Juan Cruz pone comas en el aire. O al menos eso dice él. Pausas que aprietan el habla y que él aprendió a domar entre una asfixia y la siguiente. Aprobó la lección de la sintaxis de niño, mientras escuchaba la radio tendido en una cama. Flacuchento, bien atado al camastro por el asma que todavía hoy le rasura la voz. Así cogió la fresca del lenguaje; y más nunca se curó. En esos años, cuando Juan Cruz se ahogaba, aparecían las palabras: un estribo de oxígeno para el combate con el cuerpo, esa mala bestia que a él no le dio tregua. Porque este asunto va de golpes. Los hay maestros; de efecto; de suerte. Los de él, en cambio, tienen que ver con otra cosa. Y así lo cuenta en su más reciente libro, Un golpe de vida (Alfaguara), una entrega que sin caer en la severidad de las memorias, retrata un crepúsculo: ese al que se resisten por igual Juan Cruz y su oficio. En esas páginas habla de la temprana vocación periodística a la vez que hierve los huesos en el agua caliente de los años. Un caldo que él sirve en cucharadas soperas durante esta conversación a la que acude arrastrando una maleta. Acaso porque llega. O porque ya se va. Con él nunca se sabe.
Para conseguir calma, o al menos una dosis razonable de silencio, Juan Cruz se fue al siglo XV. Encerrado, aunque no por mucho tiempo, en un castillo medieval en la región italiana de Perugia, el periodista y escritor se sentó ante una mesa negra de madera maciza donde comenzó los primeros folios de este manuscrito. Tenía, al fin, el sosiego que ni la vida ni él se conceden. Y entonces empezó a teclear: los años de infancia, la temprana juventud de un oficio en el que se matriculó como reportero que escribía sobre partidos de fútbol invisibles (otra vez, el milagro de la radio) y luego, ya más hombrecito, escribiendo entrevistas y crónicas locales para El Día. Describe, también, los años de El País, diario del que fue fundador, y los muchos otros de editor en Alfaguara. El texto rueda solo, aceitado. Pero entonces muere Rafael Chirbes y todo se trastoca. El periodista sale corriendo y hace lo de siempre: improvisar, a toda velocidad, una noticia. Cuando volvió a la mesa de madera maciza ya no era el mismo. Había vuelto con fantasmas. Porque del oficio nunca se sale ileso.
Con apenas ocho años y mientras cumplía en casa la condena de la mala salud, el periodista y escritor tinerfeño se construía como un niño de recortes. Los del periódico que su madre leía en voz alta para él y con los que alimentó la hemeroteca de la vocación. Así se hizo periodista: leyendo sin saber, de la misma forma que hoy escribe sin escribir. Porque las ideas lo asaltan donde esté. En un tren rumbo a cualquier parte, Juan Cruz puede dictar un obituario por teléfono; rematar una crónica sin sentarse ante la máquina y, por supuesto, desaparecer en medio de una entrevista para escribir un texto urgente que le reclamen desde la redacción del periódico para el que trabaja desde hace 40 años: el diario El País. Porque la verdad sea dicha. Juan Cruz nunca dice no. Jamás. Como si aprobara siempre un examen.
–La urgencia tiene que ver con la paciencia. La vida te da la paciencia. La urgencia está en la calle, en las redes, en el teléfono móvil. La ansiedad es como un medicamento malvado que tomamos porque nos gusta. Y la demolición del periodismo ha ocurrido porque no hemos sabido neutralizar la ansiedad que llevamos dentro. Por eso he escrito este libro, para parar el tiempo.
–En este libro hay algo crepuscular. Una primera muerte: la sombra de la jubilación. Luego la muerte de Chirbes. Las evocaciones a Vázquez Montalbán, Umbral, Leguineche… ¿Qué ha llegado exactamente a su fin?
–Este libro habla del crepúsculo del periodismo pero menciona a personajes que creyeron tanto en él que sacaron la fuerza necesaria para pensar que era un oficio invencible. Porque lo es. Ahora existen torpedos que van en su contra: las redes sociales, el Facebook, Twitter, pero también los periodistas que hemos olvidado que el oficio hay que ejercerlo con la tecnología de ahora y con la sabiduría que nos legaron los grandes periodistas del pasado. Como no lo hagamos, matamos el periodismo.
–Fue un niño enfermizo, a quien el periodismo lo sacó de la cama y lo metió en la vida. ¿Usted escogió el periodismo o el periodismo lo eligió a usted?
–Yo no era un niño enfermizo, era un niño enfermo. Estaba recluido en casa. Como no sabía leer y tampoco podía ir a la escuela, mi madre me leía. Un día llevó un recorte de periódico. No un periódico, sino una hoja. Yo le dije: madre, léemelo. Y me leyó la hoja. Ese y todos los días que siguieron. Tenía ocho años. Aprendí a leer con ese recorte de periódico y con la radio. El periódico me dio las palabras. La radio me dio la sintaxis. Mi elección por el periodismo, por el mundo que cuentan los periódicos, viene del puro recuerdo de la infancia.
–Pensaba que usted era hijo único.
–Yo creo que Juan Cruz también pensaba que era hijo único y que todos los que estaban a su alrededor eran sus padres. Mis hermanos eran mis padres, las personas que nos venían a visitar eran mis padres, el médico era mi padre. Todo el mundo me protegía.
–Para ser un niño tan enclenque, Juan Cruz se transformó en un adulto insistente. ¿Qué lo redimió?
–Las palabras. Las palabras tienen una enorme energía, sobre todo si están escritas. A todos les aconsejo que lean, porque las palabras sedimentan. Una sola palabra puede cambiar tu humor. La palabra lo contiene todo.
–En ocasiones hace falta mucho más que palabras.
–Y la sintaxis, claro.
–Me refiero a los arrestos. El periodismo es un mundo difícil. ¿Cómo sobrevivió en él un niño tímido y frágil? ¿Cuál fue su armadura?
–Mi capacidad de improvisación. De adolescente, escribía crónicas dictándolas al periódico deportivo para el que trabajaba. Y creo, también, que la radio me dio el don de la improvisación. Si entorno los ojos y me concentro, soy capaz de escribir un obituario de tres folios por teléfono.
–Está usted exagerando. Poner comas en el aire es bastante complicado.
–Yo las pongo. ¡Sí, sí! —dice abriendo los ojos y dando un saltito en su asiento—. Yo pongo comas en el aire y, con perdón, es un talento que me viene de la radio. El periodista tiene que escuchar lo que está diciendo. Hay una frase de Onetti, que dice que todos los periodistas debemos tener una mano que nos golpee. La sintaxis es la mano que nos golpea y la radio la tiene. Todo lo que decimos tiene puntos y comas. Todo es susceptible de ser escrito. Claro, no puedes escribir como un notario. Tienes que recuperar la fuerza de los dichos, los versos, de las cosas que has oído. Quien me daba esa fuerza era mi madre. Se la pasaba todo el día hablando.
–¿Quién convirtió a quién en lector? ¿Su madre a usted o usted a su madre?
–Ella me convirtió en lector, pero ella leía a duras penas ese texto en beneficio mío. Terminó siendo una gran lectora. A lo único que no acertaba era a decir los nombres extranjeros. Cuando llegaba en el periódico a una palabra extranjera decía: pa-pam; pa-pam.
–Usted, que acostumbra a cambiar el ritmo a sus entrevistados preguntando qué postales les envía la infancia, ¿cuáles son las suyas?
–Hay algunas. De mi madre riendo, otras de mi madre triste. Otra de mi padre riendo y otra de mi padre triste. Otra de mi hermana riendo, otra de mi hermana triste. Esas son las postales que en los últimos tiempos se han juntado. Mi hija, que forma parte de este libro, en estos días tuvo que acudir a una revisión en el oftalmólogo. Porque decía que veía peor. Desde que ocurrió lo que cuento en el libro, voy con ella. Le hicieron una intervención con láser. Luego, en la tarde, me mandó un mensaje diciéndome: ahora veo estupendamente. Ese tipo de noticias tienen una trascendencia enorme. Por ejemplo, cuando mi hermana mejoraba un poco y mis sobrinos me lo decían, era como si me dieran aire.
–¿Existe una relación entre ser leído y ser querido? ¿Entre escribir y ser tenido en cuenta? ¿Por eso Juan Cruz nunca dice que no a nada?
–No, porque yo durante mucho tiempo he tenido tareas ejecutivas en el periódico y he escrito. Yo necesito el periodismo porque forma parte de mi respiración. Llevo la escritura dentro. Yo escribo antes de escribir. Las imágenes me vienen en medio de la calle.
* * *
Hay quienes aseguran que si dos aviones se dirigen a la misma hora, en direcciones contrarias, probablemente Juan Cruz viaje en ambos. Al bajar, conseguirá firmar dos piezas, cada una en un huso horario distinto. Por eso le falta el aire a este hombre, que a veces parece una hipérbole. Comenzó su carrera periodística a los 13, aunque ya se estrenaba como notario de la realidad redactando cartas a los emigrantes canarios que vivían en Venezuela. Ha sido reportero, columnista, novelista y editor. Sin embargo, con lo que más se le asocia puede que sea justamente con la entrevista. Tiene en su palmarés al menos nueve premios Nobel: Pablo Neruda, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Doris Lessing o Günter Grass pero también ocho premios Cervantes y no pocos monstruos como Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Susan Sontag o María Zambrano.
Él, que paseó con Jorge Luis Borges por Madrid o que para conseguir que J.K Rowling le abriera el corazón se presentó con una bandeja de queso de Cabrales —la inglesa adora el manjar—, lleva toda una vida preguntando. La frase es suya. Con ella tituló hace poco un volumen editado por Círculo de Tiza en el que reunía una buena parte de sus entrevistas. Lo que para muchos es arrogancia, la pica en Flandes de la omnipresencia, Juan Cruz lo entiende como una cicatriz. Sí, es el varetazo de los espíritus heridos. Los que temen no hacer lo suficiente y viven empujados por una rara corriente que electrocuta a la persona en personaje. Porque Juan Cruz no está dispuesto a dejar enfriar el músculo del oficio. Ya lo dice él: ¿en qué lugar del mundo se arrojan los restos de un periodista?
Con la sombra de la jubilación pisándole los talones, Juan Cruz aprovecha Un golpe de vida (Alfaguara) para narrar muchos episodios de su biografía y no todos amables. Uno en concreto llama la atención: primero de junio de 2005, tras una década en distintas labores dentro del grupo Prisa vuelve de lleno a la redacción de El País. Y aunque en su ausencia no pasó una semana sin estampar su firma en aquellas páginas, dice él, esta vez regresaba con más bríos. Él lo cuenta así: “Volví a la edad en la que unos se iban, pero yo no me di cuenta (…) pasaron los años, las entrevistas, los disgustos y otras pasiones, sufrí con la insidia de los compañeros que me quisieron mal, y muy probablemente yo tampoco supe querer, competí como un chiquillo que volvía al recreo después de muerto, y sentí que era periodista y feliz cada vez que me hacían un encargo y yo lo cumplía”.
Un periodista, dice Juan Cruz, no sabe qué es el tiempo si es feliz en el oficio. Y aquel, o al menos así lo ve él, fue una prórroga. La que está por cumplirse, no se sabe si en su carrera, pero sí en la duración de esta entrevista. De la hora rasguñada de su agenda para esta conversación, se ha consumido más de la mitad. Pero Juan Cruz, subiendo y bajando por la banda, parece haberlo olvidado. Hasta ahora juega limpio el canario. Ha permanecido fiel a su propósito de mantener el móvil apagado. Quién sabe durante cuánto más.
–En el periodismo se corre el riesgo de engrandecer personajes y hechos para retratarse mejor junto a ellos. ¿Le ha pasado? ¿Ha corrido ese riesgo?
–No, no me ha ocurrido.
–No le creo.
–A todos nos ha pasado y muchos sienten pudor de decirlo. Me ha pasado alguna vez, puede haberme pasado. Pero me dura un instante. Basta que se publique. Después no la vuelvo a leer. A veces sí, cuando escribo para Internet, porque escribo muy rápido y pude haber metido la pata. Pero una vez que se publica en el periódico, no lo veo. Y además, tengo una familia muy dura. Mi hija, mi hermana, ahora mi nieto. Mi mujer me dice a veces, cuando publico un texto: ‘¿por qué no me lo pasaste antes? Está lleno de erratas’. El otro día me dijo ‘muy bien’ a un texto sobre el mal humor de la radio. Pero mi mujer es implacable. Si tuviera un ego muy grande, ya me lo hubiesen puesto por los suelos a base de cachetadas.
–Sin embargo, llega a decir que su insistencia por querer cubrir muchos temas, firmar muchos textos, le ha ganado la antipatía de muchos.
–Sí…
–Es consciente de eso.
–Sin duda. Y lo entiendo. Porque soy insistente. También creo que tengo la mala suerte de transmitir una imagen que no es la que siento por dentro. Soy muy inseguro. Creo siempre que lo hago mal. Me da la impresión de que no hago cosas brillantes, que no he estudiado lo suficiente, que no he leído lo que debería haber leído. No soy arrogante. Tengo un espíritu malherido. Nunca me miro al espejo, excepto cuando me afeito porque hay un vaho de vapor en el baño. Sigo siendo un niño que se emociona cuando le dicen que lo ha hecho bien. Me ocurría mucho en la redacción.
–Vivir así es un tormento.
–Absolutamente, pero así es. Yo no tengo ninguna seguridad. Yo trabajo tanto porque tengo miedo de que me echen del periódico.
–A estas alturas, lo veo difícil.
–Pero es que uno va con el niño que fue y el padre que tuvo. Mi padre nunca tenía seguro ganar el sueldo.
–Alude a los reproches contra El País. Los periodistas, dice, van por el periódico como van por twitter, diciendo: esto debería de ser mejor, sin aludir a la responsabilidad individual en el oficio. ¿Es una manera elegante de salir del escollo político de hablar de su periódico o realmente cree eso?
–Han cometido una enorme injusticia con el periódico. Se ha atribuido a El País lo que le pasa a este país. El País refleja lo que hay desde una perspectiva intelectual, periodística y vital que se parece a lo que está pasando. Esperar unanimidad en una sociedad como esta con respecto a Podemos, por ejemplo… ¡Es una estupidez!
–Por cierto, escribe que Pablo Iglesias le preguntó qué concepto tenían de él en “su periódico”.
–Iglesias me hizo esa pregunta después de un programa en el que, adrede, mostró una realidad de El País que no es cierta. Estaba intentando desautorizar a El País como medio en América Latina. Él estaba defendiendo a la revolución venezolana y lo que convenía era atacar a El País para que perdiera fuerza tanto aquí como en Latinoamérica. Me indignó ese programa, porque no era decente. A El País no se le pueden reprochar las cosas que ocurren en este país. El País las cuenta y está obligado a no tener apoyos ni simpatías. Yo puedo tenerlas, pero el periódico no y si hay que poner de manifiesto cosas, hay que escribirlas.
–El retrato que hace de Juan Carlos Monedero es demoledor. Aquello de que en el binomio con Pablo Iglesias él es el eslabón más débil…
–Es un hombre triste, melancólico. Pero el retrato que hago de él no es despiadado, es compasivo.
–Si leí correctamente, dice usted en el libro que Monedero sabía el titular que usarían en una entrevista que usted le hizo y le causó enfado.
–Porque yo se lo dije.
–¿Y eso se puede hacer?
–¡Claro! Porque él lo cuestionó. Lo que cuento en el libro son todas las cosas que él cuestionó de la entrevista. A través de mí, Monedero quería mandar mensajes a otros. Aquello no fue una conversación privada con Monedero, lo privado no lo publiqué. Porque además, habría sido demoledor.
–Espere, un momento…
–Ocurrió lo siguiente: él me hizo una declaración que se podía interpretar de una forma u otra. En el periódico, buscando el titular, me pidieron que lo llamara para saber si él había intentando decir una cosa u otra. Él me dijo tal. Me mandó la frase entera. Y me llamó para pedir que metiera a José Manuel López. Eso todo está contado en el libro. ¿Cómo puede decir que no sabía cómo iba a salir en esa entrevista si se la expliqué de arriba a abajo?
–¿Tienen la piel más sensible los políticos de hoy que los de hace 40 años?
–Hoy la política es un galimatías. Hay que interpretar todo lo que se dice. Porque los propios tienen miedo de sus propios y son implacables con los otros. La política es hoy una guerra desdichada.
–Volvamos a Juan Cruz. En este libro, en todo momento, habla el periodista, no el escritor, como si no estuviese permitida la dualidad.
–Son la misma persona. Yo no creo que sean distintas. Ocurre que dentro de mí habitan ambas. En este momento soy el que responde. A veces te responde el periodista, cuando habla del oficio, pero cuando hablo del periodismo y hablo de El País, soy la persona que se siente leal a una historia, que es la historia de ese periódico. También está la otra faceta, la humana, que quería contar de qué forma eso me había construido como ser humano. No soy periodista y otra cosa. Soy Juan Cruz, todas las cosas. Yo no sería capaz de hablar off-the-record. No advertirás en mí que soy dos personas, soy todas ésas, incluida el niño.
–El problema del periodismo y usted lo dice: se va de copas. Se marcha. Nota publicada, nota que se ha ido. Sedimenta hacia dentro pero no hacia fuera.
–El periodismo es la pasión de contar una cosa extraordinaria.
–Pero usted muy bien sabe que no se considera literatura con mayúsculas. Por mucho que lo repitamos.
–Depende. Mira, si hubiese un prospecto para vender un libro como si fuera un medicamento, se podría decir: tiene 300 gramos de literatura, 900 gramos de realidad y periodismo, 28% de metáfora y 12% de lugares comunes. Haga la suma y decida si tomárselo o no. ¿Me da un medicamento bueno para hacer literatura? Pues, venga, cómprese El Extranjero, de Camus. O las obras completas de Cernuda.
* * *
Entre su madre y el periodismo, Juan Cruz elige a su madre. Acaso porque ella siempre lo hará regresar a los recortes donde aprendió el oficio o porque él, como Camus, creció jalonado por sus propias incertidumbres. Una casa sin libros de la que salió lector. Una isla canaria que se transformó en isla del espíritu. Picar la piedra del mucho trabajo con la insistencia del que teme volver a ser pobre. Se lo dijo bien claro Vázquez Montalbán: nunca rechaces el encargo de un periódico, porque nunca sabrás si volverán a llamar.
Un hombre que se parece a Nicanor Parra atraviesa las mesas de la terraza vestido, de pies a cabeza, con la equipación del Real Madrid. Camiseta. Bufanda. Sudadera. Gorra. Juan Cruz lo mira de reojo. “No se puede ser tan madridista”. El canario, que es culé, eriza el lomo como un gato y da un sorbito a su coca-cola. Sólo le ha faltado santiguarse. La tarde desaparece y ahora sí, Juan Cruz mueve sus ojitos en todas direcciones. Ese raro círculo verde repujado alrededor de su pupila delata que la atención comienza a huir, derramándose sobre cualquier cosa. Acaso porque ya se ha aburrido, se acuerda de que tiene que hacer otras. Muchas, muchas cosas.
En 1996, Jaime Salinas escribía sus memorias y Juan Cruz cumplía ya cuatro años en Alfaguara, sello al que Salinas dotó de un catálogo potente y al que Juan Cruz entró como relevo. Y acaso porque hasta cuando hizo de editor no dejó de comportarse como periodista, Juan Cruz decidió entrevistarlo. De ahí salió uno de los libros más duros y al mismo tiempo esclarecedores de la historia de la edición en España. Se tituló Jaime Salinas. El oficio de editor. En toda la bibliografía de Juan Cruz se suceden, por igual, literatura y periodismo. Desde Crónica de la nada hecha pedazos, su primera novela, pasando por Cuchillo de arena, Retrato de humo, El sueño de Oslo, La foto de los suecos o El niño descalzo hasta sus textos de no ficción Egos revueltos (XXII Premio Comillas), Especies en extinción, Beatriz de Moura. Por el gusto de leer o Literatura que cuenta. Por citar, a grandes brochazos, una obra que se mueve entre dos orillas. Ese litoral al que, de tanto en tanto, llegan objetos empujados por las aguas que se revuelven con los años. Cosas que se ahogan, se pierden, se olvidan. Cosas que emergen buscando oxígeno.
–Estuvo usted años en Alfaguara y Santillana ¿Cómo se puede entrevistar a personajes de los cuales fue editor? ¿Cómo se sobrelleva ese conflicto?
–Hace años leí una frase de Camus que fue fundamental en mi vida. Que ese tipo de frases no te santifican, te ponen a hacer gimnasia para convertirlas en realidad. Aquella frase decía: el sol de mi infancia me privó de todo resentimiento –Juan Cruz da un mordisco goloso a una patata-. Si tú lees el prólogo de El revés y el derecho, utiliza esa frase. Está hablando de la pobreza en su infancia.
–Es decir, que usted entre el periodismo y su madre, también elige a su madre.
–Y se parecían mucho ambas. Y no sólo la mía, la madre de mucha gente. El otro día estuve con Nuccio Ordine, el autor de La utilidad de lo inútil, y me habló de su infancia y su casa, donde tampoco había libros. Estábamos con Fernando Aramburu; en su casa tampoco había libros. Su padre era un funcionario muy humilde. Los tres hablábamos de Camus. Teníamos los mismos orígenes. Lo que me preguntabas antes de mi inseguridad viene de ahí. Vázquez Montalbán tenía ese problema, desde la infancia. Estamos hechos de esas incertidumbres.
–En este libro se topa ante el vértigo de no seguir trabajando. Como si sólo el oficio le diera sentido.
–Yo tengo un problema grave. Yo no puedo desligar esas dos palabras: vida y profesional. Están demasiado ligadas.
–Bueno, lo redime haber construido una familia. Eso requiere tiempo.
–Tuve un tiempo en el que me tocó recuperar a mi familia. Porque estuve demasiado metido en mi trabajo… A veces no sé la edad que tengo, la olvido. Veo en la fotografía de la Web: las canas, la marcas de la veteranía. No me reconozco porque cuando escribo me siento un chiquillo.
–Me cuesta creerle. Nadie permanece incorruptible.
–Te juro por mi madre y por mi hermana que es así como me siento. En este libro no hay un gramo de impostura.
–Los niños tienen ese arrojo porque no tienen experiencia, no poseen el escarmiento vital. Y a usted eso le sobra.
–Yo no comprendo cómo no he madurado. Eso me lo decía Carmen Balcells. Nunca me he psicoanalizado, siempre he escrito. Y siempre he tenido los mismos fantasmas.
–¿De qué se arrepiente Juan Cruz el periodista? ¿Y de qué se arrepiente Juan Cruz el escritor?
–De no haber leído más, de no haber sido más sistemático en mis lecturas, de no haber estudiado más, de haber improvisado todo lo que he hecho. Y como periodista: me arrepiento de no haber profundizado más. Yo he sido un periodista superficial. He hecho buenas entrevistas pero no he sido un buen reportero, porque siempre he tenido demasiada prisa.
–¿Por qué sin ser unas memorias este libro se comporta como tal cosa?
–Son apuntes para retratar a una persona que no quiero que se me escape.
“No me dejes responder tan largo, que me pongo a hablar a toda velocidad y me entra luego el asma”, dice Juan Cruz arrastrando su maletita color violeta. ¿No dejar hablar a Juan Cruz? ¿Y quién puede conseguir tal cosa con el hombre que lleva toda la vida preguntando? Atleta del sujeto, verbo, predicado; niño de espíritu herido, que aún con 68 años pierde la cabeza por matricular con honores. Vamos, el que pone las comas en el aire cuando dicta un obituario por teléfono.
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