En una de las mesas de mármol del café madrileño Nuevo Calderón, junto a la Plaza de Benavente, José Mario Armero y yo mismo leíamos el manuscrito de lo que luego sería, tras su muerte, la autobiografía de Daja Tarto contada por él mismo.
Frente a nosotros estaba el viejo, el octogenario fakir, reconvertido en vidente y que realizaba ocasionales programas radiofónicos.
De repente pidió tres vasos de agua, tres, los bebió despaciosamente y sorprendiéndonos, comenzó a morderlos, rompiéndolos y tragando los cristales como quien come una barra de turrón, pues los ruidos parecían, eran similares, a los de masticar el duro dulce de Jijona que se consume por las Navidades.
Armero y yo nos inquietamos y le mandamos que cesara en su alarde de fakirismo. No nos quiso escuchar hasta que por la comisura de sus labios apareció un pequeño hilillo de sangre que se detuvo al aplicar una servilleta de papel.
Daja Tarto, se llamaba en realidad Tortajada de apellido, y Gonzalo de nombre. Nacido en Cuenca, pronto su familia se trasladó a Madrid. Interno en un reformatorio, intentó hacerse torero con el nombre de Arenillas de Cuenca. No lo consiguió pero un libro de Salgari, Misterios de la India, cambió su vida, y vestido a la usanza oriental con un gigantesco turbante, se convirtió en el fakir Daja Tarto y comenzó sus andanzas en cafés cantantes y llegó hasta el circo Price, con sus números de comer bombillas, vasos de cristal y cemento.
Actuó haciendo temporada, en un circo, el Imperial, del que fue socio, ganó mucho dinero enterrándose en las plazas de toros de los pueblos, mientras se lidiaban tres morlacos, lo que estuvo a punto de costarle la vida en varias ocasiones; se casó con Dionisia, ampliando el número con su partenaire la fakiresa, y aficionado al juego, perdió sus ahorros, decía él, en el Casino de Estoril.
Los recuperó ideando un número que le aportó buenos beneficios y con el que debutó en un escaparate del centro de Coimbra y que consistía en estar cuatrocientas horas crucificado. La fakiresa hacía que la cortinilla se descorriese cuando se juntaban dos docenas de espectadores que se impresionaban al ver clavado como Jesucristo al bueno de Daja. El plato que pasaba su mujer se llenaba de monedas y era frecuente ver arrodillados ante la vitrina a ingenuos espectadores que creían asistir a un auténtico milagro. Lo repitió infinidad de veces hasta que una de las heridas de los clavos se le gangrenó y en contra de los criterios de la ciencia médica, con una pócima que ideó a base de azufre, cauterizó sus heridas, y comenzó a creer que tenía poderes sobrenaturales.
Daja Tarto, que fue inmensamente popular durante varias décadas del pasado siglo, falleció a los ochenta y cuatro años, en 1988. Había dejado escrito que lo enterraran en un ataúd con un lecho de cristales rotos. Así lo hicieron sus familiares cumpliendo su última voluntad.
Al recordar la escena que inicia este artículo, una suerte de escalofrió recorre mi cuerpo, y siento de nuevo cómo suenan los cristales al ser mordidos por el viejo fakir.
Gloria a su memoria.
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