Foto de portada: Irene Medina
Rodrigo Cortés, cineasta, guionista, escritor, él mismo «libro» y personaje inquieto, y exigente, sobre todo consigo mismo, publica su primer libro de relatos, Cuentos telúricos, con sus fantasmas, su «gente serpiente», sus magos auténticos y sus animales que hablan.
Cuentos sin moraleja, como el título de Julio Cortázar, con diálogos disparatados, situaciones oníricas y criaturas extrañas donde el poder del lenguaje es el de la imaginación y los nombres caen «según salen, sin intención», como la Casa House, el señor Silla o los hermanos Sintáxis y Lumiere, explica Cortés.
Son Cuentos telúricos sobre fantasmas que no existen, magos de verdad, niños preciosos y siseantes que se alimentan de personas, mujeres del tiempo capaces de contener (o provocar) el cambio climático o científicos enamorados, seguidores de Einstein, que se adelantan a su ruptura por pura relatividad.
«No se trata de rescatar un montón de cuentos guardados en un cajón sino de escribir un libro de relatos (…), es decir, la idea no es hacer un grandes éxitos sino un álbum, con sus canciones rápidas y lentas»; del mismo modo, dice, «Cuentos telúricos son sucesiones de picos y valles que, si bien son muy diferentes, comparten una energía común».
Influido desde pequeño por los libros que tapizaban las paredes de su casa y los discos de clásica de su madre, y los de la Creedence de su padre, ordena (si ello es posible) los relatos de esta nueva propuesta literaria, estos Cuentos telúricos, tan pegados a la tierra como su nombre indica y, a la vez, son volátiles, mágicos, oníricos, locos, en fin.
Dice el autor en una entrevista con EFE que «quizá sí», quizá es así, aunque cree que es más libro que personajes porque «los personajes son contradictorios, ambivalentes, expresan posiciones diferentes y abordan la narración desde un ángulo distinto».
«Los hay manifiestamente divertidos, los hay crueles o imbuidos de una tristeza luminosa. Y la suma de todo eso, y de esa ausencia de moraleja —absolutamente consciente— que hay detrás de cada uno de los cuentos es, sumado, lo que se puede parecer a mí«, considera.
Son veintitrés relatos que Cortés agrupa en propuestas de puro teatro («¿Se puede?», «La casa Bruc»),casi fantásticos («Niño sobre fondo azul radiante», «Mago de verdad», «Agosto y el autómata», «Mujer del tiempo sobre fondo amarillo»), mágicos por poco («Los círculos de Alton Barnes», «Marlon y la tormenta», «Aquilino y la gravedad»).
Con sabor a hiel destaca el relato más contundente, «Gente serpiente», y entre sus fábulas sin moraleja sitúa «Las tres monedas», «Himno», «La jaula» o «El libro». Los hay realistas a duras penas, como «Los fantasmas, naturalmente, no existen», y de tristeza luminosa (o al revés): «Las dos luces» o «La electrodinámica de los cuerpos en movimiento».
En ellos, Cortés camina como un funambulista por la soga mientras lee y reescribe, las veces que haga falta, hasta que queda satisfecho, porque si no, «no paro», afirma.
«Ni siquiera sé a dónde voy cuando escribo la primera frase, lo descubro por el camino y me dedico a modelar esa energía sobre la marcha», asegura.
Punto y aparte merecen las Soutinesques (apenas un par de líneas que definen y cuentan vidas enteras de los personajes que las nominan), que Cortés escribe inspirado en el pintor Chaim Soutin. «No describo esos personajes, sino que los convierto en espectros, fantasmas y trazo retratos muy condensados de ellos, casi al modo de la poesía. Son algunas de las piezas de las que más orgulloso me siento«. Con razón, porque, en esto, Cortés es un maestro.
De todos modos, advierte de que «no hay que confundir» lo que piensan los personajes de lo que él piensa. Aún así, reconoce que, como sus personajes, también reflexiona mucho sobre las palabras.
Director de cintas como Buried (2010) o El amor en su lugar (2021), es también escritor de Sí importa el modo en que un hombre se hunde (2014) y Los años extraordinarios (2021), así como del diccionario satírico Verbolario.
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