La escritora mexicana Isabel Zapata ha escrito una novela en la que se entrelazan dos historias en principio sin vínculo: la de la relación de una niña con su perra y la de una mujer en pleno duelo que cambia de ciudad para buscar trabajo. Una ficción sobre la primera infancia, sobre el amor y sobre la pérdida.
En este making of, Isabel Zapata reconstruye el origen de Troika (Almadía).
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Troika fue la más noventera de las perras: una pastor alemán de patas gigantescas y mirada melosa. La recuerdo apenas, en una mudanza alguien dejó la puerta abierta y no volvimos a verla. O se la robaron, es posible, probable, qué se yo. Luego tuvimos una segunda Troika —mi madre insistía con los nombres, también hubo dos Golondrinas—, y tampoco recuerdo con exactitud qué pasó con ella. Y así sucesivamente hasta que llegó la Negra, el modelo de donde se desprenden todos los demás perros del mundo para mí. A ella la recuerdo perfectamente, la quise con un amor feroz: una sombra chaparrita que el criador nos vendió con descuento porque tenía la oreja chueca, como se puede apreciar en la foto. La negra murió de vieja cuando yo tenía más o menos quince años, tras haber disfrutado un festín de arrachera que mis hermanos le dieron en la boca, cortada en pedacitos. Enterramos su cadáver en el jardín de una casa que ya no nos pertenece.
El tiempo pasó y me volví escritora, o quizá la escritora que soy estaba ahí desde entonces. Tras publicar algunos libros de poesía y ensayo, escribí una novela que se llama Troika, sobre una perra que es todas las perras de mi infancia, y no es ninguna. Con mi incursión en la narrativa llegó una duda repetida hasta el cansancio (por mí, por las personas lectoras, por las que me han entrevistado): ¿cuánto de ficción y cuánto de realidad hay en mi libro? Es una pregunta ociosa, creo, pero supongo que entiendo la insistencia. La autoficción ha cobrado relevancia en ciertos círculos literarios recientemente —ahí tenemos el Nobel de Ernaux—, y hay quienes consideran que el aumento de obras que exponen la intimidad responde sólo a un impulso egocéntrico de desafiar los límites entre lo privado y lo público. No estoy tan segura de que el asunto sea tan sencillo, pero eso no tiene importancia ahora. Lo que sí sé es que la obsesión por averiguar qué tanto estamos accediendo a los hechos a través de las páginas de un libro es bastante estéril.
“Voy a crear lo que me sucedió”, dice Clarice Lispector en La pasión según G.H. Y es cierto: al escribir tomamos siempre una semilla de verdad, algo que hayamos vivido, visto, imaginado —lo que imaginamos también es cierto—, y de paso creamos lo que no nos sucedió, lo que nos gustaría que hubiera sucedido.
En Troika, por ejemplo, hay una niña, Andrea, que tiene un padrastro. Se llama Jaime, es pintor, le gusta la comida chatarra y tiene una capacidad insólita para dar amor: es exactamente el padrastro que me habría gustado tener. La presencia de este hombre imaginario es determinante en la vida de esta nena imaginaria; yo jamás vi a mi madre felizmente emparejada. Jaime no existió, pero es verdad en tanto que mis deseos están depositados en él. Por otro lado, en la novela hay un padre ausente que tampoco me resulta familiar, porque mi padre fue un ser absoluto hasta rayar en lo opresivo. Para tejer esta historia necesité que el padre se marchara, que abriera espacio. La ficción me lo permitió.
Los primeros años de Andrea transcurren en una época que más o menos coincide con aquella en la que yo crecí, en una casa y en un entorno más o menos parecido al mío. Sin embargo, Andrea no soy yo: es una combinación de las amigas que tuve, es un espejo de mi hija, es la niña que mis hermanos vieron en mí. Y en esa multiplicidad de identidades no hay contradicción. Todas me constituyen, ninguna me abarca completa. A la niña que fui no tengo acceso más que a través de la invención: aunque intentara escribir la verdad sobre mi infancia, no podría.
Durante el proceso creativo de Troika me esforcé por construir personajes complejos y entrañables, que actuaran de manera verosímil. Repasé los diálogos, tracé una y otra vez la línea del tiempo para que los años cuadraran. Mi intención era hablar sobre la textura del duelo, sobre distintas formas de compañía, y para ello recurrí al trabajo de otros autores, a anécdotas de amigos, a lo que mis hermanos me cuentan que sucedió en nuestra infancia. Volví a ver películas que adoro —Corazón de perro, Dios blanco, La dama y el vagabundo—, escuché podcasts sobre comportamiento animal. Lo que quiero decir es que cuidé cada detalle, pero jamás me detuve a considerar si lo que estaba escribiendo había o no había sucedido “en la vida real”. Las páginas de la novela fueron la pantalla sobre la cual proyecté lo mejor que pude la historia que quería contar. Por supuesto que eché mano de la memoria, pero la memoria es un ejercicio de ficción.
Puede que discernir entre invención y recuerdo sea esencial para transitar los asuntos prácticos del día a día, pero en la literatura resulta viable y hasta gozoso pasar de un terreno a otro con absoluta libertad. Parece una obviedad, pero tendemos a olvidarlo: qué tanto corresponde un libro a los hechos dice muy poco sobre su calidad, menos aún sobre la experiencia de lectura que ofrece. Que una historia esté escrita en primera persona no significa que sea autobiográfica y hay relatos de ciencia ficción que bien podrían leerse como memorias. ¿Qué más da? Al final lo que importa es el estilo, la cadencia, los ríos subterráneos que fluyen a través de un libro hasta convertirlo en un hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Eso último lo dijo Kafka, no yo. Que conste.
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Autora: Isabel Zapata. Título: Troika. Editorial: Almadía. Venta: Todos tus libros.
Consustanciado altamente con los insights literarios de Isabel acerca de la ficción que camufla la realidad, apuntalada por recuerdos e historias. Es más, debería decir entusiasmado, por cuanto me explayo en recursos similares en mi novela «En busca de A, perdido en el tiempo».