¿Y cómo explicar que se me ocurriese escribir una novela de 1600 páginas como Mil ojos esconde la noche, cuya primera entrega —La ciudad sin luz— publica en estos días Espasa? Habría que empezar reconociendo que estoy completamente loco (y mi locura es de índole grafómana). Pero, como venía de escribir una ciclópea biografía de Ana María Martínez Sagi que alcanzó las 1700 páginas, la carrerilla ya la tenía tomada. Y, además de la carrerilla, tenía tomadas —en archivos franceses y españoles, públicos y privados— miles de fotografías de documentos policiales, administrativos y también íntimos, sobre muchos escritores y artistas españoles que, como la misma Sagi, tuvieron la desgracia (o la fortuna) de quedar atrapados en París, durante los cuatro años de dominación alemana (1940-1944).
Y, a continuación, sin pensármelo mucho, me puse a escribir. La idea era completar una novela coral al estilo de Las máscaras del héroe, un esperpento de estirpe barroca y valleinclanesca que conservase la tensión estilística de aquella novela y también su brutalidad negrísima y sin remilgos. Sólo que en Las máscaras del héroe la mayoría de los personajes asomaban por un momento, para saludar al respetable, como súbitas pérgolas o muñecos de guiñol, para enseguida hacer mutis por el foro; y en Mil ojos esconde la noche deseaba, por el contrario, que muchos de los personajes (no todos, porque esto me hubiese obligado escribir una obra el doble de larga) tuviesen su propia novela, de tal modo que el lector pudiera seguir sus andanzas a lo largo de los cuatro años que dura la acción. Además, deseaba que Mil ojos esconde la noche fuese —pese a su estética desaforadamente expresionista, y a ratos surrealista— una novela más ceñida a la verdad de los hechos y a las vicisitudes reales de la existencia de sus personajes; algunos de los cuales eran, además, figuras emblemáticos de la cultura española —pensemos en Pablo Picasso o Gregorio Marañón, por ejemplo, pero también en César González-Ruano, María Casares, Manuel Viola y tantos otros—, cuyas vicisitudes no eran precisamente heroicas (y tal vez por ello mismo habían sido sistemáticamente escondidas o embellecidas durante mucho tiempo). De este modo, me propuse que todos los episodios de la novela tuviesen un trasfondo verídico, a veces disfrazado de tremendismo o de bufonería, para que su tragedia o trapacería íntima quedasen mitigadas.
Escribí las 1600 páginas de Mil ojos esconde la noche de un tirón, sin más compañía que un ordenador sin conexión a internet en el que iba consultando los documentos fotografiados que cada día necesitaba en mi labor y un cuaderno de notas en donde cada noche apuntaba los datos que podía necesitar para la escritura del día siguiente. Escribía seis días a la semana (respetando, naturalmente, el día del Señor), desde las ocho de la mañana hasta las dos o tres de la tarde, cuando la carpanta por fin me vencía; pues suelo trabajar siempre en ayunas, con apenas un té en las tripas que me espante el sueño, dejándome vencer por los mareos y vahídos del hambre. Y escribía a mano, con bolígrafos que dejaba enseguida exhaustos, fiel a mi vocación de último mohicano de una manera extinta de entender la escritura, vaciándome de vida y dejándola toda, pletórica de sangre, sobre el papel. La escritura a mano deja más tiempo para pensar, porque el bolígrafo siempre se adapta a la velocidad de nuestras neuronas; y como la escritura se hace más costosa y hasta dolorosa (pues no tardan en crecer callos en los dedos) las palabras brotan más crudas, más vívidas e hirientes. Escribiendo Mil ojos esconde la noche, la tinta de los bolígrafos reventados manchaba mis manos, navegaba mis venas (por eso desde entonces tengo la sangre azul), invadía mis vísceras más íntimas; y así la escritura se me volvía corazón en vilo, hígado intrépido, pulmón bronquítico de belleza, polla que meaba las farolas apagadas de aquel París leproso, fecundándolo de exabruptos y metáforas.
Escribir a mano (y sin una conexión a internet que nos distraiga) mejora una barbaridad la escritura, que se vuelve órgano íntimo, sangre hirviente, latido que acompasa la sintaxis y la rinde, hasta ponerla a nuestros pies. Al menos esta ha sido la sensación que he tenido escribiendo Mil ojos esconde la noche, habitado por la música del idioma, que se me abría de patas para que lo hiciese mío y de nadie más. Fue una experiencia salvaje y orgásmica, arrebatada y dolorosa, en la que me vacié por completo, en cuerpo y alma, adelgazando más de treinta kilos (que prometo recuperar de inmediato) y endureciendo mi alma, hasta volverla de acero (pero enseguida se me ablandaba, y tornaba a llorar). Escribiendo a mano Mil ojos esconde la noche las palabras se me volvían úlcera de estómago, angina de pecho, tumor de próstata, zaratán maligno (aunque apenas tengo tetas); pero también se me hacían paloma atolondrada, golondrina jadeante, sangre rabiosa de ruiseñor. Fue una experiencia única, un trance visceral y místico que no creo que vuelva a repetir; porque no se puede ser sublime sin interrupción.
Y mientras escribía Mil ojos esconde la noche en estado de trance, cada treinta días aproximadamente, mi abnegado padre se llevaba los folios que iba emborronando, para transcribirlos en su ordenador. Así, cuando concluí la escritura de la novela, no tuve sino que ponerme a corregirla. Es sobrecogedora —tal vez sobrenatural— la facilidad con que mi padre desentraña mi caligrafía no siempre límpida, mis tachaduras intrincadas, mis morcillitas deslizadas entre líneas, como lombrices de incógnito. Sospecho que, mientras transcribe los folios que yo emborrono, mi padre mejora mi prosa subrepticiamente, con esa abnegación piadosa que sólo un padre puede permitirse, por amor al hijo que engendró en las mejores entrañas; y esto se nota en especial porque apenas tengo que corregir mis novelas cuando él me las transcribe. Por eso digo sin atisbo de hipérbole que mi padre es autor consorte de todas mis obras
Mil ojos esconde la noche fue escrita en su primera mitad (que es la que ahora se publica, bajo el título de La ciudad sin luz) en Albania, en un refugio donde sólo me acompañaba Cárcaba, mi esposa y sin embargo novia, y los pájaros que cada mañana nos despertaban. La segunda parte, que se publicará —Deo volente— antes de un año bajo el título Cárcel de tinieblas fue, en cambio, escrita en mi chiscón madrileño, en un invierno de sabañón y tentetieso, sin calefacción, para recuperar el sabor del París agónico que se iba quedando hecho un sorbete, sin luz ni calor, a medida que la guerra se prolongaba. Por supuesto, acabé la escritura de Mil ojos esconde la noche con la mano hecha un cuadro, con la yema del pulgar reventada y el dedo corazón con la falange distal torcida y un callo del tamaño de un garbanzo. Pero para mí estas deformaciones y excrecencias de los dedos son la herida de guerra que más me honra.
Cuando tuve completo el manuscrito, se lo llevé metido en una maleta a mis editores, David Cebrián y Myriam Galaz, que ante el imponente tocho se rindieron al instante y convinieron en publicármelo en dos entregas, antes de leer siquiera una sola palabra. Todavía queda algo de fe en este descreído planeta.
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Autor: Juan Manuel de Prada. Título: Mil ojos esconde la noche. Editorial: Espasa. Venta: Todostuslibros
Las Máscaras del Héroe es una de las mejores novelas escritas en castellano que he leído. Casi tanto como La Regenta, que es mi favorita. Espero que esta se acerque bastante.
«Y así la escritura se me volvía corazón en vilo, hígado intrépido, pulmón bronquítico de belleza, polla que meaba las farolas apagadas de aquel París leproso, fecundándolo de exabruptos y metáforas»: incorregible.
Faltando veinte o treinta páginas no quería que el libro acabara, incluso ralentice y espacie mi lectura para tal fin.
Todavía ando por la casa con la boca abierta.