Hace unas semanas, se preguntaba en Facebook el escritor Rafael García Maldonado (Málaga, 1981) si la literatura de género estaba reñida con la exigencia literaria. Venía su interrogante a colación de la última novela firmada por John Banville con el seudónimo de Benjamin Black (Las sombras de Quirke, Alfaguara). Juzgaba que el estilo empleado en sus páginas por el irlandés tenía unas tonalidades más bien mate si se lo comparaba con el que desplegó en algunas de sus narraciones maestras, como la emblemática El mar. Seguí el debate con atención porque se trata de un tema interesante —en el fondo una derivación puntual de la eterna dicotomía entre fondo y forma—, pero no percibí en su arranque más que la reflexión dolorida de un lector decepcionado. Yo no había leído nada de Maldonado entonces y, entre las pocas cosas que sabía de él, me habían llamado la atención, por inusuales, sus querencias benetianas —Juan Benet, por cierto, también fue un autor culto que tentó el género negro en El aire de un crimen, que aunque no es su mejor novela consiguió el propósito de captar nuevos públicos sin renunciar a los principios teóricos que habían venido inspirando su obra— y que en tan sólo cuatro años, desde 2013 hasta la fecha, hubiese publicado ya dos novelas y un libro de relatos, además de participado en al menos un par de antologías de cuentos y colaborado en diversos medios de comunicación.
Pero he estado leyendo estos días Por un perro sin tumba (Anantes), su tercera narración larga, y aquella amable polémica surgida en la Red cobró un nuevo significado. Rafael García Maldonado no sólo mostraba su contrariedad como lector. También arremetía contra quienes optan por descuidar su estilo y trabajar únicamente el argumento porque él se había pasado los meses o años anteriores combatiendo ese modo de entender la cuestión narrativa. Por un perro sin tumba es, sobra decirlo, una novela negra. No sólo eso: emplea estereotipos totalmente reconocibles en el género y hasta se permite introducir elementos históricos, generando un combinado que la crítica podría despachar como puro best seller —por no faltar, no falta ni la Santa Inquisición— sin detenerse a escudriñar sus entresijos. Sin embargo, es también una obra audaz en la que la estructura y el lenguaje se trabajan con esmero y se retuercen para dar lugar a giros imprevisibles y desvíos inesperados hasta desembocar en un final que no busca la satisfacción, sino el vértigo de quien comprende que ha pasado horas enfrentado a una incógnita que se revela irresoluble.
El argumento de la novela es, en principio, bien simple: en la provincia de Málaga comienzan a aparecer una serie de cadáveres a los que une un solo rasgo común: la extrema crueldad con que un asesino anónimo y terrible terminó con sus vidas. Con ese punto de partida, entran en escena una serie de personajes que también conforman uno de los mayores logros de la novela. No hay en Por un perro sin tumba un héroe, ni una heroína. Es una narración coral en la que cada personaje aporta luces y resta sombras para configurar un fresco de los brillos y negritudes del alma humana. Está Antonio Antúnez, psiquiatra que pierde a su perro tras un extraño desvanecimiento y al que ese extravío sumirá en una desazón constante. Está la inspectora Ana Zuloaga, personaje en fuga casi recién aterrizada en Andalucía tras una pésima experiencia en sus tierras del norte. Está el inspector-jefe Valcárcel, arisco y tierno a un tiempo, consciente de que el mundo en que vive cada vez se parece menos al que él comprende. Y está Sebastián Santamaría, sacerdote agobiado por el demonio de las tentaciones carnales y cuya importancia en la trama irá aumentando a medida que pasen las páginas. Rodea a ese póker de figuras principales un amplio abanico de secundarios —incluido Argos, el «perro sin tumba» que se nos presenta en el título— que enriquecen y añaden nuevas dobleces al panorama general, y alrededor del argumento que mueve la acción de la novela comienzan a orbitar temas que van desde el maltrato animal a la violencia de género, pasando por el propio concepto de justicia o las dificultades que plantea el reconocer cada mañana nuestra cara en el espejo.
En resumen, Por un perro sin tumba —que cuenta en su tramo final con una serie de ilustraciones realizadas por Eugenio Muñoz, Meño— podría pasar por una digna novela de entretenimiento si su ambición ética y estética no la llevaran a dar un par de pasos más allá. En el primer plano, porque lejos de conformarse con el planteamiento de una serie de crímenes y su aparatosa resolución, el autor aprovecha ese arranque para adentrarse por los siempre arriesgados territorios del Mal (con mayúscula) y sus derivaciones cotidianas. En el segundo aspecto, porque todo eso se lleva a cabo sin descuidar ni un ápice la exigencia formal ni abandonar a su suerte un idioma que se emplea en sus capítulos con tino y elegancia. Cuando Rafael García Maldonado se preguntaba en Facebook si la novela negra estaba reñida con la exigencia literaria, él ya sabía que la respuesta era no.
Título: Por un perro sin tumba Autor: Rafael García Maldonado Editorial: Anantes Venta: Amazon
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