Dicen que el olfato es el sentido con más poder evocador, pero suelen referirse al olor de los platos que degustábamos siendo niños: aquella manera de cocinar de nuestras abuelas; aquel toque de aceite, pimentón o comino. Aquella canela en la repostería.
Más que olores, son sensaciones, porque no las registramos solo con la nariz, sino con todo lo que somos o fuimos. Viajamos fugazmente a rincones de la memoria y después regresamos, y sonreímos, y a veces ni siquiera nos molestamos en explicar por qué lo hacemos. Sería imposible resumir todo lo que ha acaba de ocurrir.
Algo así me pasó ayer cuando estaba hojeando un viejo libro de matemáticas y me vi asediado por el olor de los álbumes de cromos. En un respingo estaba yo de vuelta en el patio del colegio, con mi taco de cromos repetidos y mis amigos bien cerca de mí, cerrando el círculo y afilando la mirada. Llegaron las mil sensaciones que se concentraban en aquel momento: la emoción de la búsqueda, la camaradería, la picaresca, el frío del invierno, la prisa por entrar en clase… Y, después, abandoné aquel lugar como una nube de humo y me encontré de pronto delante de un kiosko, frente a la sección de álbumes, abrumado por tantas opciones. Levanté la vista y vi las pequeñas cajas en las que el kiosquero guardaba los sobres de cromos. Siempre había seis o siete cajas, de varias colecciones distintas, y siempre las mirábamos como si fueran fajos de billetes iguales a los que intercambiaban los delincuentes en las películas.
Los queríamos todos. Soñábamos con atesorarlos, aunque no supiéramos bien para qué. Para abrirlos y buscar dentro de ellos, tal vez, o para que el taco que teníamos en las manos fuera aún más gordo y no hubiera forma de sujetarlo con una sola goma elástica. Los niños ricos traían estuches, a veces, que uno creía que tenían llenos de rotuladores de marca, pero que después resultaban estar llenos a reventar de cromos. Nos echábamos encima para admirarlos, porque nos parecía que aquello era incontable, que era la avaricia máxima. Queríamos meter la mano para saborear la sensación de agarrar tantos al mismo tiempo, pero, entonces, el rico cerraba el estuche y nos quedábamos con una sensación equivalente a la de mirar las cajas intocables del kiosquero.
Además de las cajas, en los kioskos había muchas otras cosas; un muestrario infinito. Cuanto más pequeño eras, más grande te parecía. Estaban los periódicos delante, justo debajo de la ventanita del kiosquero, apilados en gruesos montones que podrían servir de asiento y pisados por simples piedras o por pesadas fichas metálicas con logotipos editoriales. La gente llegaba apresurada, quitaba la piedra, agarraba uno, ponía el dinero en el mostrador y se marchaba.
Yo nunca lo entendía. Me parecía increíble que no se quedaran a admirar todo lo demás; que resistieran la tentación de comprar otra cosa. Los periódicos eran lo menos llamativo de todo lo que había allí. Tenían chicles, pilas, bolis, chocolatinas y revistas de cualquier cosa: motos, coches, bicis, escalada, naturaleza, cocina, muebles, mujeres desnudas, modelismo, coleccionables semanales, álbumes, comics… En ninguna otra parte del mundo se podía ver semejante despliegue en tan poco espacio. Todo estaba tan junto que parecía imposible que el kiosquero supiera dónde encontrar cada cosa, pero lo sabía, y eso no hacía más que acrecentar su leyenda. Los kiosqueros eran los guardianes de los tesoros; los vigilantes de la última puerta. Esas personas a las que uno iba a visitar cuando había reunido el dinero suficiente para conseguir unos cuantos sobres más, o para empezar una colección nueva. Comprar un álbum vacío era un momento sobrecogedor, porque abría un nuevo mundo por delante.
Los kiosqueros, además, estaban en contacto con los fabricantes de todas aquellas maravillas de papel, y eso convertía sus puestos en embajadas de los mundos paralelos que se escondían tras las publicaciones. Sabían cosas que nadie más sabía y podían decirte cuánto tiempo quedaba para que llegara tal o cual cosa, que no parecía llegar nunca. Podían hablarte de colecciones de las que nadie había oído nada aún; esas que todavía eran un mito esbozado a base de rumores en el colegio.
Y podían anunciarte, también, la muerte de una colección. Te miraban, fruncían los labios y ladeaban levemente la cabeza. Aquella era la sentencia. Se había cerrado el grifo y ahora tocaba rebañar las sobras de lo que quedara por ahí, en la clandestinidad del barrio, en clase o en el patio, aunque sabías que, si te faltaban muchos cromos, tu álbum estaba condenado a quedar inacabado y a sumirte en el sutil regusto de la derrota. Solo quedaba una posibilidad —esa que nadie usaba nunca— de mandar una carta a la editorial para pedir los cromos que te faltaban. Pero no era lo mismo y lo sabías. Sonaba a desesperación y a jugada de perdedor. Sonaba a trampa.
Cerré el libro viejo y regresé al presente, preguntándome cómo era posible que un volumen de matemáticas me hubiera transportado delante de un kiosko. El papel está lleno de misterios.
Lo dejé en la estantería y traté de volver al recuerdo, aunque ya no quedara más que el borrón de una imagen lejana y aterricé, sin pretenderlo, en un momento parcialmente diferente: una mañana fría, de olor a asfalto mojado y con vaho saliendo de mi boca, esperando junto a mi abuelo mientras el kiosquero abría en abanico su puesto entero y desplegaba su arsenal a pasmosa velocidad. Fue llegando más gente, que quedó esperando a nuestro lado, hasta que a alguno le entró la prisa, pidió llevarse un periódico y le pasó las monedas al kiosquero, que las guardó en su bolsillo y siguió con su operación.
Terminó, se metió dentro y nos dio los buenos días. Mi abuelo pidió un periódico y una revista y, mientras esperaba a que se lo dieran, fingió haber olvidado que yo estaba allí. Le miré, pero él no me devolvió la mirada; le gustaba verme vacilar.
—Abuelo… —dije.
Enseguida paseó el dedo índice por delante de las cajas de cromos.
—¿De cuáles? —preguntó.
Yo señalé una caja amarilla, la del gato Isidoro.
—¿Sólo de esos? —cuestionó.
Encogí los hombros y dejé que se me fueran los ojos hacia otra colección nueva, pensando que era mucho pedir. Mi abuelo pretendió no enterarse, pero lo había captado todo. Agarró el álbum nuevo, un puñado de sobres y otros dos de Isidoro.
—Me llevo esto también —le dijo al kiosquero antes de pasármelo.
Olía a lluvia y a papel mojado. Me marché de allí con un botín que no me cabía entre las manos.
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