Foto: Carsten Meltendorf.
Presentamos una muestra de las primeras páginas de la novela Salvapantallas, del autor costarricense Luis Chaves, publicada este año por Los tres editores en nuestro país. Durante demasiado tiempo, Luis Chaves ha sido un secreto muy bien guardado, dice la contracubierta de este libro que presentamos y, como pocas veces sucede con estas palabras que acompañan a los libros, es cierto.
Pocos son los libros que llegan a impactarnos de esa manera y se convierten en nuestro propio canon, en un refugio seguro cuando las cosas se ponen feas ahí afuera o en nuestra familia molecular, que diría en este caso el propio Chaves. Y es que si hay alguien que, con una extremada sencillez y desenfado, escribe textos que al entrar en contacto entre ellos, y con nosotros, generan una especie de combustión que suena como la de una cafetera cuando hierve demasiado, pero que nos devasta por dentro como una diminuta bomba atómica, ese, sin duda, es Luis Chaves. Es precisamente esa capacidad de abordar los grandes temas a través de pequeños detalles, lo que lo convierte en un autor tan único.
¿Por qué deberíamos leer todos a Luis Chaves? Porque es capaz de convencernos de que las manchas de grasa que brillan en las esquinas del microondas son como perlas escondidas en el fondo del mar.
Saltándome las reglas habituales de los libros que recomiendo, hoy quería rendir este pequeño homenaje a un autor que, sin pretenderlo, ocupa un lugar destacado no solo en el canon latinoamericano de los últimos años, sino en otro canon todavía más importante, el de los que lo leemos fervientemente cuando necesitamos hablar con alguien.
Salvapantallas es una novela sin centro que, asumiendo un lugar marcadamente lateral, se rebela contra los grandes relatos de las novelas totales. Desde un país minúsculo, el autor nos invita a una travesía en la que va dando tumbos: de los escarceos con las drogas a la paternidad como cimiento; de la inmadurez de la juventud a la literatura como experiencia irrenunciable. Una sucesión de todos los pequeños mecanismos que ponen en marcha eso que, a falta de una palabra mejor, llamamos «vida».
Lean pues a Luis Chaves, lean su Salvapantallas, con ese epílogo certero de Mercedes Halfon. Lean esta novela que brilla sin pretender alumbrar el mundo en los momentos más oscuros, sino más bien el barrio en el que vivimos una noche de vuelta a casa tras una fiesta. Una obra sencilla, igual de sencilla que la modesta luz que ilumina una habitación diminuta, donde podemos ser felices unas horas con alguien amado, a la romántica luz de la pantalla de un ordenador. Lean a Luis Chaves para que el secreto empiece a ser contado a voces.
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Primeras páginas
EN FIN
Al fondo del cerebro, el voltaje de un ventilador diminuto, como el ruido de la compu. Algo anda bien o mal o como sea, lo cierto es que anda. La sensación general es: ha pasado tanto tiempo desde todo.
Esto podría empezar con cualquier otra cosa: con la vez que no le vino la regla a una jovencita a quien vi solo dos veces antes de esa noticia; o con la novia habanera, en Cuba, que trabajaba en el barco para turistas donde vivimos por tres semanas; o con una casa en Zapote por la que van pasando ya cuatro generaciones; o con la temporada que viví encerrado en esa casa, saliendo apenas para traer municiones; o con unos sucesos en el pueblo caribeño de Hone Creek; o con el día que Julia escribió un nombre por primera vez.
En fin.
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CARAVANA
Me pica el grano de la rodilla. Lo rasco primero con cuidado de no arrancarlo. Poco a poco, ya presa de un impulso incontrolable, lo rasco y trato de levantar sus bordes con lo que queda de unas uñas que durante el día fui recortando con los dientes. Tengo siete años y, para este momento, una herida que dejará cicatriz permanente. Es el final de una tarde de vacaciones, la contabilidad del día es inusualmente neutra: mamá salió para el trabajo después de haber llorado otra vez, pero anoté dos goles (uno de taquito) en la mejenga sagrada de las tardes con los amigos del barrio, partido que terminó cuando Milton —requerido por su madre— se llevó la bola.
Todavía ni lo sospecho, pero este día quedará grabado en mi memoria y volverá cada tanto como la noche que, treinta años en el futuro, me voy a sentar a contar lo que pasó. Se acaba la tarde y, ya solo, camino por las calles de ese barrio de clase media hasta llegar a la principal: la carretera que conecta Barva con el centro de Heredia. Me siento en el borde de un lote baldío a ver pasar los carros y regresar al inicio de este relato, a rascarme el grano de la herida con una cautela sustituida gradualmente por una pulsión extraña hacia el dolor. Estoy ahí cuando todos los vecinos ya regresaron a sus casas porque evito volver a la mía, pero eso lo digo ahora que elaboro un argumento imposible para mi cerebro de siete años. Hago sangrar mi rodilla, arranco malas hierbas que llevo a mi boca, escojo piedritas que ordeno en filas simétricas, veo carros pasar con una mirada que, sin motivación consciente, no es mía sino que pertenece a la especie que hace millones de años se levantó en dos patas.
Entonces sucede. Un metabolismo de siete años, semianalfabeto aún, ve pasar la breve caravana del circo Miller. Tres vehículos desvencijados con el logo pobre del circo en los flancos, un altoparlante que anuncia sus funciones del fin de semana en aquel pueblito insignificante y, en el último camión, dos elefantes viejos y flacos como pasas exageradas. No hay nadie más, estoy ahí sentado dejando al tiempo hacer lo suyo, siete años de habitar el planeta y veo elefantes en vivo por primera vez.
Me rasco una vez más, escupo de lado, como siempre, tratando —sin lograrlo— de hacer blanco en la fila de piedritas, me levanto y me enrumbo hacia la casa. Cruzo el portón y siento el olor del puré de papas, mi preferido, que me anuncia que llegó mamá. Saludo sin contacto físico, porque no conozco otra manera. Me siento en silencio a la mesa y la veo cocinar y secarse los ojos cada tanto con el limpión.
–Ma —digo—, llegó el circo Miller a Barva, ¿me lleva el sábado?
—Dejate de babosadas —contesta, mientras me pone el plato enfrente.
Ceno solo, veo un poco de tele y rumbo a mi cuarto paso frente a la puerta cerrada de la habitación de mi madre. Ya metido en la cama, las sábanas pegadas a la herida abierta de la rodilla, dejo la lámpara encendida hasta que llegue el sueño, clavo la mirada en el cielo raso sin ninguna sensación particular. Afuera, el canto de los grillos crece en la noche. Igual que hoy.
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Autor: Luis Chaves. Título: Salvapantallas. Editorial: Los tres editores. Venta: Todostuslibros.
BIO
Luis Chaves es un poeta nacido en San José, Costa Rica, en 1969. Considerado una de las figuras clave de la poesía contemporánea de su país, escribe también narrativa y artículos. Su obra ha sido traducida al alemán, francés, inglés y esloveno. Recibió el Premio Nacional de Poesía de Costa Rica en 2012. Ha publicado Historias Polaroid (2001), Chan Marshall (III Premio de Poesía Fray Luis de León, Visor, 2005), Asfalto. Un Road Poem (2006) donde el autor experimenta con los poemas en prosa y Monumentos Ecuestres (2011). También es autor de la novela Salvapantallas (Seix Barral, 2014), de la fábula O.W. (2020) y del libro de crónicas Vamos a tocar el agua (publicado en España por los tres editores, 2021), obra que nace como consecuencia de su residencia en el Programa de Artistas en Berlín. Su obra poética está reunida en Falso Documental: Poesía Completa 1997 – 2016 (Seix Barral, 2016). En Chile la editorial Los Libros de la Mujer Rota publicó en 2020 Asfalto y La marea de Noirmoutier y Ediciones Overol publicó en 2022 su libro de poemas Fuera de la gravedad (Ediciones Perro Azul, 2019). Salvapantallas es su primera novela. Vive en Zapote con su esposa y sus dos hijas.
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