Hubo un tiempo en España en que la mayoría de los cineastas de cierto interés concebían el cine como una escuela de vida en la que se aprendía y discutía la manera de hacer el amor, de cómo enfrentarse con la realidad o hacer política. Así lo cree y lo ha expresado uno de ellos, Manuel Gutiérrez Aragón (MGA). Y eso es transparente en su filmografía que incluye películas formidables como Maravillas o La mitad del cielo, como lo es también en la obra de Alfonso Ungría, responsable de cintas de culto como Soldados o la excelente África.
“Mis películas”, escribe Ungría en Memorias del cine en la Transición (Cátedra), “siempre han sido impulsadas por resortes autobiográficos, a pesar de no contener datos o confidencias personales. Cada una de ellas había sido reflejo de alguna inquietud o conflicto íntimo; albergaban una necesidad, imperiosa, urgente, de revelarse y ser contada”. MGA podría afirmar algo similar aunque todo apunta a que no profundizará en este asunto en la clásica autobiografía pese a su pasión temprana por la literatura y la firma de varias novelas en los últimos años. Miembro de la Real Academia Española desde 2016, podemos leer sus recuerdos de vida y el vínculo con sus películas en libros como las conversaciones con Augusto M. Torres publicadas en la Editorial Fundamentos en 1992, en su ensayo-homenaje a A los actores que editó Anagrama en 2015 o en la antología En busca de la escritura fílmica (Cátedra).
Ungría y MGA, MGA y Ungría, pertenecen a una generación, al menos en sus inicios, que estaba convencida de la capacidad transformadora del cine. A buen seguro que coinciden, llevándolo al terreno concreto del celuloide, en la tesis de Salvajes de una nueva época (Taurus) de Carlos Granés: el arte se ha ido volviendo cada vez más políticamente correcto y renunciando a las estrategias de la vanguardia para dejar a los políticos las tácticas de la transgresión y el escándalo. Ni Ungría ni MGA, partidarios con el ejemplo propio del trabajo arriesgado dentro de la industria, condenan de pleno el cine puro de entretenimiento. Bien por el cine de evasión siempre y cuando en el menú haya espacio también para el cine crítico que los dos han cultivado; con peor fortuna en el caso de Ungría, que ha debido refugiarse en la televisión mucho más de lo que le habría gustado ante tanto proyecto frustrado por diferentes motivos a lo largo de su carrera. Gajes del oficio. Como dice MGA, “la profesión de director consiste en sobrevivir al caos” aunque a veces la ilusión y el trabajo se vengan abajo antes de inaugurar la vorágine del rodaje.
Debilidad común: Fernando Fernán Gómez
En lo que sí coinciden sin matices es en la profunda admiración por Fernando Fernán Gómez. Ungría en 1979, MGA un año después, estrenaron Gulliver y Maravillas respectivamente con protagonismo absoluto del genio pelirrojo. Para su particular versión del relato de Jonathan Swift, Ungría quería de Fernán Gómez lo que Fernán Gómez derrochaba también fuera de los platós: “alguien agudo, irreverente y sofista, capaz de aportar el humor inteligente que necesitaba la película”.
En su Diccionario de cine, Fernando Trueba escribe que “cuando un director o un productor llaman a tal actor para hacer tal personaje están alquilando no solo su físico, su voz, su talento y su habilidad para disfrazarse de él, sino todo el pasado acumulado, su vida anterior”. Esa es, según MGA, una de las claves de Fernán Gómez al que también ha dirigido en La noche más hermosa, La mitad del cielo o Feroz: “Con él parece que estamos viendo siempre algo más que lo escrito y representado, una sombra que le acompaña, hecha de sus papeles anteriores”.
Amor cervantino… a la sombra de Cela
Primero fue Ungría en 1981 y su biopic de Cervantes con la cara de Julián Mateos en nueve episodios para la televisión y después MGA con las dos partes del Quijote en 1991 (cinco episodios con Fernando Rey) y en 2002, ya como película, con Juan Luis Galiardo. Pueden presumir sin riesgo de error de haber llegado a más españoles que nadie contando la obra más destacada de la literatura española y al ser humano que la hizo posible. Los dos, por cierto, con la supervisión o participación en los guiones de Camilo José Cela, “nuestro barrigudo, enfático y engreído premio Nobel” en palabras de Ungría, que quedó más que satisfecho en su retrato del “hombre que lucha, como tantos, de sobreponerse a los infortunios de su vida y al artista que, a pesar de las adversidades, no deja de defender su libertad y dignidad, como solo un autor puede hacerlo: sin rebajar sus intenciones, sin acatar ningún designio, enfrentando su independencia a la mediocridad, los abusos y la impostura”.
En el texto titulado Buscando un Quijote desesperadamente MGA recuerda que Cela sugirió que el papel de Alonso Quijano lo hiciera Fidel Castro y que también se le insinuó la posibilidad de que lo interpretara una mujer como la actriz Lola Gaos. La cuestión es que Julián Mateos se metió en la piel de Cervantes de forma tan intensa que le costaba salir cuando el director gritaba corten. “Por favor, Julián, no te olvides de que Cervantes no sabía que era Cervantes”, le decía Ungría. MGA tuvo asimismo que intervenir con sus Quijotes: “Con Fernando Rey se corría el riesgo de no tener ninguna gracia y con Galiardo de tenerla demasiado. Así que forcé a Fernando hacia la comedia y a Juan Luis hacia la melancolía. Paradojas del cine”.
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