La escritora cubana Mayra Montero reconstruye en esta novela aquel año, 1966, en que el ajedrecista Bobby Fischer vistió Cuba para disputar un torneo. Con esta excusa, la autora rememora el momento histórico que atravesaba la isla al tiempo que inventa dos historias de amor.
En Zenda reproducimos el primer capítulo de La tarde que Bobby no bajó a jugar (Tusquets), de Mayra Montero.
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Esta historia comienza y termina en La Habana.
O tal vez, para mayor exactitud, deba decir que se inicia en Chicago y descansa para siempre en Islandia, bajo la lápida de mármol donde pone su nombre, Robert James Fischer, y las dos fechas que marcan su paso por el mundo: 9 de marzo de 1943 – 17 de enero de 2008.
Fue en la capital de Islandia, precisamente, donde, casi un siglo antes de la muerte del ajedrecista, un chamán inuit conocido por Aua conversó por vez primera con el explorador Knud Rasmussen (con los años, hablarían muchas veces), en la misma tienda a la que ambos habían ido a comprar municiones. Sentados sobre una piel de foca y tomando sorbitos de café, el chamán le aseguró al explorador que «era un error pensar que la vida comenzaba en el vientre materno, o en los meses cautivos y borrosos en que tomamos forma. Ni siquiera surge en el momento en que nacemos, hambrientos y ateridos, para ser ofrecidos como sacrificio a la luz. Es la luz la que deforma al espíritu por cierto tiempo, corto o largo, y solo entonces, al exhalar el último suspiro, comprendemos que en la oscuridad está la razón». Rasmussen vaciló entre escribir razón o infinito, que en el dialecto polar de los inuit son dos palabras que suenan exactamente igual. En el caso de Bobby Fischer, una u otra también eran intercambiables. Esa comprensión a la que se refirió el chamán le sobrevino a destiempo, hacia el alba de su juventud, en plena claridad y cuando aún le quedaban algunas décadas de vida. Fue como un acto de desobediencia que, deliberado o no, rápido le costó el alma.
El 23 de marzo de 2005, recién cumplidos los sesenta y dos años, Fischer arribó al aeropuerto de Keflavik, en un vuelo de Scandinavian Airlines, con el pasaporte islandés que le otorgaron en memoria de la proeza ajedrecística que había tenido lugar en 1972, en lo que fue denominado el «match del siglo». Estaba desdentado por culpa de los puñetazos que le propinaron en la cárcel japonesa de Ushiku, donde fue encarcelado por intentar salir de Tokio con un pasaporte vencido. Las autoridades estadounidenses habían mandado arrestarlo por violar el decreto que le prohibía viajar a Belgrado, en plenas guerras yugoslavas, para jugar un rematch con su eterno rival, Boris Spassky. En aquella ocasión, y ante las cámaras que estaban a punto de transmitir la partida, Fischer escupió la carta-ultimátum que le habían cursado desde el Departamento de Estado, y a partir de entonces se convirtió en un prófugo.
Pasó ocho meses infernales en la prisión japonesa en la que a menudo fue castigado por atacar a los guardias o aullar sin consuelo, pero ni siquiera en Islandia fue capaz de recomponer su vida. Por el contrario, se agudizó su paranoia, hasta el punto de que se negó a que le arreglaran los dientes por miedo a que los rusos le colocaran un transmisor en la boca. Pasaba los días refugiado en una librería del casco antiguo, releyendo las historietas de Jimmy Hatlo, ídolo de su infancia, y en las largas tardes de invierno cabeceaba entre los anaqueles hasta caer rendido, por lo que a menudo el dueño de la librería, Bragi Kristjonsson, tenía que despertarlo a la hora de cerrar.
Fischer ya nunca sonreía, apenas podía masticar, y la infección de aquellas caries que lo martirizaban se extendió por su cuerpo y se empozó en los riñones, lo torturó con dolores extremos y finalmente le causó la muerte. En su gravedad, rechazó todos los tratamientos que hubieran podido prolongarle la vida. Solo aceptó, a última hora, que le inyectaran morfina, y esto por consejo del único extranjero del equipo médico, un psiquiatra de Estocolmo de apellido Stoltz, hijo de un ajedrecista sueco al que Fischer nunca vio jugar, pero cuyas partidas había estudiado concienzudamente. Antes de convencerlo, el doctor Stoltz sacó del bolsillo de su abrigo un alfil y lo depositó en la mano del paciente, a continuación le dijo que cerrara el puño para poder localizar la vena. Segundos antes de que Fischer se hundiera en la bruma del último navío, el psiquiatra le dejó saber que aquel alfil había pertenecido al gran maestro Gösta Stoltz, y él se lo regalaba.
Era un gélido jueves de enero, y un exagerado número de alcatraces abandonó los acantilados y sobrevoló la ciudad, algo raro para la época. Más raro aún fue que dos osos polares, procedentes de Groenlandia, llegaran al mismo tiempo y de la misma forma —subidos en sendos bloques de hielo— a los alrededores del fiordo de Skaga. Rugían de hambre y dolor, y ambos fueron abatidos por los lugareños. Bobby Fischer había muerto ese día.
Con bastante premura, en medio de una intensa nevada, fue enterrado en el pequeño cementerio de Laugardælir, en las afueras de la ciudad de Selfoss. Solo un puñado de personas asistieron al sepelio, entre ellas la presidenta de la Federación Japonesa de Ajedrez, Miyoko Watai, con la que Fischer contrajo matrimonio mientras estaba preso, como parte del esfuerzo internacional para que no lo extraditaran a los Estados Unidos.
Algún tiempo después, exhumaron su cadáver a instancias de una mujer que declaró que el ajedrecista era el padre de su hija, nacida en Filipinas. Salieron a la luz el cráneo, el pesado esqueleto, los afilados huesos de las manos, una de las cuales todavía se aferraba a un alfil.
Las pruebas de paternidad demostraron que la niña no era suya. Volvieron a la fosa los restos, tintineando dentro del sudario nuevo. Era verano en Islandia y unas florecitas silvestres, de las que llaman «piojos», flameaban sobre la tierra removida.
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Autora: Mayra Montero. Título: La tarde que Bobby no bajó a jugar. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros.
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