de hacerse realidad. Y después de haber realizado la odisea que ha sido viaje inmersivo, experiencia artística sin igual, después de haber llamado a las puertas del cielo como hiciera Dylan con su «Knockin’ on heaven’s door«, nos llega un alegato que pareciera final, pero que en verdad se trata sólo de un principio, de otro más y es Ginsberg quien lo pronuncia: “Vosotros, que lo habéis visto todo, o destellos y fragmentos, tomadnos de ejemplo, intentad reuniros, cambiad de actitud, encontrad vuestra comunidad, prestad atención a la redención de vuestra propia conciencia, prestad más atención a vuestros amigos, a vuestro trabajo, a vuestra meditación, a vuestro arte y a vuestra belleza. Salid, y hacedlo por vuestra propia eternidad”. O, lo es que lo mismo, por nuestro propio augurio de inocencia.
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