Camino lento, mucho. Soy incapaz de hacerlo y teclear a la vez. Una bendición que me ha permitido volver a mis tiempos analógicos. Cierto que el mérito no es mío sino de la esclerosis, que me ha acompasado. Ahora soy yo el que pasea una cuarta por detrás de Teresa. Otra bendición. Frente al Palacio Real, rumbo a la Almudena donde quiere dar gracias por todo lo bueno que tenemos, veo mendigos tumbados en la acera, la maravillosa escultura de Jesús sin techo, obra del canadiense Timothy P. Schmalz, a la puerta de la catedral hecha carne doliente, frágil, real; policías que escudriñan, turistas de mil lenguas, niños en un parque, una boba haciéndose reels presuntamente sugerentes en el interior del templo ante la cámara de un ¿novio? tan apollardado como ella. Hace un día perfecto para los que tenemos el termostato averiado. Fresquito pero luminoso, con esa luz madrileña que abraza y te conmina a ser consciente de que “esto es la hostia, estúpido”.
Por no molestar, no lo hacen ni las boñigas de los caballos que minutos antes han desfilado engalanados por el día grande de la capital. Hay riadas de gente y a ratos me cuesta esquivarlos, me pongo nervioso, Teresa me agarra firme la mano y sonríe ante el enésimo empellón fruto de mis escleróticos bandazos. “¿Estás bien, quieres que nos sentemos?”. “Sí, estoy bien, cariño”. Le miento porque no quiero parar, sentarme, ser consciente de que esto avanza mientras yo retrocedo. No pienso perder este rato con ella, como de novios en Cádiz, disfrutando del placer más barato y pleno que te regala esta ciudad de palacios y trasiegos: calmarla. Miro a los ecuatorianos enfundados en disfraces gigantescos: King Kong, Supermario Bros, Transformers… Mal tienen que estar ellos, sudando como pollos mientras saludan a unos guiris incapaces de aflojarse la billetera pero prestos a sacarles la foto del sufrimiento que va cocido por dentro.
Madrid es crisol, que aquí frente al Teatro Real vende barquillos un chulapo que me imagino extremeño. Todo sea por el negocio, que el dinero no tiene bandera ni atuendo. La barquillera apenas gira porque la clientela lo hace hacia un grupo de paisas que danzan músicas ajenas bailando ante un coro de móviles que graba y ya veremos si pagan o, como a Optimus Prime, les van a regatear el sustento. Se lo gana el retratista que te inmortaliza a un euro. No es muy fino pero ¿qué quieren? ¿Acaso un Antonio López a ese precio? Observo con la envidia de quien jamás tuvo habilidad para trazar algo ni en folio ni en lienzo. Una pareja de novios se besa con la pasión primeriza de quienes todavía no se han descubierto defectos. Él pone más empeño. Ella hace un sí pero no, que es romántico embuste para el galán con hechuras de Tercio. El conductor del tuk tuk vocea en un inglés perfecto que se suban al suyo, no al resto, los que como él saben que esos palacios son fruto del esfuerzo del obrero. Es lo que tiene ser autónomo: se te va enervando la cuenta de las veces que te dijeron “otro día, hoy no podemos”. Cuando por fin nos sentamos noto el jodido hormigueo y va en mis adentros que mereció la pena el esfuerzo. Estoy con ella, ante sus ojos bellos e inmensos. Hablamos de los hijos, tan lejos, de la agenda repleta de eventos. De la ilusión compartida por la próxima entrega de un premio. Me vuelve, cabronazo, el pánico que tengo a no ser capaz de subir los peldaños para recogerlo. Creo que se ha dado cuenta. Me agarra la mano y me suelta la frase talismán con la que avienta mis miedos: “Ya verás, pronto nos reiremos”. Y pienso que es cierto eso tan madrileño de que el cielo es a lo que llegas cuando caminas un ratito por el infierno.
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