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José Luis de Vilallonga, una película en sí mismo

José Luis de Vilallonga, una película en sí mismo

Hoy, José Luis de Vilallonga no es más que un recuerdo. Un recuerdo que, además, tiende a desvanecerse. Sin embargo, hay que referirse a él con todas las cautelas que proceden ante las enemistades que este singular aristócrata, escritor, actor y hombre de mundo, del gran mundo, se granjeó en vida. Hostilidades que, probablemente, han de permanecer incólumes. Tuvo pleitos a mansalva, a menudo con destacados protagonistas de la vida social. Entre sus enemigos contaron algunos de sus más allegados, incluso sus familiares más directos, que han escrito contra él libros enteros. Se impone por tanto empezar subrayando que a estas líneas no le competen los asuntos privados del IX marqués de Castellbell —título que ostentó tras la muerte de su padre— ni los litigios que pudiera tener con nadie.

Aquí se habla de cine, de cine heterodoxo y Vilallonga fue un heterodoxo en casi todas las cosas que hizo en la vida, existencia que, de hecho, tiene trazas de película, de biopic, de historia río.

"Luis García Berlanga le incluyó en un par de entregas de su trilogía Nacional, lo que le brindó la oportunidad de poner fin, con mucha guasa, al prototipo que había encarnado en la pantalla de los años 60 y 70: el de seductor arrogante e indolente"

Cuando estalló la guerra tenía 16 años, fueron a buscarle al colegio para alistarle en un tercio de los requetés, como correspondía a los caballeros de su alcurnia. En el fragor de la batalla, ya alférez de complementos, conoció a una aristócrata inglesa, enfermera en el bando franquista: Essylt-Priscilla Scott-Ellis. La joven conducía la ambulancia con la que había venido de Londres, donde la temporada estaba muy aburrida. Se casaron y, con el tiempo, ya mayor el entonces alférez habría de recordar en sus memorias el día en que conoció a su primera esposa como un mal momento para ella.

José Luis de Vilallonga fue una película en sí mismo. Antiguo combatiente en la Guerra Civil, en los comienzos de la Transición fue portavoz en la Junta Democrática, la primera plataforma que unió a varias organizaciones antifranquistas con el objeto de traer de vuelta las libertades a España. No debió de ser el único noble militante del PSOE. Pero, desde luego, sí fue el que abandonó el partido de un modo más sonado. Un artículo titulado Tristeza y asco, publicado en un número de ABC del año 94, dio buena cuenta de ello. El suyo fue aquel PSOE del cambio de régimen y el buen rollo de los años 80, nada que ver con el de ahora, con sus malos modos y su empeño en reabrir las heridas cerradas en aquellos días del cambio. Deben de ser pocos los que tomen en serio al IX marqués de Castellbell como antifranquista. Sin embargo, escribió mucho sobre el papel del Emérito en aquellos años —Franco y el Rey (1998)— de quien además fue biógrafo, al igual que colaborador en El País Semanal, Interviú, director de la edición española de Playboy y otros trabajos en esa edad de oro de la prensa patria que trajo la incipiente democracia.

Seguro que los cineastas de su tiempo le tuvieron en mayor estima que la clase política española. Fue actor de Fellini en Giulietta de los espíritus (1965), a quien desde entonces le unió tanta amistad que le dedicó alguno de sus libros. Luis García Berlanga le incluyó en un par de entregas de su trilogía Nacional, lo que le brindó la oportunidad de poner fin, con mucha guasa, al prototipo que había encarnado en la pantalla de los años 60 y 70: el de seductor arrogante e indolente.

"La primera vocación de Vilallonga fue la escritura, pero acabó siendo uno de los grandes intérpretes de reparto del cine europeo de los años 60 y 70"

Seductor que también fue en vida, todo un Casanova de una época en que los Casanovas empezaban a estar mal vistos. Varias de las grandes damas de su tiempo suspiraron por él. Michèle Girardon, una de las primeras actrices de la Nouvelle Vague y su pareja desde que en 1956 empezó a distanciarse de su primera esposa —la aristócrata inglesa— decidió quitarse la vida despechada cuando Vilallonga —como frecuentemente aparecía acreditado en las películas— se casó con su segunda mujer, Syliane Stella Morell, la Solange de Patrimonio nacional (Luis Garcia Berlanga, 1980).

La primera vocación de Vilallonga fue la escritura —entre sus antepasados figuraba el barón de Maldá (1746-1818), quien hizo historia al dejar plasmada su vida en un diario que le ocupó 60 volúmenes—, pero acabó siendo uno de los grandes intérpretes de reparto del cine europeo de los años 60 y 70. Y si hay algo más curioso que su creación de José da Silva Pereira en Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961), el potentado brasileño con el que espera casarse la bella Holly Golightly (Audrey Hepburn), fue que incorporase el mismo prototipo con alguno de los más destacados realizadores de los nuevos cines de los años 60. Estos, entonces jóvenes, cineastas fueron los primeros en cambiar al seductor clásico, al que más o menos podríamos incorporar a Vilallonga, por el antihéroe, radicalmente opuesto al futuro portavoz de la Junta Democrática.

"El futuro militante del PSOE de los años 80 se inició en la pantalla en la Francia de finales de los 50, donde fue descubierto por un realizador tan poco dado a los juicios morales como Louis Malle"

A grandes rasgos, el nuevo prototipo tendría su paradigma en Antoine Doinel (Jean-Pierre Leaud), el álter ego del gran Truffaut y protagonista de la pentalogía a la que da nombre. Un antihéroe que, más que seducir a la antigua usanza como hacían los personajes encarnados por Vilallonga —buenos modales, refinamientos, alta alcurnia—, despertaba el instinto maternal en las mujeres. Frente a la elegancia del marqués, el torpe aliño indumentario que, desde Dustin Hoffman, se fue apoderando de los antihéroes. En lo que a la Nouvelle Vague respecta, Agnès Varda le confió el papel de José, el amante de Cléo (Corinne Marchand), la joven que acaba de saberse víctima de una enfermedad terminal en Cléo de 5 a 7. Respecto al Free Cinema, el nuevo cine británico en la encrucijada que llevó al mundo de los años 50 a los 60, el equivalente a la Nouvelle Vague al otro lado del Canal de la Mancha, el actor español volvió a recrear a uno de sus seductores, esta vez a un aristócrata italiano —el príncipe Cesare della Romita— en Darling (1965), una de las cintas de John Schlesinger totalmente atentas al canon del Free Cinema.

El futuro militante del PSOE de los años 80 —el de ahora le resultaría insoportable con tantas ordinarieces— se inició en la pantalla en la Francia de finales de los 50, donde fue descubierto por un realizador tan poco dado a los juicios morales como Louis Malle. Adaptador, con el tiempo, de un colaboracionista tan notable como Pierre Drieu La Rochelle en El fuego fatuo (1963), y de uno de los primeros acercamientos al incesto en El soplo al corazón (1971), el gran Malle reparó en el entonces prometedor escritor español exiliado para encarnar a uno de los desahogados que se dedican a las seducciones y los galanteos de Los amantes (1958). Al incorporarle a aquel reparto, abrió a Vilallonga la puerta del cine.

"Aunque, siempre tan irónico, nunca ocultó su agradecimiento al dictador ya que, gracias a la imposibilidad de volver a su país que le fue impuesta, se convirtió en ese cosmopolita a ultranza"

A la vista de aquel primer título cualquiera hubiera dicho que un nuevo galán había nacido. Sin embargo, su prototipo acabó siendo el del gentilhombre cosmopolita, nunca el del latin lover. Seducía a las damas, eso sí, tanto o más que el amante latino, pero fue el último, si es que hubo más en su estilo. Tanta era la altivez de sus personajes y tan rancio su abolengo, que se diría que una y otra vez se interpretó a sí mismo. Sin embargo, hay fragmentos en su biografía —entre los recuerdos de su adolescencia llama la atención cuando, para beber whisky frente a su abuela, referencia fundamental en su formación, se valía de las tazas del té— que llevan a pensar que nunca se tomó a sí mismo demasiado en serio. Ya al final de sus días, anhelaba la muerte y aseguraba que, de haber un más allá, un paraíso, preferiría no ir a él porque allí menudearían sus enemigos. Puede que, en un principio, el cine no fuera para él más que una forma de ganar un dinero rápido. Pero su filmografía abarca más de 60 películas.

El marqués, y grande de España, ya se había dado a conocer como escritor con un texto redactado en español, traducido al francés y de clara nostalgia española: Las ramblas terminan en el mar (1953). Aquella publicación fue la que le enemistó con el Régimen, que le impidió volver a cruzar los Pirineos. Con el tiempo, en sus memorias, que publicó en cuatro volúmenes a comienzos de siglo (2000-2004), recordó que la interdicción que le impuso Franco, al parecer personalmente, no le fue levantada ni para asistir al entierro de su padre. Aunque, siempre tan irónico, nunca ocultó su agradecimiento al dictador ya que, gracias a la imposibilidad de volver a su país que le fue impuesta, se convirtió en ese cosmopolita a ultranza, en ese hombre del gran mundo al que, Audrey Hepburn en persona —a la que besó—, recomendó a Blake Edwards.

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