No fui eso que llaman un lector temprano, o al menos no especialmente prolífico. A pesar de que mi madre se empeñe, con esa insistencia que tienen las madres en trastocar el pasado para engrandecer a sus vástagos, en asegurar que aprendí a leer con cuatro años. Es sabido que de niños todos nacemos genios y el tiempo estrecha el porcentaje, volviéndonos a la mayoría obtusos.
No me recuerdo a mí mismo de niño encerrado en mi cuarto leyendo a cualquier hora, a pesar de la insistencia de mis padres —o precisamente por eso— en exponer a cada ocasión los beneficios de la lectura, que me convertiría, a buen seguro, en una persona de provecho. Cualquier niño que se precie tiende a llevar la contraria a sus padres. Y con razón, o con la razón de la sinrazón —cuál mejor—.
Cuando entré en el instituto —en aquella época con catorce años— escribía, pero seguía sin leer de manera frecuente. Para qué molestarme en hacer algo tan aburrido. Escribía porque había conocido el fugaz amor con su eterno desamor; escribía porque el mundo no me comprendía, escribía porque quería ser libre… En definitiva, todo lo que hacía era escribir contra el mundo y masturbarme, en mi beneficio, textual y físicamente —un adolescente puede masturbarse un número ingente de veces si encuentra la ocasión—. A esas edades uno tiene más necesidad de expresarse que de oír lo que el otro quiere expresar. Yo no quería escuchar lo que decían los demás, quería escucharme a mí mismo.
Escribía horribles poemas dolientes y dolidos de rima libre, que obliga menos y es más moderno, dónde va a parar. Con uno de ellos me presenté al concurso anual de poesía que organizaba el instituto. Lo gané. Nunca sabré si con justicia o porque no hubo más candidatos, sospecho que lo segundo. Dártelas de poeta podía resultar la tumba social para un adolescente, o peor: pasar a engrosar las filas de los frikis empollones. Por lo que no era conveniente hacer alardes literarios públicamente.
Pero el premio eran 10.000 pesetas —una pasta en aquellos tiempos para un chaval de catorce años, algo así como el equivalente actual a 60 €—. Lo malo del asunto —de eso me enteré después— es que estabas obligado a gastar ese dinero en libros. Digo lo malo porque a mí obviamente me hubiese gustado cobrar ese dinero en metálico e invertirlo en cualquier cosa más provechosa y no en algo tan fastidioso como en un libro: quizá en una cazadora de cuero con cremalleras a lo George Michael que me garantizase más amores y desamores con los que escapar del onanismo.
No lo di todo por perdido y entré en la librería del barrio donde yo compraba habitualmente el material escolar y mi padre el periódico. Le conté al bueno de Antonio, librero afable y comprensivo, la injusticia que me había sucedido y la faena que era tener que gastar un premio literario en libros —¡a quién se le ocurría semejante desfachatez!—. Me comprendió y por eso, en vez de hacer un chanchullo con el ticket —tal y como yo le propuse—, me recomendó a Kerouac, J.D. Salinger y Bukowski, entre otros. Autores, a los que según él, iba a comprender muy bien y me iban a comprender muy bien. Así que no me quedó más remedio que claudicar e invertir mis 10.000 pesetas (recuerden, 60 € actuales para un chaval de 14 años) en libros. Casi veinte años después, todavía conservo todos aquellos libros: Música de cañerías, El guardián entre el centeno, En el camino… Tras ellos llegaron Fante, Carver, Hemingway, Capote, Melville… Y muchos más.
Gracias a ellos descubrí que leer puede ser, o mejor dicho es, uno de los mayores actos de rebeldía contra el poder. Contra cualquier tipo de poder: el poder del estado, el poder de los profesores, el poder de los padres, el poder del cobarde y acomplejado acosador, el poder del machismo que se introduce sutilmente camuflado de amor en los teléfonos móviles de las adolescentes…
Ellos lo saben, saben de lo peligroso que resulta leer. Por eso arrinconan el arte y la cultura cada vez más dentro de las aulas. Saben de lo peligroso que es que existan ciudadanos críticos, ciudadanos que piensen por sí mismos.
El Estado, a diferencia del pobre Ernest Lluch, que arengaba en aquel mitin de Donosti de 1999 a la gente para que se expresase libremente con aquel “gritar más, que gritáis poco. Porque mientras gritáis, no mataréis”, sabe que es mejor que la rebeldía se canalice en botellones y algún pequeño destrozo del mobiliario urbano cada fin de semana. Eso, a fin de cuentas, se arregla con pequeñas inversiones que palian las multas recaudatorias. Los gritos cargados de razón son más difíciles de acallar.
Porque la palabra es una de las armas más poderosas y, ese arma, se consigue leyendo.
Así que si queréis parecer rebeldes, no leáis, a ellos, al poder, a los que os hablan de los beneficios de la lectura, pero os alejan de ella, le conviene que no lo hagáis. Pero si queréis rebelaros, si queréis ser vosotros mismos, si queréis de verdad pensar, leed. Es el mayor acto de rebeldía que alguien puede ejercer siempre y más en los tiempos que corren.
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